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Pero el plato fuerte, impresionante en su magnificencia ominosa, fue la llegada de las cinco naves de guerra brasileñas y sus treinta y cinco cañones destellando como piedras engarzadas cuando el sol les daba en algún punto de sus bocas. Todas detrás del aparatoso Recife con la bandera imperial de Pedro II al tope, el novedoso vapor de rueda en donde mandaba, bebía y comía hasta la saciedad el Barón de Tamandaré, almirante de la escuadra.

Sarcástico, grandulón y profusamente entorchado sobre su levita azul con botones de plata, vistiendo unos ajustados calzones blancos metidos al descuido en sus botas de mar y exhibiendo una imprudencia premeditada para llevarse los muebles por delante, el Barón se sentía y se sabía dominador del río, policía de todos los puertos y amedrentador del coronel Gómez, a quien había enviado la graciosa nota comunicándole que “de ordem del Excelentísimo Senhor Almirante Barão Tamandaré, Comandante da força do Brasil no Rio da Prata, o porto de Paysandú acha-se bloqueado, e por tanto vedada a sua entrada”.

Pero Martín Zamora sabía que a pesar de la prohibición de todo contacto y de todo intercambio entre los mercaderes navieros y los habitantes de la ciudad sitiada, un festejado incidente había ocurrido entre uno de sus compatriotas marinos y las autoridades del bloqueo, sin que estas se hubiesen atrevido a cumplir la amenaza de fondearle la embarcación. Se trataba del capitán Gabriel Soãnes de la goleta española La Africana, quien se negó a acatar la orden de detener su descarga de mercaderías en el puerto. En las mismas narices de los brasileños, el oficial bajó con dos botes y se largó a remar con sus marineros enarbolando la bandera española, hasta llegar a tierra sin que nadie se atreviese a cerrarle el camino. Luego vendió sin más trámite su cargamento de artículos de almacén destinado a los vecinos de Paysandú y, de vuelta a su barco, tuvo la osadía de tocarles una clarinada retadora desde el bote.

Le hubiese gustado conocer a aquel descarado hombre de mar, pues por el nombre de la goleta era muy posible que el tal Soãnes viniese de Algeciras o de Cádiz o de Tarifa o de algún otro de los puertos del sur de España.

También había escuchado que la cañonera española se llama Vad-Ras y se la sabía anclada a menos de doscientos metros de la cañonera francesa Décidée. Entonces experimentó el cosquilleo impertinente de quien se repite una vez y otra vez, que si la Providencia le ofrece la oportunidad de fugarse lo va a hacer.

– Ni lo piense… -dijo con peligrosa suavidad el capitán Hermógenes Masanti, aparecido a su lado sin que lo notara.

El oficial recorrió detenidamente la respetable estatura del andaluz y sin agregar palabra le extendió una hoja de papel.

Perturbado, Martín Zamora la tomó y leyó:

“Siendo el deber de todos los orientales que puedan desenvainar una espada, cargar un fusil o empuñar una lanza, defender la independencia nacional y salvar su dignidad y con ella el honor de las familias de los habitantes del Estado, el Jefe Superior de las fuerzas al Norte del Río Negro dispone lo siguiente:

Art.1º. Todo oriental desde la edad de catorce años para arriba concurrid a la Comandancia Militar de Paysandú al toque de generala.

2º. El que no cumpla con lo prescripto en el artículo anterior, además de ser castigado discrecionalmente por la autoridad superior, se publicará su nombre por 30 días consecutivos con el negro dictado de infame y cobarde.

3º. Todo vecino del Norte del Río Negro a quien sea simpática la independencia del Pueblo Oriental y quiera defenderla con las armas serán aceptados sus servicios.

4º. Dése en la Orden General a las fuerzas del Norte del Río Negro y publíquese por la prensa.

Leandro Gómez”

Martín Zamora levantó la mirada y se encontró con la sonrisa burlona del capitán.

– Supongo que por ser usted “un vecino del Norte del Río Negro”, el artículo tercero le viene como anillo al dedo…

– ¿Significa que estoy salvado?

– Significa que se salvó de las brasas para caer en la llamarada, como escribió usted mismo en sus papeles… Ahora se integrará al piquete de escolta bajo mi mando.

– Sí, señor… -dijo Martín Zamora, sin dejar de mirar los mástiles de los buques que bloqueaban el puerto.

37

30 de noviembre

Unas pocas horas le bastaron a Martín Zamora para hartarse de escuchar el nombre de Venancio Flores. Lo nombraban para insultarlo, para darse coraje, para triturarlo en maldiciones, para emparentarlo con Satanás o para echarle la mala suerte de una mala muerte en la próxima batalla. Le ocurrió cuando esperaba el turno para que le diesen el “arma de matar macacos”, mientras se integraba a una larga fila de hombres inquietos, en el patio de la Comandancia Militar.

Por unos instantes Zamora fue último en la cola, pero en pocos minutos tuvo una veintena, medio centenar de voluntarios detrás, que para su sorpresa no eran solo blancos, sino también colorados, argentinos y brasileños. Su estatura lo hacía parecer un fenómeno entre los demás hombres y su rostro enigmático, curtido por años de intemperie, se veía como un paisaje indescifrable después de la sequía que atraía a los demás, que les llamaba la atención y lo convertía en bienvenido a la hora de sentirlo un interlocutor en las injurias contra el general Flores.

En realidad nadie sabía quién era Martín Zamora. No lo reconocían como a un prisionero reciente y aunque lo hubieran hecho, seguro que no les hubiese interesado el antecedente, pues la guerra siempre es un refugio para quien lleva una mala historia a la espalda, además, tampoco había mucho tiempo para comparar confidencias.

– El traidor Flores quiere mostrar los dientes, pero le haremos tragar tierra… -dijo un jovencito de camisa blanca y pantalón negro a rayas finas llamado Joaquín Cabral, un argentino vendedor de cigarros, tan diestramente peinado que Martín Zamora alcanzaba a ver las marcas dejadas por el peine húmedo.

– ¿Es cierto que tres mil hombres lo siguen, señor? -preguntó un hombre negro, de ojos desmesurados, mientras se ataba al cuello un pañuelo blanco como la leche.

– A tres mil no llegan. Flores tiene unos dos mil cuatrocientos hombres y un poco menos el general Souza Netto. Pero no atacará hasta que lleguen los doce mil imperiales del mariscal Mena Barrero que le hacen falta para sacarse el cagazo…

– ¡Lindo baile si no llega Lanza Seca! -dijo alguien refiriéndose al general Juan Sáa, perplejo, tomando conciencia tal vez, de que el número de defensores no llegaría jamás a mil.

– No se achique, amigo. Hemos comido tocino con más pelo que este y no nos ha raspado el gañote…

En alguna parte, Venancio Flores había dicho que tres días a cañonazo continuo le bastarían con creces para quitar de en medio a Leandro Gómez, sin necesidad de perder un solo hombre. Luego marchaba a Montevideo y con el respaldo civilizado de los importadores ingleses, los tenderos franceses y los artesanos italianos, tan temerosos siempre de que les bombardearan de nuevo las vidrieras de sus tiendas y los depósitos de barricas, le quitaría el sillón presidencial a Atanasio Cruz Aguirre.