Bajo el sol cada vez más vertical de diciembre, Martín Zamora recordó que en numerosas oportunidades el tuerto Laurindo José se había referido a Venancio Flores con respeto. Mencionaba batallas legendarias en las guerras argentinas, encuentros de caballeros generosos o detalles de su imperturbable firmeza a la hora de ordenar fusilamientos de oficiales como lo había hecho en la villa de la Florida.
Sin embargo, mucho antes de que llegase a Paysandú como prisionero del cónsul Guillenea, desde los tiempos de las andanzas con la gavilla a un lado y otro de la frontera, de solo escuchar en las cantinas, en los bailongos o en los fogones de las fazendas de Río Grande, Martín Zamora fue juntando poco a poco constancias de que al general Flores lo odiaba el país entero y que su figura parecía no tener, por lo menos desde lejos, mayores atractivos para seguirlo. Y que salvo un puñado de advenedizos con indescriptible capacidad de odio, su ejército de casi dos mil hombres se integraba con esclavos regalados, convictos extraídos de las cárceles y decenas de inminentes desertores.
“Debe ser un hombre que no conoce el sueño tranquilo”, pensó Martín Zamora, mientras dejaba ir la mirada hacia el ominoso campamento enemigo.
Cuando le llegó el turno y entró, fue un alivio saber que había un fusil Remington en buenas condiciones para él, pero le inquietó no hacerse de tantas municiones como había esperado.
Mientras deambulaba por el gran patio calcinado por el sol a la espera de que alguien emergiese con nuevas órdenes, Martín Zamora compartió con otros voluntarios opiniones sobre las armas y las fuerzas enemigas, y terminó por asombrarse de hasta qué punto la desproporción numérica corría pareja con la desigualdad en los armamentos. Fue entonces que se preguntó cuál sería el destino del infeliz Raymond Harris, a quien en ese mismo instante se lo figuraba comiendo en un ofendido silencio, absolutamente solo en el calabozo de la Jefatura, con los codos muy separados sobre la mesa y los ojos clavados en un plato demasiado lleno.
“Él también puede ser más útil vivo que muerto”, pensó.
38
1 de diciembre
El primer día de diciembre de mil ochocientos sesenta y cuatro, el patio de la Comandancia Militar, encalado y restallante de luz al solazo de las tres de la tarde, pareció herirse de pronto con la aparición del coronel Leandro Gómez vistiendo su casaca rojo fuego, su pantalón blanco y sus botas negras brillantes. Caminaba lentamente, con el pecho un tanto hundido entre los hombros, la cabeza descubierta y las manos a la espalda apretando el pañuelo que usaba para atenuar las miasmas de su enfermedad, con todo el aspecto de estar sumergido en pensamientos profundos. Sin embargo, por momentos parecía distraerse respirando profundamente y mirando el cielo disponible con detenimiento, tal como si esperase el vuelo de un pájaro conocido o alguna señal secreta que le anunciase una noticia muy importante.
Una veintena de hombres que en las inmediaciones del patio especulaban sobre la guerra callaron respetuosamente y no lo molestaron con saludos ni palabras, pues sabían que el Coronel acababa de designar a los jefes de la defensa y ya todo estaba listo para presentar batalla.
Algunos de los hombres, recostados a las rejas de la ventana abierta de par en par, habían escuchado en silencio la eléctrica conversación de las designaciones entre los oficiales reunidos en la sala de la Comandancia.
Apoyado en un macetón de flores violetas, Martín Zamora se enderezó con rapidez y adoptó una postura de alerta, observando en silencio a aquel hombre casi tan huesudo como él, seguramente pálido en invierno y dueño de una expresión a todas luces franca y serena, que le otorgaba esa imagen de hombre en el que puede confiarse y que constituye la materia prima de las buenas reputaciones.
Era la primera vez que Martín Zamora veía a Leandro Gómez y dedujo que sin aquella curiosa barba casi rubia, que contrastaba con su pelo cuidadosamente recortado y que llovía desde el mentón unos quince centímetros sobre el pecho dejando al descubierto sus mejillas oscurecidas por el sol, el Coronel podría aparentar, a lo sumo, unos cuarenta y cinco años. Pero lo que provocaba una misteriosa atracción a quien lo observara sin ser visto, era su curiosa mezcla de calidez y ausencia de nervio, una especie de inconsciencia resignada y serena a flor de piel, propia de quien sabiendo lo que le espera en la vida, se siente libre de arriesgar su pellejo donde quiera.
“O es un loco de remate o sabe muy bien que tiene los caminos cerrados y las horas contadas”, pensó Martín Zamora.
No obstante, como todos, dudaba de lo uno y dudaba de lo otro, pues le han dicho que el coronel sueña noche a noche con tres sueños: con que el general Sáa llegue con buenos refuerzos desde Montevideo, con que el general Justo José de Urquiza despierte de su letargo y cruce el río con su legendaria caballería y con que el mariscal Francisco Solano López aparezca por el norte con treinta y cinco mil paraguayos detrás, para cumplir su promesa de borrar hasta al último brasileño que se atreva a mancillar el territorio oriental.
Antes de regresar a lo abandonado, el coronel Gómez giró sus ojos pardos hacia el macetón de flores violetas y durante un instante pareció reparar con un dejo de curiosidad en la alta figura de Martín Zamora.
“Soy yo el que tiene los caminos cerrados”, pensó, observando que de pronto el Coronel se volvía bruscamente y retornaba con urgencia al recinto de donde había salido, pues alguien había gritado que el ejército de Venancio Flores comenzaba a movilizarse lentamente en su campamento del arroyo Sacra.
Mientras tanto, frente a la arcada de la Comandancia, la garita de guardia apenas se veía entre la multitud de hombres armados que comenzaba a agolparse alrededor de la pirámide de mármol enclavada en el centro de la plaza. Cada vez era más evidente el progreso del desasosiego y la furia, el griterío de muerte a los invasores o de vivas al comandante Gómez, mientras sobre las cabezas se agitaban las carabinas y los sombreros. En las ventanas y en los techos, sentadas en los pretiles con las piernas colgando en el vacío, las mujeres jóvenes hablaban entre ellas con aprehensión o sollozaban ruidosamente, sin temor de ser observadas.
Desde el ángulo sudeste de la plaza, un soldado con la casaca abierta sobre el pecho desnudo volvió a gritar:
– ¡El enemigo se mueve!
El guardia estaba apostado a ocho metros de altura, sobre un torreón de ladrillos que dominaba los edificios próximos y a cuya cima se trepaba por una explanada dispuesta en caracol.
“Una construcción muy temeraria”, pensó Martín Zamora con disgusto, observando que si bien las paredes tenían un espesor respetable, relumbraban en su blancura de cal y hacían, por alto contraste, que las piezas de hierro fueran demasiado visibles a la distancia. Eran de calibre doce y estaban colocadas sobre el techo sostenido por gruesas vigas de ñandubay. Para colmo, dentro del “Baluarte de La Ley ”, como pomposamente habían bautizado aquella construcción, estaba ubicado el depósito de las municiones.
Alertado por el grito, Martín Zamora se dejó ir entre la gente sin poder creer lo que estaba viendo, pues jamás hubiera imaginado que en tan poco trecho hubiese tanta condensación de guerra. A pocos pasos, en otra esquina de la plaza y entre los eufóricos que le hacían sitio, un grupo de músicos clarinetes, trombones y tambores se acomodaba la retreta. Sin que nadie lo importunase, Martín Zamora comenzó a caminar despacio con el fusil en la mano, con la secreta intención de saber exactamente dónde estaba parado o qué demonios era lo que iba a defender y qué sería lo que haría peligrar su vida en los alrededores.
Pero no fue muy lejos adonde pudo llegar. En esas horas, centenares de centinelas habían comenzado ya a atrincherarse en las bocacalles y a cerrar todas las entradas al recinto fortificado, comenzando por los portones de hierro ubicados en ambos extremos de la calle 18 de Julio, con sus respectivos puentes levadizos tendidos sobre un foso ancho y accionados por roldanas. Ambos estaban bajo la custodia repartida de los ciento ochenta voluntarios de la Legión Argentina, llegados desde la orilla vecina de Entre Ríos.