En total, si se contaba a los voluntarios extranjeros, los que iban a defender la villa no llegaban a los mil hombres.
De pronto, sin previo aviso, mientras Martín Zamora experimentaba la incómoda sensación de no pertenecer a ningún sitio, a ningún bando, a ningún grupo, todo el mundo detuvo las conversaciones y los movimientos. Se hizo el silencio absoluto en la tarde de la ciudad y él se sorprendió detenido frente a la fachada de un comercio de paredes descascaradas llamado “El ancla dorada”, sin saber qué hacer en medio de la calle.
Desde la plaza, los potentes acordes del himno nacional hicieron ponerse de pie a los soldados de las trincheras. Un fusilero moreno de casaca gris lo observó con reprobación y le hizo un gesto para que se quitara el sombrero.
Entonces, con el fusil en una mano y el sombrero en la otra, desanduvo lenta y cuidadosamente sus pasos, hasta llegar a la plaza justo en el instante en que decrecía la ovación para dar paso a la voz potente y áspera de Leandro Gómez, levantándose por encima de la multitud desde la explanada del Baluarte de la Ley.
Desde su altura y sin necesidad de estirarse, Martín Zamora observó que el Comandante, con el rostro conturbado y brillante de sudor, acodado en la baranda de ladrillo y enarbolando una lanza con la bandera uruguaya, gritaba:
– ¡Para que lo tengan muy claro!… Se acaban de hacer los siguientes nombramientos…
A cada nombre que dejaba caer, sobrevenían las euforias de la aprobación.
– ¡Para jefe de la línea del Sur… al coronel Tristán de Azambuya!
– ¡Vamos, don Tristán!
– ¡Para Jefe de la línea de cantones del Este, al coronel Emilio Raña!
– ¡Vivan los blancos!
– ¡Para Jefe de la línea Oeste… al comandante Pedro Ribero!
– ¡Que muera el traidor Flores!
– ¡Para Jefe de la línea Norte… al comandante Federico Aberasturi!
– ¡Fuera los macacos de Pedro Segundo!
– ¡Al mando de la Batería Baluarte de la Ley… el comandante Juan Braga!
– ¡Que se vengan, capones!
– ¡Y para jefe de la Defensa de la Plaza… al coronel Lucas Píriz!
– ¡Viva el comandante Gómez, carajo!
Martín Zamora observó que todos ponían una fuerza desmedida en los gritos. Sin excepción, todos gritaban hasta enronquecer en un despilfarro de furia, mientras la banda de músicos del maestro Deballi reavivaba el entusiasmo y volvía a arremeter repicando sobre la marcha de Ituzaingó. Y pensó que en algún sitio ya había oído que había algo misterioso y antiguo en aquella salvaje artimaña de gritar. Entonces, en un instante, le vinieron a la mente las chafalonías y los ropajes coloridos de Laurindo José, Berlamido, del llagado Hincuta y del finado Hermes Nieves recién enterrado. También los hombres de la gavilla gritaban como dementes en los momentos difíciles, cuando sospechaban que todo podía irse al demonio en el momento menos pensado.
– ¿Por qué gritan tanto? -preguntó con fastidio Martín Zamora, un amanecer en pleno galope de retirada.
El tuerto Laurindo José cambió el grito por la carcajada y desde su caballo lo miró un instante mínimo con el ojo sano:
– ¡Para no sentirnos pocos, castellano…!
39
Estuviese donde estuviese en las horas de las medianoches insomnes, Martín Zamora siempre sintió deseos de escribir sus pensamientos. Sin embargo, esta vez pensó que no debía pensar; que más bien estaba en uno de esos escasos momentos de la vida en que es más fácil obedecer que entender, que de nada servía acomodar su cabeza y trasladarla de la reciente condición de condenado a muerte en que estaba hacía apenas unas horas, a la de un defensor de la villa bajo las órdenes de Leandro Gómez. Piensa que así, igual que él, debieron sentirse los jovenzuelos andaluces tomados por la leva, incorporados por la fuerza a los ejércitos del Rey y llevados a las guarniciones de Cuba o a las Canarias o a las tierras del mismísimo demonio. Y ahora, vaya broma siniestra que le hacía el destino: de condenado a muerte por traficante de esclavos a voluntario defensor de las leyes en una ciudad insignificante que se aprestaba a desaparecer del mapa. También pensaba con resignación en la incoherencia desmadrada en que le había sumido la vida, puesto que en los últimos diez años no había hecho más que ser el enemigo de alguien: el enemigo de los gitanos, por convertirse en el seductor prohibido de Irene, la hija de Jeremías el Corto; o el temido monstruo nocturno de los niños de órbitas desmesuradamente blancas, el enemigo mortal de los negros en fuga; o el enemigo de los uruguayos, siempre hostigados por brasileños y argentinos; y por último, como por arte del diablo, enemigo de sus recientes amigos, los brasileños.
Pensaba que moriría muy pronto. Moriría no como un héroe, sino como un enemigo, zarandeado por un desconocido infierno, al igual que aquel cascarón indecente que debió conducirlo a la isla de Cuba y terminó por arrojarlo a un sitio en donde aquellos gitanos que le quitaron a Irene serían apenas ingenuos angelitos de pecho.
Martín Zamora se rascó furiosamente la cabeza y sintió su cuerpo necesitado de un baño de agua clara. ¿Cuánto hacía que no corría el agua sobre su lomo, sobre los ojos cerrados, sobre las costras de los pies, sobre su alma sucia?
A su lado, mientras se hundía en una maraña de cuestiones destinadas a sobrellevar la noche que se instalaba, los soldados se alertaban de que el ejército de Venancio Flores había abandonado el campamento del arroyo Sacra y se aproximaba lentamente a la ciudad en formación de batalla.
Un indio teniente de apellido Mandacurú le interrumpió el pensamiento para ofrecerle un tabaco y advertirle que la pólvora comenzaba a calentarse sin que hubiera vuelta atrás.
– Vea… -le dijo-. Ya no habrá horas para el sueño…
Martín Zamora ordenó su conciencia y vio de pronto a Hermógenes Masanti, solo y adusto, parado en el marco apenas iluminado de la puerta de la Comandancia. Con simpatía comprobó que su figura tenía el mismo perfil de naranja mortecina, que aquellas figuras cotidianas que él había entrevisto desde el ventanuco del calabozo, cuando eran marcadas a medianoche por los faroles de Paysandú. Era una luminosidad muy tenue y al mismo tiempo muy vívida, muy propia de aquella pequeña ciudad, y que había logrado aliviarle las malas horas provocadas por Hermes Nieves entre quejido y quejido.
“Una hermosa estampa”, se admiró Martín Zamora en el mismo instante en que Hermógenes Masanti reparó en él.
– ¿Cómo se siente usted? -preguntó de improviso el capitán.
– Agradecido, señor…
– No dirá lo mismo mañana a esta hora…
– Estoy preparado, señor… Sólo me preocupa una cosa…
Hermógenes Masanti lo miró con el mismo sesgo inclinado de quien sospecha de qué se trata.
– ¿Se refiere al inglés? -aventuró.
Martín Zamora asintió, sorprendido de que aquel hombre tuviese un pequeño sitio en su cerebro para pequeñeces ajenas.
– No es mal hombre, señor, no es mal hombre…
Hermógenes Masanti se quedó pensativo.
40
2 de diciembre
Martín Zamora pasó la madrugada del dos de diciembre vagando por las calles atrincheradas como un fantasma contrariado. El calor de la noche, agobiante y húmedo por la proximidad del río, olía cada vez menos a humo de rescoldos mortecinos y había convertido todos los sitios en donde se agrupaban los defensores, en un solo e inmenso corral de hombres, con olores de hombres, suciedad de hombres y ruidos de hombres. Nadie dormía. Y si bajaban los párpados, era para imaginar cómo serían un día después las mismas calles, las mismas paredes, los mismos parrales, los aljibes, las camas y los platos de todos los días.