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Decididamente, se sentía solo e inquieto.

“Sin mujer, un hombre no es más que una broma cruel”, se lamentó mientras miraba el cielo estrellado, buscando distancia. Hasta que al fin, se decidió y cruzó la plaza con el fusil en la mano, encaminándose al caserón de la Jefatura.

No necesitó de mucha observación para darse cuenta de que allí todo había cambiado en pocas horas. También la Jefatura había sido convertida en cantón y a su frente ya estaban apostados diez reservistas y cuarenta soldados de la compañía de Tacuarembó al mando del comandante Pedro Ribero, el hombre de las pistolas de cabo de nácar y el espadín con empuñadura de plata. Zamora caminó entre la gente sin que nadie lo molestara, rodeó el caserón y se detuvo con cautela frente al ventanuco del calabozo que tan bien conocía.

De entre sus ropas sacó un porrón de ginebra y, estirándose, logró colocarlo al borde de la abertura mientras llamaba en voz baja:

– ¡Harris…! Psst…

– ¿Quién es usted? -se escuchó al fondo de la cueva.

– Soy yo, hombre… Zamora

El inglés se levantó del catre, acercó a la ventana la única silla del calabozo y se paró encima, enfrentándose a la botella al otro lado de los barrotes.

– ¿Qué es eso?

– Leche de burra… -rió Zamora-. Échese un trago, vamos.

Raymond Harris la tomó de un manotazo, la olfateó con desconfianza y luego bebió con toda la mala sed de los encierros. Luego la retornó al borde para que Zamora la retirara de allí.

– Necesitaba algo así… Muy generoso de su parte, señor mío. ¿Qué tal se está afuera?

Martín Zamora quedó pensativo. Observó que a menos de cien metros de la esquina, una ronda de tres voluntarios armados cruzaba al paso de ocio sin reparar en él.

– Afuera o adentro, tanto da… En un par de horas estaremos rodeados por el ejército de Flores, y Tamandaré comenzará el bombardeo desde el río en cualquier momento…

– ¡Maldito sea su pesimismo español, Zamora! -se enfureció el inglés-. Cada hora que pasa, siento que estoy más cerca de librarme del fusilamiento. Y usted sale con eso de que tanto da estar en este agujero apestoso, como ahí donde usted está parado… ¡Jódase, hermano, jódase…!

– Es probable… ¿Cómo se encuentra?

– Dolorido, creo que me partieron las costillas.

– ¿Cómo dice?

– El guardia piojoso y el marica del abogadillo… Ellos me golpearon.

– ¿Por qué le hicieron eso?

– Yo creo en el juego limpio, aunque usted se asombre… Tengo un secreto, mi amigo. Usted sabrá qué hacer con él…

– ¿De qué se trata?

– Se supone que ahora no tengo otra alternativa: pensar en la propuesta que me hizo el afeminado. Él y el guardia van a desertar apenas comience la batalla y quieren que los guíe hasta Flores o hasta las naves argentinas. De lo contrario, seré hombre muerto antes de tiempo.

Martín Zamora volvió a ensimismarse y luego se retiró de la ventana.

– Diga que sí, que hará lo que quieren. El resto corre por mi cuenta. Pero vuelvo a repetirle lo que le dije: usted es un hombre de mala fortuna, Harris…

Mordiéndose los labios, desquiciado, Martín Zamora desapareció como había llegado y en pocos minutos estuvo nuevamente en el patio de la Comandancia, pidiendo a la guardia para ver de inmediato a Hermógenes Masanti.

Desde el interior, el Capitán escuchó el diálogo mientras terminaba de escribir la única frase de su diario dedicada a aquel día:

“El general Flores estableció el sitio de la Plaza ”. Luego dejó la pluma sobre el papel y se levantó para salir al patio.

41

2 de diciembre

Al contrario de lo que hacía la mayoría de los hombres apostados para la defensa, Martín Zamora no se molestó en ocupar la mente en lo que nunca había tenido, ni tampoco en mirar obsesivamente hacia donde se suponía que Venancio Flores, con las piernas abiertas y sentado sobre un catre de campaña, daba los últimos toques al inicio de las maniobras de guerra.

Con los ojos ardidos de la oscuridad cada vez menos oscura, más bien miraba hacia el río, hacia las farolas titilantes de los mástiles, hacia el enigma de los capitanes.

Se preguntaba para qué diablos estaban allí las cañoneras extranjeras pues, a juzgar por lo que había escuchado, la presencia de las naves en el río era más bien un misterio o una mariconada diplomática, ya que nadie se explicaba de qué forma pensaban sus oficiales defender a los súbditos residentes o impedir que el Barón de Tamandaré se diera el gusto de levantar su dedo índice y ordenar la primera andanada de balas ardientes sobre los techos de Paysandú.

Sin embargo, en medio de aquella multitud de cerebros nocturnos dispersos entre los montes o apiñados en el centro de la ciudad o flotando sobre las aguas del río, Martín Zamora no estaba solo en la inquietud, pues en aquel mismo instante, don Luis Martínez de Arce, el capitán español de la cañonera Vlad-Ras había bajado en su bote junto a dos de sus marineros y en pocos golpes de remo terminaba de recorrer los doscientos metros que lo separaban de la cañonera francesa Décidée.

El capitán Fernand Olivier lo esperaba en la proa, sentado frente a una mesa pequeña acomodada de tal modo en cubierta, que podía afirmar el codo sobre la saliente barnizada de la borda, fumar y observar lo que ocurría en las inmediaciones. Sobre la mesa y a su alcance, tres pequeños tazones de porcelana humeaban aroma de café caribeño recién servido. A su lado, tanto el joven capitán Durrell de la cañonera inglesa Detterell, como el capitán Bertoni, de la italiana Vesubio, también observaban las breves maniobras del bote español acercándose lengüeteado por el río.

Cuando al fin estuvo en cubierta, el capitán Martínez de Arce saludó a todos con deferencia y tomó asiento en el borde de la butaca, tal como hacen aquellos que están ansiosos e insomnes.

– ¿Y? ¿Nos recibirá el ogro? -preguntó.

– Lo invito con un café rápido, capitán. Nos espera en quince minutos… -contestó el capitán Olivier-. La situación es un desastre, pues no tengo ninguna esperanza de que podamos convencerlo. Capitán Martínez, hemos decidido que sea usted quien inicie la conversación.

Martínez de Arce aceptó, pues no le costó comprender que la proximidad de los idiomas podría facilitar las cosas. A continuación, uno tras otro, los oficiales bajaron del buque francés y se acomodaron en el bote español, para remar enseguida hacia la Recife, el imponente vapor de ruedas del almirante brasileño, dibujado en estribor hacia la ciudad al albor de la madrugada. Más alejadas, pero más próximas a la costa, se veían las cuatro cañoneras imperiales restantes, la Belmonte, la Araguay, la Jaquitinhonha y la Ivahí, todas con las bocas de fuego en posición de tiro.

Cuando terminaron de trepar por la escala que los esperaba tendida, los marineros brasileños más próximos no se cuidaron de murmullos reprobatorios o de mostrar el recelo que les provocaba aquella evidente intención de privarlos de la batalla. Sin embargo, a los oficiales de recepción se les veía corteses y seguros de sí al momento del saludo y más aun al capitán del navío, quien les tendió la mano uno por uno para acompañarlos de inmediato hasta la cabina del Barón.

– Pasen por aquí, caballeros, el almirante Tamandaré los aguarda…

El lujoso recinto olía a madera aceitada, a tabaco fino, frutas del trópico y lavanda de alto rango. Desde la puerta misma y por el ventanuco abierto de par en par, podían verse las luciérnagas titilantes de Paysandú. Despojado de su levita azul, fajado de verde seda en la cintura y con la amplia camisa blanca desabotonada hasta el ombligo, el Barón de Tamandaré, “O Nelson Brasileiro”, los esperaba, pero no tanto.