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– Un minuto es todo el tiempo de que dispongo, caballeros… -dijo con la boca apretada, levantando la mirada de la mesa abrumada de legajos oficiales, botellas de brandy, pequeños mapas y cáscaras de naranja.

El capitán Martínez de Arce se adelantó, hizo el saludo de rigor y luego se quitó la gorra de marino para colocarla bajo el brazo.

– Su Excelencia, como usted sabrá, estamos al mando de las cuatro cañoneras europeas que usted tiene a la vista en estas aguas. Nuestro cometido a bordo es solicitarle que reconsidere su decisión de bombardear la ciudad, pues semejante acción sería juzgada con la mayor severidad.

El Barón sacudió a un lado y otro su cabeza y los miró con dureza.

– ¿Quién me juzgará con la mayor severidad? ¿Saben ustedes de lo que hablan?

– Sabemos de lo que hablamos, señor. También sabemos que el comandante Leandro Gómez no tiene forma de responder a sus cañones. Y lo que es más grave, el gobierno del presidente uruguayo Atanasio Cruz Aguirre nunca dio un solo pretexto para que se llevasen adelante semejantes acciones de guerra. Morirá gente inocente, señor, muchos súbditos de nuestras naciones, comerciantes pacíficos que jamás ofendieron a nadie. Pero además, ¿hasta qué punto el gobierno de Su Majestad, el Emperador del Brasil, se hará responsable de semejantes daños?

– Capitán Martínez de Arce, yo cumplo órdenes del Emperador de tomar represalias contra el gobierno del Uruguay por el maltrato a que ha sometido a nuestros conciudadanos al norte del río Negro, además de otras razones que no vienen al caso. Y por lo que tengo entendido, ustedes permanecerán neutrales… Pero a decir verdad, la única forma de evitar el sufrimiento que se avecina es que el comandante Leandro Gómez decline presentar batalla y se rinda. Por otra parte, tampoco el Brasil declaró en ningún momento la guerra al Uruguay, pero los hechos son los hechos y no hacemos más que colaborar con nuestro aliado. Estoy hablando del general Venancio Flores.

Detrás del español, el capitán Durrell acondicionó su garganta y se adelantó para hablar.

– Señor almirante, permítame decirle que el general Flores no puede ser visto por nosotros como representante de ninguna nación beligerante. Él es simplemente un rebelde. Y si no hay beligerantes, Su Excelencia, no hay neutrales…

Bertoni, el oficial italiano, también intervino y fue aun más vehemente:

– Signore almirante, debo advertirle que las medidas que usted llama “represalias” causarán la más desagradable sorpresa al Gobierno de Su Majestad el Rey, mi Soberano, pues no son otra cosa que efectivas operaciones de guerra… El general Netto está frente a Paysandú con un ejército de dos mil hombres, en pocos días llegará João Propicio Mena Barreto con otros nueve mil soldados, el general Flores dispone de tres mil y usted está a punto de activar sesenta cañones… Y además, signore mío, suscribo enteramente lo que ha dicho el capitán Martínez de Arce: su medida ocasionará graves daños a los súbditos establecidos en esta plaza comercial tan importante…

El Barón se echó hacia atrás en su sillón de brillante cuero negro y los miró uno a uno, mientras hundía sus uñas en una cáscara de naranja, para acercarlas luego a su nariz. Hasta que al final, disfrutando del olor de sus dedos, sonrió con la benevolencia y la paz interior de quien ha participado en la construcción de una gigantesca y perfecta máquina bélica.

– Entiendo lo que dicen, caballeros. Y hasta les diría que nos viene bien que tengamos oficiales inteligentes y empeñosos como ustedes observando la situación. Lamentablemente, los dados están echados… a menos que Paysandú se rinda ahora.

– No lo podemos permitir. Su Excelencia… -dijo bruscamente el capitán Olivier.

El Barón lo midió de arriba abajo.

– Se percibe que tiene usted un excelente futuro militar, capitán Olivier. Pero usted está excitado y es comprensible. Estas épocas son terribles y considero sensato que ustedes dejen pasar la cuestión…

Martínez de Arce volvió a insistir:

– No lo vamos a permitir, señor…

En ese instante la puerta se abrió y un oficial brasileño casi adolescente ingresó al recinto para entregar al Barón una nota de la que colgaba una cinta color púrpura. Era evidente que se trataba de una puesta en escena maliciosa e improvisada no más de media hora antes, un golpe de gracia efectista destinado a los oficiales extranjeros.

– Pues, lamento anunciar que es a ustedes a quienes no se les permitirá hacer nada, mis amigos. Acabo de recibir esta nota de Montevideo, firmada por vuestros respectivos ministros, mister Lettson, el signore Barbolani, monsieur Maillefer y el señor de Tezanos, en la que se les prohíbe terminantemente intervenir en esta contienda bajo apercibimiento de consejo de guerra.

Los cuatro oficiales se miraron entre sí, sorprendidos e indignados. El capitán Bertoni se aproximó impulsivamente al Barón y le tendió la mano para solicitarle el documento. Efectivamente, la firma de su ministro Barbolani estaba allí, junto a los garabatos de los otros diplomáticos que había nombrado.

– De todos modos… -agregó reflexivo el Barón mientras se ponía de pie- ustedes pueden cumplir dos valiosas misiones para hacer menos terrible la situación: una, llevar personalmente la intimación de rendición inmediata para el comandante Gómez; la otra, si se niega como creo que lo hará, pueden ustedes favorecer el desalojo de Paysandú de las mujeres, los niños y los extranjeros… Si es así, pueden disponer de cuatro días. Eso es todo lo que tengo para decirles, señores. Que tengan un buen día.

En ese instante, a través del ojo de buey del camarote de roble, comenzaba a insinuarse la luz del amanecer, provocadora, anaranjada y tibia.

Cuando reaccionó, el capitán Olivier ya tenía en su mano el rollo de papel firmado por el almirante de la escuadra brasileña. Hizo un saludo duro y despectivo y salió de allí seguido de sus tres acompañantes, todos marcados por los inevitables gestos de la impotencia.

– No siempre se tiene la suerte de un demonio, camaradas -dijo el francés, mientras se acomodaban en el bote-. Hoy quedamos como una banda de estúpidos gracias a nuestros queridos ministros…

42

3 de diciembre

A las ocho de la mañana del tres de diciembre, un muchacho pelirrojo, desarmado y a caballo, tardó unos diez minutos en aproximarse en un galope tranquilo y sostenido al puesto de avanzada del capitán Olivera, hasta que al fin se detuvo sin decir palabra frente a los primeros defensores de Paysandú vistos con sus propios ojos.

Sin hacer el menor movimiento, con una expresión afantasmada por la penumbra del refugio defensivo, los soldados del piquete lo examinaron en silencio.

– ¿Qué te trae por aquí, colorado? -preguntó el capitán Olivera adelantándose unos pasos, en una burlona alusión a la doble condición de florista y pelirrojo del recién llegado. Pero el muchacho rehuyó la mirada, se mostró indiferente a la chanza y le entregó un rollo de papeclass="underline"

– Del general Venancio Flores para el coronel Leandro Gómez, señor. Y tengo órdenes de esperar la respuesta… -dijo con sequedad. Luego giró su caballo, desanduvo el camino unos cien metros y al fin volvió a caracolear para detenerse mirando hacia las poblaciones.

Los guardias del puesto de avanzada observaron la forma indolente en que el muchacho se ladeaba sobre la montura, se echaba el sombrero sobre los ojos, comenzaba a armar un tabaco, con evidente disposición de esperar todo el tiempo que fuese necesario.

El capitán Olivera no resistió la tentación de estirar el papel y echarle un vistazo furtivo. Pero al ver al pie del texto la firma de Venancio Flores, sintió en la nuca el sombrío agotamiento de la burla que había usado con el muchacho. Sin mirar a sus hombres, se quitó el sombrero y con presteza recorrió las dos cuadras que lo separaban del Detall y le entregó el mensaje que acababa de recibir al capitán Larravide, para que lo llevase directamente a la Comandancia.