La multitud estalló en una ovación generalizada que pareció comprimir a los cuatro delegados extranjeros sobre el centro de la plaza, hasta remontarse con la imprevista irrupción de los músicos del maestro Deballi atronando el mediodía con la marcha de Ituzaingó.
– En ese caso, señor… -dijo Fernand Olivier tratando de hacerse oír en medio de los gritos de la gente – estos oficiales de Italia, España, Inglaterra y Francia le ofrecen sus servicios para sacar a lugar seguro a los niños, a las mujeres y a los extranjeros que viven aquí…
El coronel Gómez pareció detenerse a reflexionar un instante. Su frente brillaba al sol del mediodía. Luego miró hacia el suelo, clavó el asta del pabellón un paso más adelante y levantando la mirada tendió la mano al oficial francés en gesto de despedida.
– Señores, sospecho que vuestros servicios serán aceptados con gratitud si la situación se agrava.
– Ha sido un gran honor conocerlo, señor coronel -dijo Olivier estrechando su mano. Luego saludó el pabellón y giró sobre sus tacos para volverse. Empujado por la gente hacia la pirámide, Martín Zamora se vio súbitamente casi encima de la comitiva extranjera, al punto que si se lo hubiese propuesto, hubiera podido apretar el brazo del joven capitán Martínez de Arce. Y cuando pudo ver de cerca aquel rostro español arrebolado por el solazo del tres de diciembre, Martín Zamora se sorprendió: en el momento de despedirse del Coronel para desandar el camino por donde había llegado, al capitán de la Vad-Ras se le veía sorprendentemente emocionado. A su lado, mientras caminaban, incrédulo y moviendo a un lado otro su cabeza, el capitán Durrell le comentó en voz baja a Fernand Olivier:
– Es increíble, este hombre está loco…
El capitán Martínez de Arce reaccionó a la observación del mismo modo que si lo hubiese picado una abeja en el cogote:
– Tal vez esté loco como usted dice, capitán Durrell… -retrucó el oficial español sin dejar de mirar hacia adelante-. Pero con solo dos marinos con los huevos de este hombre, me atrevería a recobrar Gibraltar de manos de su Corona…
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3 de diciembre
En las últimas horas de la noche el capitán Hermógenes Masanti, cansado como un esclavo y con un fuerte malestar en la frente, tal vez por la ingestión un tanto liberal del coñac inferior del comandante Azambuya, se hizo un tiempo para escribir brevemente en su diario sobre lo ocurrido unas horas después que los capitanes extranjeros volvieron a sus barcos:
“[…] En la tarde, el Coronel ordenó que se presentase en la plaza toda su gente de guerra, que con las incorporaciones de los últimos días llegaba a los mil ciento veinte y tantos hombres, incluidos los jefes y oficiales.
Formada ya la guarnición, el coronel Leandro Gómez se presentó a caballo, vestido de camiseta punzó cruzada por una banda celeste y una bandera nacional en la mano derecha. Entonces pronunció una entusiasta proclama, que concluyó con estas palabras textuales:
– ¿Juráis vencer o morir en la defensa de esta plaza?
– ¡Sí, juramos! -respondieron a una voz los jefes, oficiales y soldados, atronando los aires con sus vivas”.
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La noche comenzó a transcurrir pesada y angustiosa y no era la primera vez que Martín Zamora conocía la extraña sensación de estar en guardia y comprobar cómo la conciencia, imprudente y desmesurada, se iba extraviando lentamente.
En realidad, no aguardaba como cualquier soldado vigilante. Estaba con la espalda apoyada en la pared del patio y próximo a la puerta abierta de una de las habitaciones de la Comandancia de donde, en cualquier momento, saldría el capitán Masanti con las instrucciones del pequeño plan que había ideado para él. De vez en cuando sentía que un capitán llamado Hermenegildo Alarcón y ayudante del coronel Gómez, mientras fumaba bajo el marco de la puerta, lo observaba con recelo. Era evidente que el hombre desconfiaba al verlo así, en su apariencia de individuo absorto y ausente a lo que se gestaba en derredor, dueño de una vibrante e impropia calma, similar a la esos borrachos que parecen cobijar un fantástico pensamiento que no desean compartir con nadie. De pronto, Martín Zamora se inquietó, pues sospechó que al capitán Alarcón le estaba pasando por la mente que él pudiera ser un advenedizo descarado y ¿por qué no? un espía de Venancio Flores apostado con total insolencia y desparpajo frente a la mismísima pared de la Comandancia.
– Usted debería estar en alguna trinchera, amigo… -dijo de pronto el oficial.
– Estoy esperando una orden del capitán Masanti,
señor…
– Me cuesta creerlo, amigo. Usted tiene aspecto de no haber hecho nada en todo el día…
– No es así, capitán… -explicó Martín Zamora, envarado, sin mirarlo en ningún momento, mintiendo descaradamente, convencido de que era menester esfumarle el encono-. He pasado las últimas horas trabajando en el montaje de la defensa…
En realidad, durante toda la jornada había ido trabando conocimiento con los hombres responsables de los últimos arreglos de la plaza. Reparó en las armas, se aprendió los nombres de los oficiales, deambuló por las trincheras, conoció a Mercedes, la menor de las hijas de Leticia Orozco, la acompañó hasta 8 de Octubre y Monte Caseros donde estaba la botica de Abel Legar, la vaciaron de vendajes, cloroformo y emplastos, y cruzaron luego la calle cargando con todo lo que pudieron para ponerlo a disposición del doctor Mongrell, en la escuela pública que oficiaba de hospital de sangre.
Pero de trabajar en el montaje de la defensa, nada.
El capitán Alarcón se apartó del umbral, tiró el cigarro al suelo y lo pisó. Luego se acercó lentamente hasta quedar a medio metro de sus ojos.
– ¿De veras? Cuénteme, mi amigo, en qué colaboró, pero antes… ¡póngase firme cuando le habla un oficial, carajo!
Martín Zamora tomó el fusil por el cañón y se estiró cuan largo era para cuadrarse frente a él.
– Sí, señor. Con el capitán Lindolfo García construimos una explanada de madera en la esquina este de la plaza para colocar una de las carronadas desembarcadas del Villa del Salto, señor…
– ¿Y qué hicieron con la otra? Eran dos…
– La otra quedó a cargo del capitán Clavero y se colocó en la línea de defensa oeste-norte, en el cantón del teniente Silvestre Hernández…
– ¿Y la pieza de a ocho, la de bronce?
– La ubicamos en la esquina de la plaza frente a la casa del señor Argentó y quedó a cargo del alférez Joaquín Espilma, señor.
– ¿Y la pieza de a seis?
– ¿ La pieza de a seis? Pues… por ser la más liviana se dejó como reserva para usarla donde sea necesario. Quedó a cargo del teniente Rafael Pons, señor. Podéis ir a verla si lo deseáis, señor, aunque la vi un poco maltrecha…
– Con que tenemos un gallego, ¿no?
– No, señor. Soy andaluz…
– Es la misma cosa… Ustedes traen mala suerte.
En ese instante apareció el capitán Masanti y le pidió a Hermenegildo Alarcón que terminara con el fastidioso examen y lo dejara en paz, pues para aquel hombre tenía una tarea inmediata. Antes de retirarse, e1 capitán observó desafiante a Martín Zamora, como si tuviese una cuestión secreta con él o uno de esos misteriosos motivos de rivalidad animal que hay entre algunos hombres que nunca se han visto antes ni se volverán a ver después, porque la guerra suele matar a uno de ellos mucho antes de que sus cosas pasen a mayores…
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Sentado en una pequeña mesa rinconera de la oficina de la Jefatura, el menguado abogadillo Luca del Piero, el hombre de los interrogatorios y los vapuleos a Raymond Harris, observó con afectado desprecio al recién llegado.
Enigmático, Martín Zamora le sostuvo la mirada y luego, desde su altura, escupió distraídamente en el suelo. El hombrecillo de mariposas en el habla se sorprendió en medio de la penumbra y desvió la vista con rapidez hacia un periódico en el que difícilmente pudiera leer algo, pues la única lámpara de aceite que existía en todo el recinto estaba lejos de él, sobre la mesa donde el mismo comandante Pedro Ribero, un corpulento hombre rubio de treinta y cinco años, con una camisa impecablemente blanca y botas de media caña, había dispuesto una gran olla de café caliente muy cargado. Según él, era para mantener despierta a su guarnición, que entre los empleados de la misma Jefatura, cuatro voluntarios y parte de una compañía de Tacuarembó, llegaba a un total de cuarenta y seis hombres.