Al reparar en la figura fantasmal de Martín Zamora iluminada de abajo hacia arriba por la luz anaranjada de la lámpara, el comandante Ribero sonrió y lo miró con franqueza.
– Caramba, mi amigo, con esa estampa usted podría matar a unos cuantos brasileños de un susto -dijo mientras le extendía un pocillo de loza y le guiñaba un ojo.
– Gracias, comandante. Vengo a…
– Sé a lo que viene… -lo interrumpió-. Tómese un café y suba a la azotea inmediatamente. Nos veremos en un rato…
Martín Zamora vació la taza en sorbos rápidos y sonoros y se sintió mejor. Luego salió al patio, subió por la pequeña escalera de ladrillos y una vez en la azotea, caminó agachado a lo largo de la baranda de hierro, hasta detenerse detrás de un pilar esquinero que daba al frontispicio de la Jefatura.
Desde su sitio y siguiendo la misma línea oscura de la baranda, vio las siluetas de cuatro hombres armados. Estaban apostados detrás de los cuatro pilares restantes y a pesar de que nadie lo saludó ni le dedicó gesto alguno, Martín Zamora experimentó la tranquilidad de saber que estaban en la misma cosa. De pronto, el hombre más próximo salió de su mutismo y le dijo en voz baja:
– En una noche así, con que haya un poco de aire nomás, el perro trabaja bien…
Martín Zamora miró con sorpresa hacia el tipo oscuro. Ni por asomo entendió a qué diablos se refería; un chiflado tal vez, que buceando en su memoria había desembocado en un pensamiento en voz alta.
– Hombre, eso es muy cierto… -le respondió por responder, mientras se desentendía de él y se dedicaba a observar largamente la techumbre parda de la ciudad, envuelta en una oscuridad apenas lechada por la luna que en minutos se iría del cielo.
Entonces pensó que justo bajo sus pies y lejos de sospechar que alguien pudiese estar allí, encima, velando por su suerte, el inglés Harris debía estar echado boca arriba sobre el catre sin poder sumergirse en aquel sueño pesado del que hacía alarde cuando estaban juntos esperando el fusilamiento. Lo imaginaba con los ojos como platos, fijos en el techo del calabozo, con el cerebro abrasado por la idea de que nadie rejuntaría sus pedazos cuando los cañonazos brasileños comenzaran a despojar la Jefatura de aquellas paredes que se le vendrían encima como murallas desbaratadas.
“Tendrá mal fin”, pensó. “No será la voluntad del Gran Poder que el inglés muera en su cama de Gibraltar.”
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Por los alrededores nada se movía ni daba señales de vida bajo el cielo sin estrellas ni luna. El aire bochornoso de diciembre tenía gusto a la sal de los sudores y desde la altura de la azotea se olía confusamente a ropa pringosa, a bosta de caballos, a meadas de hombres y a tierra reseca.
No se percibía más que alguna lumbre de tabaco y todo lo que podía escucharse era alguna tos de trinchera, algún carraspeo o un mínimo ajetreo de vituallas metálicas, tal vez la última cucharada de fideos sobre un plato de lata o la fijación definitiva de una bayoneta al cañón de un fusil.
A Martín Zamora le costaba aceptar que la noche era como era. Desde niño y con mayor gravedad a medida que la vida avanzaba, estuviese donde estuviese, en un barrio de tres farolillos en Algeciras o sobre la cubierta del barco a merced del océano o en las llanuras interminables de Río Grande del Sur o sobre un techo de Paysandú, en cualquier parte del mundo la noche le daba igual. Le resultaba tenebrosa, oscuramente hostil, para nada romántica o ilusoria o provocadora de canciones, nada; penosa de temible se le hacía. Hasta recordaba sensaciones de refinada y ominosa endiablez, cuando medroso de las tormentas oprimía su guitarra contra el pecho y tocaba un fandango inseguro, ríspido, para los hombres del tuerto Laurindo José, aquellos compañeros de malandanzas. Lo recordaba todo traicioneramente cerca y se veía a sí mismo y a Hermes Nieves y al llagado Hincuta y al mismo tuerto de parche en el ojo, a todos, ocultando el miedo profundo y jamás dicho provocado por las noches sin estrellas ni luna, sobre todo cuando se hacía el trueno prolongado, latente y desparejo de poder, arrastrado por alguien o por algo sobre un cielo que se adivinaba pedregoso, emplomándose sobre hombres y caballos apretados, cobijados unos en otros, cada vez más conscientes de esa frágil soledad animal que sobreviene cuando se está lejos, ya no de casa, sino de toda vivienda humana. Y era entonces cuando de pronto a él se le formaban dos tormentas, una en las cuerdas de la guitarra y la otra a sus espaldas, por el inmenso espacio inexistente, la intangible pradera oscura en derredor, arriba y abajo; más arriba que abajo. La tormenta que venía en las cuerdas sonaba recio y la otra sonaba encapotada, a punto de derrumbarse sobre el todo oscuro, como un toro, plenamente negro. El viejo panadero Crispín Zamora le recriminaba a él, muchacho endeble tras las viejas murallas de Castellar Andalucía, su temor a la oscuridad y le decía, casi a gritos le decía: “Basta, hijo, cambia esa mirada de maricón, que todos los que tienen mala conciencia le temen a la noche y a las tormentas, pues se les antojan llenas de asechanzas”. Y el miedo menguaba y luego se le iba. Sentía la mano del viejo en la suya y se le iba. Pero eso era cuando el viejo Crispín Zamora andaba en las inmediaciones. Ahora no se lo veía por ningún lado, tampoco lo sentía.
Era evidente que el plazo había llegado a su fin y que dentro de un perímetro de dos mil metros a la redonda de la plaza de la Constitución se extendía, como una peste del espíritu, esa intuición colectiva insoportable de que detrás de cualquier punto de la inmovilidad absoluta, está escondido un ser humano con la feroz idea fija de sobrevivir a los demás.
Por fin, a las cinco de la madrugada los alrededores comenzaron a siluetearse con la claridad de un dibujo y a refrescarse con una de esas brisas muy suaves que suelen moverse desde el río, instantes antes de que el sol comience a cocinarlo todo.
Martín Zamora pensó que en cualquier instante sobrevendría el primer cañonazo proveniente de la escuadra, aunque a su juicio era más probable que la descarga inicial fuese disparada desde la vivienda del legendario general Servando Gómez, muerto hacía años y sin parentesco alguno con Leandro. Aquella vieja casona estaba ubicada a unas doce cuadras de la plaza en dirección al este de la ciudad, y en las últimas horas de la tarde se habían visto llegar hasta allí y tomar posiciones con movimiento de ratones rápidos, a muchos hombres de la vanguardia de Venancio Flores.
Y no se equivocaba. Hacia el este, se olía 1a muerte.
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En el preciso instante en que el coronel Leandro Gómez llegó a la plataforma del Baluarte de la Ley con la espada desenvainada en una mano y el estandarte nacional en la otra, a menos de un quilómetro de distancia el general Venancio Flores montado a caballo observaba el horizonte por donde aparecería el sol en los próximos minutos.
Cuando consideró que el momento había llegado, recorrió con su mirada las formaciones de sus tres mil hombres y los seis cañones rayados apostados a unas veinte cuadras de las poblaciones, levantó su mano derecha y la mantuvo en alto durante treinta larguísimos segundos.
Inestables y nerviosos sobre sus cabalgaduras, los oficiales del ejército del Brasil al mando del general Souza Netto, desplegados a unos trescientos metros del general colorado, esperaban a que los nacionales iniciaran el bombardeo, para luego apoyar el ataque a sui modo.