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Y por una de las ventanas verdes se vio saltar hacia la calle a un hombre moreno, fornido y furibundo, que señalaba a Pedro Ribero sobre los techos y ordenaba a los alaridos a los hombres a su cargo:

– ¡Tiren al de blanco, carajo! ¡Bajen al de blanco!

Entonces Martín Zamora asomó la cabeza, apuntó con tranquilidad a la base del cuello y lo convirtió en su primer muerto.

52

Los hombres del Batallón Defensores se congregaron en columna cerrada en el centro de la plaza de Constitución, tirando al azar hacia la humareda de las bocacalles, mientras algunos oficiales con las rodillas flexionadas como si estuviesen soportando pesadas bolsas de harina sobre sus espaldas, buscaban desde sus miradas sombrías algún punto definido hacia donde ordenar el tiroteo. De pronto, de arriba hacia abajo se abrió una terrorífica brecha azul en la cortina de humo sucio y en un instante una sola bala de cañón convirtió un grupo de once hombres del batallón en un montón informe y sin vida, mientras el resto afortunado corría en desorden a cobijarse dentro de la iglesia.

Al mismo tiempo, otra bala hizo saltar en pedazos la garita situada en la puerta del cuartel de Guardias ¡Nacionales. Y cuando todos creían que el centinela resguardado allí había sido aplastado por el cañonazo, se le vio emerger tiznado en medio de la polvareda, dejar el fusil apoyado en la pared del cuartel y con los brazos en alto gritaba con euforia desatada, mientras miraba a uno y otro lado con la desorientación errática de un ciego reciente:

– ¡Estoy vivo, carajo, estoy vivo!

Pocos minutos después, una bala de grueso calibre disparada por una de las cañoneras del río perforó violentamente las dos gruesas paredes del Baluarte de la Ley, como si se tratase de una horma de queso.

Sorprendido, el coronel Gómez sintió que el piso temblaba bajo sus botas y observó que allá abajo muchos de sus hombres señalaban alarmados hacia el boquete, pues al instante comprendieron que si el cañonazo hubiese dado unas pulgadas más abajo, las municiones se habrían incendiado y el torreón habría volado por los aires con Estado Mayor incluido, ofreciendo un espectáculo memorable para los artilleros de las fuerzas del río.

– Es imposible que no haya una segunda bala… -dijo el Coronel, mientras bajaba trotando por la explanada, como empujado por una fuerza invisible hacia el lugar de los daños.

Cuando observó el ominoso boquerón en el muro, el coronel Gómez se volvió al capitán Alarcón y le ordenó que identificara un lugar seguro en las cercanías para trasladar las municiones.

– Es imposible que no haya una segunda bala… -volvió a repetir el Coronel mientras volvía a trepar por la explanada. Cuando llegó arriba vio que el comandante Braga resoplaba y recargaba su fusil, mientras el mayor Larravide bajaba y subía el catalejo observando en dirección al puerto, moviendo a un lado y a otro su cabeza como si algo en todo aquello le resultase increíble.

– Se vienen, mi coronel… -dijo mientras le pasaba el catalejo-. Pero por lo que veo, les va a ir como la mierda, porque aquí hay algo raro…

El jefe del Detall no se equivocaba. A lo lejos, unos cincuenta hombres avanzaban por el camino del puerto con la intención de desembocar directamente en la calle Real y se acercaban peligrosamente hacia el cantón defendido por los veinte hombres del comandante Silvestre Hernández, hasta entonces empeñados en espaciar sus tiros sobre las elevaciones de Bella Vista.

De repente, al ver que ninguno de los defensores de aquel punto disparaba contra la columna que en pocos minutos cruzaría frente a ellos en dirección al Centro, el coronel Gómez cayó en la cuenta de lo que estaba ocurriendo. Se dirigió a Braga y le pasó el catalejo:

– ¡Mire y dígame qué ve, comandante!

Braga miró en aquella dirección y lo que vio lo dejó estupefacto: aquellos hombres llevaban el uniforme de la compañía del Primer Batallón de Cazadores y guardaban todo el aspecto de retornar vivos de una incursión contra las filas brasileñas. Sin embargo, quien iba al frente no era el comandante que todos conocían, el joven capitán Adolfo Areta, sino uno de los oficiales del general colorado Gregorio Suárez.

– ¡Parecen Cazadores, comandante! Pero… los nuestros no se han movido de la defensa…

– Exactamente. Se vienen disfrazados y han engañado a Silvestre Hernández… -confirmó el coronel Gómez, mientras se volvía a Larravide-. Mayor monte a caballo y avísele de qué se trata…

– ¡Ya mismo, coronel! -y mientras bajaba rápidamente por el terraplén fusil en mano hacia la enramada de los caballos, el mayor Larravide se burlaba del general Goyo Suárez y sus hombres disfrazados:

– ¡Pero a quién vas a joder que sos mujer con la bragueta pa' atrás…!

53

Con los fusiles listos, los cincuenta soldados presididos por un mayor y un capitán avanzaban con paso rápido y resuelto por el camino del puerto. Luego tomaron por la calle Real en dirección a la plaza de la Constitución y al aproximarse al primer cantón, el comandante Silvestre Hernández, apostado en la ventana alta de un altillo, reconoció el uniforme de los Cazadores y se quedó observándolos con curiosidad.

Cuando faltaban apenas unos cien metros para que desfilaran bajo sus ojos, el mayor Larravide apareció al galope por la calle lateral y haciendo sentar el caballo antes de la esquina, echó pie a tierra y no demoró en llegar al lado de Silvestre Hernández, un hombre alto y con aspecto de garza, que vigilaba la calle con el fusil apoyado en el pretil de la ventana.

– ¡Comandante, abra fuego contra la fuerza que está entrando!

– ¿Cómo dice? Son de los nuestros, mayor…

– Es una trampa, son hombres de Goyo Suárez. Ningún cazador del capitán Areta ha salido de la plaza.

– ¡Hijo de perra!

Entre avergonzado y enfurecido, Silvestre Hernández sacó una pierna por la ventana, después la otra y sin dudarlo saltó con el fusil en la mano los tres metros que lo separaban del suelo. De pie sobre la vereda, era realmente una garza.

Con rapidez, pero sin dar muestras de alarma general, entre él y Larravide distribuyeron a los hombres por el cantón, de manera que pudiesen dirigir una balacera frontal sobre el batallón que se aproximaba con las armas preparadas.

Con los fusiles apoyados en las aspilleras, los defensores de la calle Real esperaron a que los falsos cazadores estuvieran casi sobre ellos.

El rostro del hombre garza relumbraba en sus propias aguas y las gotas de sudor caían una tras otra sobre el martillo del fusil. Estaba enfurecido.

– Carajo, los estragos que hubieran hecho esos payasos… -dijo.

Sin mirar a Silvestre Hernández, pero adivinándolo cocinado igual que él a un par de pasos a su izquierda, el mayor Larravide trazó una raya imaginaria treinta metros adelante y apenas la primera línea de soldados colorados la pisaron sin saberlo, dio la orden que todos esperaban:

– ¡Fuego!

La descarga impactó en rojo y de frente sobre pechos, piernas y cabezas. La mitad de los hombres del batallón cayó como un grupo de muñecos de trapo, mientras el resto se desbandaba a la carrera hacia las últimas bocacalles, dejando atrás a su capitán malherido, un hombre moreno y de calva relumbrante como un espejo oval, que se arrastraba penosamente sobre sus brazos con la evidente intención de llegar a la esquina.

Uno de los hombres de Hernández saltó hacia la calle, alcanzó al oficial y en un principio, por el apronte que se le vio hacer, pareció que le iba a disparar en la espalda. Sin embargo, antes de que el infeliz voltease la cabeza para mirarlo, optó por ahorrar la bala, invirtió el fusil y descargó sobre su cráneo brillante un culatazo que le desbarató los días siguientes de su vida.

El hombre garza se irguió, se quitó el sudor de los ojos y dio la orden de despojar a los muertos y heridos de armas y municiones y llevarlas de inmediato a los puestos de las trincheras.