Cuando el mayor Larravide montó a caballo para volver al baluarte de la plaza, aquel asunto lamentable había terminado.
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A las once de la mañana, agobiado por el calor que le empapaba la cara y el cuello, el coronel Leandro Gómez se quitó la chaqueta y el quepi, dejó las prendas a un lado y desde la altura recorrió cuidadosamente el perímetro de la plaza asediada por las descargas. En el centro la estatua de la Libertad aparecía y desaparecía desdibujada por el humo y entre los nubarrones ceniza de las andanadas, podía ver al coronel Lucas Píriz aullando órdenes de un extremo a otro de la línea de fuego.
– No entiendo… -admitió el Coronel mirando al comandante Raña, desconcertado por la revelación -. El ataque de Flores es descabellado…
– Si siguen así, se hará el milagro. Podremos resistir hasta que llegue el general Sáa -dijo Raña observando que los sitiadores caían unos sobre otros, torpemente, en cada intento.
Si se observaban los ataques con detenimiento, resultaba evidente que para avanzar por las líneas norte y oeste de la ciudad, los altos mandos del enemigo no habían previsto detener el fuego de su artillería de tierra ni tampoco el bombardeo de la escuadra del río y lo que parecía peor aun, atacaban sin tener idea de la disposición y naturaleza de las defensas, sin cargar con tablones o escaleras para echar sobre los fosos y cruzarlos, sin escalas para subir las trincheras ni otros útiles y materiales indispensables para emprender un asalto y tomar una plaza.
En columnas cerradas se metían en todas las calles de la población, pero no demoraban en ser barridos por los fuegos de artillería o por la fusilería de los francotiradores que aparecían en los sitios más inesperados, pues para moverse con rapidez y a cubierto a través de manzanas enteras, habían tenido el ingenio de abrir boquetes y portillos en las casas y en los muros de la vecindad. Por otra parte, la mayoría de los gigantescos proyectiles de la escuadra de Tamandaré parecían dirigidos por artilleros tuertos, pues unos pasaban demasiado altos y otros no llegaban a las trincheras, causando estragos irreparables en las mismas filas de los asaltantes.
– No puede ser más desventajosa la situación del enemigo -comentó el coronel Gómez encaminándose de pronto explanada abajo-. Comandante Raña, hágase cargo. Iré yo mismo a ordenar que nuestros hombres reduzcan los tiros a la mitad…
Cuando llegó a la enramada de la esquina sur d^ la plaza donde estaba su caballo, el Coronel observó que a unos cinco metros de distancia el capitán Clavero hacía fuego con su carroñada, con tanta mala suerte, que al primer tiro el cañón se desmontó violentamente y de paso dejó fuera de combate a dos de sus artilleros.
Antes de emprender el galope, el coronel Gómez se detuvo frente al cuadro desolador y tratando de arrancar de su estupor al oficial humillado, le dijo con el tono de una comprobación triviaclass="underline"
– Capitán, usted ya no es más artillero. Ahora es infante. Ocupe con los seis soldados que le quedan la tronera de la trinchera y empiece la batalla otra vez…
55
La columna de infantería brasileña, recién desembarcada en el río, avanzaba confiada y soberbia con tres banderas imperiales desplegadas, una banda de músicos negros a la vanguardia y las armas terciadas a discreción. Marchaban directo a la plaza por la calle del norte y hacia la esquina del caserón de la viuda de Paredes, una mujer perturbada, enérgica como tres hombres, dulce como una abeja y negada a la guerra desde el primer día. Y mientras ella preparaba pacientemente en la cocina una gigantesca olla de puchero de carne, papas, zapallos y cebollas para la tropa como si se tratase de un mediodía cualquiera de un diciembre cualquiera, dos artilleros apostados frente a la puerta de su casa enfilaban cuidadosamente el cañón de a seis para descargarlo en fuego oblicuo cuando llegase el instante. Sobre ellos, a tres metros de altura y en el mismo ángulo de tiro, otros cincuenta hombres ocultos en las troneras del caserón de la viuda esperaban a los infantes del Brasil.
Agobiada por una sucesión de defensas disimuladas, aquella columna imperial recibiría el fuego graneado de la primera trinchera, el fuego oblicuo desde las troneras de la viuda y el fuego del Cuartel de Artillería y de la iglesia en construcción, donde se había situado la mayor parte del Batallón Defensores.
Cada pocos segundos, con la espada desnuda en una mano y las riendas tirantes en la otra, el coronel Leandro Gómez mantenía su caballo en tensión a fuerza de talones de bota, haciendo que una y otra vez el animal asomase y se ocultase, retrocediendo y apareciendo medio cuerpo afuera sobre la esquina del caserón.
A sabiendas de lo difícil que resultaba contener los nervios y la furia de su gente, el Coronel insistía con firmeza en que nadie disparase un solo tiro hasta que no se escuchara el primer estampido de la pieza de a seis, cargada de metralla hasta la boca y enfilada como una cuña hacia el centro de la tropa enemiga.
Dispuestos en un gran semicírculo embozado entre boquetes, troneras y trincheras, trescientos hombres con los fusiles apuntando a los pechos de los imperiales, aguardaban con incontenible ansiedad la señal del cañón y muchos de ellos se quejaban en voz baja de aquella eternidad asolada por el ritmo escandaloso y festivo de los músicos africanos.
“¡Cuánto tarda ese maldito cañón! ¡Cuánto tarda!”, se quejaban sobándose las muñecas o los pescuezos enrojecidos.
Sin embargo, el coronel Gómez tardó lo que se le antojó que debía tardar.
Esperó hasta darse el gusto de ensayar una mueca de aprobación, cuando vio que los brasileños ingresaban alegremente a la cuadra de la trinchera como si se tratase de la mismísima gloria, hasta quedar a los pocos pasos bajo todas las miras ocultas en el perímetro dispuesto.
Entonces sí, girándose bruscamente sobre la montura, el Coronel gritó muy bien gritado por encima de aquella música metálica y ríspida, una palabra caliente y sola, de garganta lacerada por otros gritos idénticos del día:
– ¡Fuego!
Al instante se escuchó el cañonazo convenido. Y tras él, los fusiles estallaron en una descarga furiosa, trescientas fumarolas individuales que empujaban el aire hacia adelante, hasta fusionarse en una sola nube densa que ahogó a los músicos negros que caían enredados entre los trombones, los redoblantes y los clarinetes en un triste estruendo de armas inútiles, mientras la interminable balacera pasaba a través de los virtuosos para llegar de lleno hasta el grueso de sus compañeros de infortunio.
Repentinamente se detuvieron los fusiles y por 10 de esos extraños artificios de la gigantesca batalla se desplegaba en los alrededores, se hizo el silencio. Un absoluto silencio de varios segundos, un tiempo callado en el que solo se escucharon las últimas toses decrecientes de los agónicos y en el que algunos aseguraron que el Coronel miró fastidiado hacia abajo, reprobando el bordoneo fastidioso de un tábano que insistía sobre el pecho de su caballo herido.
Cuando se disipó el humo, el tortuoso tendal de cadáveres brasileños obstaculizaba los ojos de los defensores en temible premonición de podredumbre.
Mientras unos pocos sobrevivientes se perdían hacia el bajo por donde habían llegado, arrastrando sobre la tierra seca y revuelta la única bandera que había quedado intacta.
De pronto, detrás del cañón recalentado, la puerta del caserón se abrió de par en par y la morisca viuda de Paredes, ni encorvada ni triste, apareció bajo el acribillado marco de madera con un cucharón que chorreaba caldo caliente de puchero en su mano derecha.
– ¡A comer, hijos, que la comida está lista! -gritó hacia la calle, hacia el centenar de hombres que la miraban con la boca abierta.
En ese instante, el coronel Lucas Píriz, con la cabeza vendada en rojo y las ropas cubiertas de polvo y cal, apareció a caballo pidiendo a gritos el auxilio del cañón para las trincheras del oeste, pero se detuvo estupefacto al reparar en la figura de aquella mujer negada a admitir la guerra.