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En Paysandú a un brasileño

ahorcaban por delincuente

y decía su mujer

y decía su mujer:

Nao tenha pena Vicente,

semos a seis de diciembre

e ainda podría ser

e ainda podría ser

que la soga se reviente…

60

8 de diciembre

Faltando poco para las cuatro de la madrugada del ocho de diciembre, Mercedes, la menor de las hijas de Leticia Orozco, subió a la azotea de la Jefatura para llevar un jarro de café a Martín Zamora y lo sorprendió hablando solo en una de las troneras, mientras su vista sobrevolaba lo que podía verse de los alrededores, deteniéndose en los hombres ocupados en enterrar a los muertos o en los últimos aprontes para asaltar la casa de la familia Ribero ocupada por algunos individuos del Batallón Florida del ejército de Venancio Flores.

– ¿Tienes hambre?

Él negó con la cabeza y miró con atención a la muchacha que le extendía el jarro de café. Se entretuvo un instante en observar su brazo delgado en la penumbra y pensó que se trataba del primer gesto bondadoso, explícitamente fraterno, manado de las entrañas de un día entero de guerra. Entonces aceptó el jarro que ella le ofrecía y en el paso de una mano a otra percibió la piel áspera y seca de sus pequeños dedos. Ella también había tirado y matado a lo largo de la última tarde, pero no le hizo comentarios al respecto.

Mientras sorbía el café poco a poco, ella se sentó muy próxima a él, con la misma confianza de quien resucitado a su lado por lo menos tres veces en el día, y de pronto, sin reparos, le preguntó a quién, dentro de su mente, le había estado hablando en la oscuridad.

Él sonrió, dando a entender que no había por qué temer, que todavía no lo habían enloquecido las balas.

– Sólo estaba pensando y hablé antes de saberlo. El sueño no se lleva bien con la guerra…

– Es un milagro que estés vivo… -dijo ella.

Y luego de un silencio, volteando su cabeza hacia los ocho cadáveres alineados al otro extremo de la azotea y que aún esperaban por la paz del sepulcro, agregó:

– Mientras estaba en la cocina preparando café, el comandante Ribero habló de ti. Le dijo a Aberasturi que los andaluces tienen un ángel que los protege de la muerte. Dijo que los brasileros te perdonaron la vida, que Hermógenes Masanti te libró de ser fusilado, que dos veces fueron sustituidos los defensores de la azotea y en las dos veces el único sobreviviente has sido tú. Dijo que…

– Patrañas, puras patrañas… -se fastidió él, pensando que también se había salvado de Jeremías el Corto en los muelles de Algeciras, pero aun así lo había perdido todo.

– ¿Qué dices?

– Que me da en los cojones eso del ángel. ¿Y qué pasa contigo? ¿Se ha olvidado el comandante Ribero de tu ángel? Pues el día entero te has pegado a mis pantalones y has tirado como ningún hombre. Ya lo veis… -dijo señalando a los mismos muertos.

Ella permaneció callada y él, en un breve gesto abarcador, trató de penetrar la noche al otro lado de la calle. Los asaltantes que se habían apoderado de la casa de la familia Ribero aún permanecían allí y nadie comprendía por qué no la habían abandonado.

– Deberíamos bajar y aprontarnos para el ataque… Aunque me vendría bien una cama -bostezó Martín Zamora, extendiéndole el jarro vacío y poniéndose de pie. Le dolían los huesos de los golpes violentos que se había dado contra el suelo y el muro apartándose de la balacera continua.

– ¿Tienes cama allá en tu tierra?

– Sí que tengo… -contestó él muy tranquilo sin que la pregunta le pareciese una tontería. Recordaba un camastro de madera tallada por el viejo Crispín Zamora, su padre, una cama despareja, noble, creada expresamente para su nacimiento y demasiado corta a los trece años, aunque él jamás la abandonó por más que a los veinte se veía obligado a dormir plegado, dejando las rodillas huesudas hacia el abismo-. Me la haces recordar, mujer. Y era bellísima, una cama en la que uno podía meterse en una calma jubilosa…

– Entonces tienes familia allá en tu tierra…

Desde su imprudente altura, estirado largamente sobre las troneras del techo, Martín Zamora se quedó mirando aquellos ojos de eterna noche azul y con la invariable expresión de estar dando la bienvenida a alguien invisible. Y negó con su cabeza. Dos veces lo hizo.

– No creo. Ni en aquella tierra ni en esta tierra… -dijo mientras bajaba la escalera de ladrillos.

Cuando entraron al patio de la Jefatura se encontraron de buenas a primeras con un caballo tordillo de gran alzada, herido de lado a lado en los encuentros con una bayoneta y rodeado de cuatro hombres empeñados en coser el extenso tajo.

– Es el caballo del coronel Gómez y él no sabe todavía que está vivo… -explicó ella.

Martín Zamora se sobresaltó. Al otro lado del patio, entre los escombros, veía la mitad de una pared de la que colgaba el marco de una reja retorcida y más allá el descampado que no debería verse, pues allí debía haber otra pared. El calabozo no había sobrevivido a las bombas de la tarde.

– ¡Por Dios! ¿Sabes tu qué le ocurrió al inglés Harris?

– Es posible que esté bajo los escombros o que se haya pasado al enemigo, vaya a saber…

– No creo que sea tan cabrón…

– ¿Es cierto que era un espía de Mitre?

– Lo enviaron a eso, pero no por vocación de espía sino por castigo a sus malandanzas en Buenos Aires. Sin embargo, en las mazmorras se conoce a la gente y a mi juicio era un buen hombre con épocas de honor… pero con mala suerte.

– ¿Como tú? ¿Es cierto eso de que eras un cazador de negros?

– Mira, niña, en la casa de mi juventud nadie creía en los esclavos, ni mi padre ni mis hermanos ni yo mismo. Pero la imprudencia me llevó adonde no quería ir y me obligó a compartir las maldades de otros hombres. He visto mucho dolor, niña. Y tengo el presentimiento de que lo seguiré viendo, por lo que harías bien en ponerte a buen resguardo en la isla del río.

– ¿Piensas que haría eso? -saltó ella excitada por la molestia -. ¿Me ves capaz de sentarme en la orilla de enfrente y bordar rococó mientras arde mi pueblo bajo el azul de diciembre? ¿Lo crees?

Él sonrió desprovisto de resistencia, mientras la miraba descaradamente de arriba abajo.

– No, niña… No lo creo -dijo.

61

Mientras se quitaba las botas para descansar los pies enrojecidos en una palangana de agua fría, el comandante Pedro Ribero, con su camisa blanca hecha jirones, le comentó al capitán Adolfo Areta que la casa ocupada por el enemigo era una costosa fanfarronada y que la acción no tenía otro objetivo que el de amedrentar a los sitiados y facilitar la vuelta del grueso del ejército apenas se hiciera la luz del amanecer. De modo que contaban apenas con media hora para hacerlos retroceder.

Los responsables de desalojarlos serían los hombres del batallón Defensores y algunos Cazadores del capitán Areta, un muchacho realmente temerario pero con la extraña debilidad de no soportar la visión de los ojos abiertos de los muertos así fuesen del enemigo, pues afirmaba que no había nada más temible para un hombre que sentirse indefenso en medio de una pesadilla.

Cuando vio que el joven capitán terminaba de pasarse un paño mojado por el cuello sudoroso y tiznado para marcharse, Martín Zamora se apresuró a terminar su plato de polenta, lo dejó a un costado de la mesada de la cocina y se lo agradeció en voz baja a Mercedes que aún lo observaba con la expresión de quien todavía tiene preguntas por hacer.