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– ¿Volverás a la azotea? -preguntó ella en voz baja viendo que tomaba el fusil recostado a la pared.

– No, niña. Esta vez me encargaré de la casa de frente…

Cuando ya iba a trasponer la puerta, la muchacha se le aproximó enojada y con los dientes apretados le prensó el brazo del fusil con sus deditos firmes como garras.

– Vamos, Zamora… Déjate de joder con llamarme niña a cada paso. Mi nombre es Mercedes y es nombre de mujer, ¿me oyes?

– Vale… Promesa que al volver, te llamaré Mercedes.

62

En la oscuridad de la madrugada y sin ser vistos por nadie, entre dos hermanos de apellido Warnes y Martín Zamora, lograron llevar el cañón de a ocho hasta el interior de la casa vecina a la Jefatura. Entraron por los fondos, atravesaron las habitaciones de paredes desoladas de las que aún colgaban algunos retratos de viejos patriarcas perdidos y entre los tres lograron colocarlo convenientemente dentro del zaguán. Lo ubicaron delante de un gigantesco cristalero cargado de copas y platos de porcelana y detrás de las dos hojas cerradas de la puerta de calle.

Mientras uno de los artilleros acondicionaba el portamechas para dispararlo, Martín Zamora abrió la mirilla de la puerta y miró afuera con precaución, la suficiente como para asegurarse de que habían apostado el cañón casi en línea recta frente a la entrada de la casa ocupada al otro lado de la calle.

En voz baja, mientras calzaba la bayoneta al fusil, pidió a los Warnes que le diesen un par de minutos para rodear la casa y sumarse a los hombres del capitán Areta que esperaban en la esquina. Los dos hermanos apenas podían con la excitación. Hicieron sus gestos de asentimiento, uno detrás del cañón, el otro detrás de la puerta. Zamora desapareció y poco después, agazapado junto a otros seis cazadores, ya estaba recostado a la pared esquinera de la casa a la espera de que se procediera a la señal convenida.

Al otro lado de la calle, la casa umbrosa de don Maximiano Ribero y padre de todos los Ribero, no denotaba la menor intranquilidad. En realidad era un caserón tan grande y estratégico que si lo dejaban en poder de los sitiadores, lo convertirían en cuartelillo en pocas horas si es que no lo habían hecho ya, pues compuesto de dos cuerpos contaba con un almacén, dos galpones con cocheras, caballerizas al fondo y las mismas habitaciones de la familia Ribero sobre la calle 8 de Octubre.

Al fin, la puerta se abrió abruptamente de par en par y el cañón oculto en aquella otrora penumbra preambular de un hogar apacible rompió el fuego, trepidó violentamente la construcción entera y la mampostería de yeso del techo se derrumbó sobre el cristalero, haciéndolo estallar como uno de esos últimos sueños de familia de ver a todos los tíos reunidos un domingo al mediodía.

La bala pulverizó la puerta de la casa ocupada, al mismo tiempo que los soldados del capitán Areta se lanzaban a la acera de enfrente, saltaban por las ventanas y llevaban el ataque a bayoneta hasta las mismas camas donde se habían echado a descansar los sitiadores.

Martín Zamora ingresó al interior del primer cuerpo de la vivienda por el hueco de la puerta volada, casi detrás de la bala del cañón, y su primera acción fue enterrar sin piedad la bayoneta en el pecho de un robusto y veterano capitán de cabellera blanca, sin tiempo a levantarse de la mesa donde reposaba su carabina y donde alguna vez, a la luz de un candelabro, habían transcurrido las serenas cenas de la familia Ribero.

La sorpresa fue comprobar que el muerto no había estado solo en la tarea de beberse el licor de la casa. A su lado, aferrado a la silla y paralizado por la terrorífica embestida, estaba el doctor Luca del Piero, el director de Il propagatore italiano, el histérico hostigador de la agonía de Hermes Nieves, el puntilloso abogadillo de mariposas en el habla a quien apenas tres días atrás los testimonios de Martín Zamora le corroían los nervios y que en algún momento de la última noche, debió suponer que para cambiar de vida le bastaba con cruzar la calle y asilarse en pocos días en la bohemia vacuna de Buenos Aires.

– ¡Quédate donde estás, maricón! -le gritó Zamora, mientras saltaba hacia la cocina de la casa y de ahí al patio de las cocheras. Y entonces, de buenas a primeras, se encontró frente a Raymond Harris atareado en amarrar de pies y manos sobre una pila de leña al guardia aindiado del calabozo, quejoso y herido en una pierna por un balazo del inglés.

– ¡Pero si es mi amigo Harris capturando a un traidor…! -gritó Martín Zamora con la alegría de quien encuentra a un sobrino perdido hace mucho tiempo, mientras arrastraba sin miramientos al desertor hasta la calle, justo en el momento en que el capitán Areta y cuatro hombres poseídos por el entusiasmo creciente de los cazadores que han realizado una captura inmensa, aceptaban la rendición de tres soldados del Batallón Florida, mientras que otros dos que se negaban furiosamente a someterse, caían muertos a bayonetazos al instante.

Antes de abandonar la casa, Martín Zamora volvió a la mesa del comedor donde yacía muerto el capitán colorado de cabellera blanca y se llevó su sable intacto y limpio como trofeo.

De inmediato apareció el comandante Pedro Ribero, apostó centinelas en el lugar y exploró a continuación la casa conquistada, desde el almacén hasta las caballerizas del fondo. Se hallaba abarrotada de armas, piezas de equipo y alimentos en abundancia, toda una evidencia de que los sitiadores habían elegido aquella casa como una avanzada estable para golpear el centro le la ciudad.

Una hora después del amanecer, mientras la guarnición se ocupaba en reparar con bolsas de lana y colchones los estragos causados en el Baluarte de la Ley y en los parapetos cercanos, los dos desertores tomados prisioneros en la casa de Ribero fueron conducidos unos veinte metros fuera de las defensas próximas a la Jefatura y sentados al rayo del sol con las manos atadas a la espalda en un par de sillas desvencijadas.

Frente a ellos, cinco hombres formados y con las piernas abiertas esperaban con los fusiles apuntando al suelo.

En un extremo de la trinchera, el capitán Areta observaba la escena con las cejas forzadas y los labios apretados, hasta que desenvainó la espada y la mantuvo en descanso recostada a su bota.

Unos metros atrás, Martín Zamora y Raymond Harris fumaban en silencio sin perder de vista las expresiones de los dos hombres sentados por última vez en medio de los mortales. Era una escena realmente triste.

– Toda una bendición… -murmuró el inglés en voz baja para sí y para Martín Zamora.

– ¿A qué se refiere, hombre?

– A que no seamos nosotros los que estemos en esas malditas sillas… ¿O no le parece una bendición?

Martín Zamora no dijo nada.

Enfundado en un ajustado traje negro que hacía resaltar su camisa amarilla y el fino lazo de terciopelo alrededor del cuello, el abogadillo del Piero mantenía una sonrisa confiada y decididamente estúpida, como si considerara que todo aquello era una farsa o que los hombres que tenía delante eran incapaces de un acto de inhumanidad para con él. A su lado, el carcelero aindiado, abrillantado de sudor, había inclinado la cabeza y bajado los párpados, tal como era su costumbre cuando montaba guardia en un día de tranquilidad.

Sin perder más tiempo, el capitán Areta subió y bajó su espada en dos movimientos perfectos y de inmediato sus hombres levantaron los fusiles, apuntaron a los pechos y dispararon en el preciso instante en que la escuadra del río reanudaba el feroz bombardeo sobre la ciudad, tal como si el Barón de Tamandaré hubiese pretendido evitar el fusilamiento.

63

9 de diciembre

Justo al mediodía, repentinamente y sin ninguna explicación, los buques brasileños suspendieron el fuego de sus cañones, dejando que el humo desordenado y la quietud flotaran sobre la pequeña ciudad calcinada por el sol de diciembre.