Paysandú estaba en ruinas, pero había resistido.
– Es evidente que el gran bandido ha decidido almorzar en silencio… -dijo Raymond Harris recostado a la pared de la trinchera y sombreado por las hojas de una rama cortada de paraíso.
Tenía el fusil descansando sobre las rodillas, apenas tibio por la única bala disparada sobre un brasileño enloquecido que se lanzó al asalto a media mañana, tal vez con el ánimo imprudente de impulsar a sus camaradas a que lo siguiesen y terminar de una buena vez con aquel proyecto de destrucción que sus jefes, desde la umbrosa frescura de las carpas distantes, ordenaban sin experimentar ni por asomo los regustos del miedo y el hedor de los despojos.
Apoyando el fusil en el talud de la trinchera, el inglés centró la mira un palmo por encima del cinturón blanco, le permitió acercarse hasta que estuvo peligrosamente cerca y al final lo desplomó en plena corrida. El muchacho quedó tendido sobre la calle y a menos de un par de metros de su objetivo, con uno de esos balazos en el corazón que hacen que la gente quede tumbada en una postura que se parece mucho a la del sueño.
– Apenas un chaval… -se lamentó Martín Zamora, analizando el desconcierto que aun habitaba en aquellos ojos fijos y vencidos, suspendidos en algo que parecía tener muy cerca.
Raymond Harris se dejó caer al fondo de la zanja y recobró la rama de paraíso que lo protegía del sol con su entretejido de pequeñas hojas amargas. Uno de los hombres de Areta le ofreció un tabaco y él aceptó.
– Olvídese de la edad del enemigo… Usted mata un fusil, no un muchacho… -dijo el inglés levantando la cabeza hacia Martín Zamora, quien vigilaba arriba y continuaba observando, obsesionado, la juventud del muerto.
Aquella fue la única acción defensiva de la mañana, pues nadie, por orden del coronel Gómez, había disparado un solo tiro a partir del amanecer. Los sitiadores, a diferencia del día anterior, por escarmiento o por tardía perspicacia de los estrategas, se habían avivado y permanecido entre las construcciones más alejadas de la plaza de la Constitución, fuera del alcance de la fusilería de la defensa.
No obstante, las razones de aquel extraño alto el fuego no demoraron en darse a conocer. Una hora más tarde, mientras aprovechaba la situación para hacer una visita a los heridos del hospital de sangre, el Coronel Leandro Gómez recibió la imprevista visita de Fernand Olivier, el capitán de la fragata Décidée.
El oficial francés ingresó por la puerta principal de la vieja escuela pública y quedó petrificado, en completo silencio, ante aquella masa de despojos enrojecidos por las mutilaciones atroces, todos hacinados entre los hedores indescifrables que el cloroformo no lograba disolver.
Esperando a que se mostrara más recompuesto, el capitán Hermógenes Masanti se demoró mirando más allá de las últimas camas y al fin, cuando le escuchó decir sin brusquedad, con voz moderada y ronca, Mon Dieu!, invitó al recién llegado a que caminara hasta el otro extremo del pabellón, donde se había improvisado para el médico, las enfermeras y los implementos de farmacia y cirugía, un apartado con sábanas blancas que aún mantenían las iniciales bordadas de dueños recién casados.
Allí encontraron al coronel Gómez conversando con Vicente Mongrell, un médico valenciano con la costumbre de fumar sentado a horcajadas en las sillas, con su túnica salpicada de manchas carmesí y el vello de las muñecas adherido a la piel por los cascarones de sangre ajena. Visiblemente aturdido por aquella atmósfera de olores a medicinas nefastas, de quejidos incontrolados y de súplicas por seres queridos que jamás llegarían, el oficial francés le solicitó al Coronel un instante a solas para hablar.
Mientras apagaba el cigarro bajo su botín negro y opaco, el doctor Mongrell, desde su íntima e insondable fatiga, despidió con un gesto de aventar moscas al francés y le dijo con acritud:
– Cuando vuelva al río, capitán, dígale a ese mono del Amazonas que haría muy bien en ahorrarme este suplicio con un par de cañonazos más certeros…
El Coronel tomó al marino con levedad por el codo y lo condujo hasta el aire espeso y caldeado de la puerta de calle, donde esperaban el teniente coronel Belisario Estomba, el mayor Larravide y el general Lucas Píriz.
Sin perder más tiempo, sintiendo que regresaba al mundo de los vivos, el capitán Olivier les comunicó que la suspensión de hostilidades había sido arreglada por los jefes de los buques de guerra extranjeros a partir de aquella hora y por todo el día siguiente, a fin de que saliesen de la plaza todos aquellos que quieran hacerlo, incluyendo a los extranjeros.
– Si usted acepta, señor, se publicará por bando el convenio, con la prevención de que tendrán que hacerlo en veinticuatro horas. Además, nuestros buques se ofrecen a transportarlos a la provincia argentina de Entre Ríos… -dijo.
Mientras el Coronel meditaba la propuesta, Lucas Píriz le argumentó que había buenas razones para aceptarla: desde el riesgo innecesario que significaba el exponer a las mujeres y a los niños a los torrenciales bombardeos desde el río, hasta los peligros de pestes que provocaban los cuerpos en descomposición. Además, señaló con buen criterio, si el objetivo era resistir hasta que llegara el ejército del general Saa, la carne fresca se había terminado con el desbande de los animales y en adelante habría que racionar cuidadosamente a la guarnición con víveres secos y carne salada, de modo que, cuanto menos bocas hubiese para alimentar, mejor para todos.
El coronel Gómez asintió. Luego tendió su mano al capitán de la Décidée y le pidió que trasmitiera su agradecimiento a los oficiales extranjeros y que se prepararan para recibir a los refugiados.
El capitán Olivier rechazó agradecido el ofrecimiento de una escolta y dijo que prefería dejarse ir en soledad hasta el bote que lo esperaba en el puerto. Y mientras lo veían marcharse entre los escombros, al verlo de espaldas y enfundado en su llamativa casaca azul, sus pulcros pantalones blancos y su curioso sombrero panamá, más de uno pensó que el francés parecía la estampa del fin de un cuento infantil de los franceses.
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Durante la misa de despedida oficiada al atardecer entre los escombros de la iglesia, el teniente cura Juan Bautista Bellando se mostró sombrío y apocalíptico.
Apenas apagada la densa música del armonio maltrecho que acompañaba el pequeño coro de señoritas, el sacerdote espolvoreado de cal se adelantó un paso hacia los fieles y por unos instantes quedó sumido en un profundo y pasivo silencio. Luego levantó la cabeza con brusquedad y dijo que sabía, que tenía la convicción de que todos estaban dispuestos a morir con placer acompañando a los seres que amaban, pero que afortunadamente las leyes de la guerra no contemplaban la lucha de ancianos, mujeres y niños y que por ello las autoridades habían acordado que debían comenzar a abandonar Paysandú entre el anochecer y el alba. Que por tanto, los invitaba a orar por los que se quedaban, que el Señor vigilaría por los padres, los hijos y los hermanos en armas. Y que si Paysandú era vencida, en algún instante de la historia venidera, también sabría castigar con su furia divina el crimen cometido y se abriría para las almas de los defensores el camino hacia la sacrosanta paz, la promesa de la salvación y el premio de la vida eterna.
“Es todo. Que el Señor os acompañe…”, dijo el cura con la voz alterada no solo por la emoción, sino también por el miedo que lo llevaba a sudar profusamente bajo sus ropas sagradas y le adhería mechones de un color gris sucio a la frente, dándole un triste aspecto de romano en decadencia. Y tras bendecirlos a todos por última vez, dijo “amén”, y en medio de una indecisión de gestos mínimos desapareció entre los restos de la sacristía, sin que se tuviese noticias de é1 por algún tiempo.
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Mientras abandonaban el templo mordido por el bombardeo de los últimos días, muchas de las mujeres, agobiadas por la angustia y el miedo a lo que sobrevendría a continuación, comenzaron a estrechar en abrazos desgarrados a sus maridos, a sus padres, a sus hermanos o a sus hijos, a despedirlos con la esperanza remota de que no fuese para siempre, arrancándoles promesas de que no cometerían locuras, de que se cuidarían de las osadías innecesarias o que pensarían en sus hijos un instante antes de ser temerarios suicidas de la batalla.