Y de inmediato, forzadas por los que se quedaban, emprendieron aquel éxodo doméstico hacia la isla Caridad. Flanqueadas por los marinos de las cañoneras neutrales, se las vio marchar hacia los botes y las zumacas costeras en una fila de mil seiscientos seres durante dos días, una caravana silenciosa, apenas importunada por el sollozo digno y bajo de los impotentes, que bajaba interminable por la calle Real con sus niños, algunas pertenencias mínimas y restos de pequeñas riquezas cotidianas.
Consternados, los marinos que volvían a sus barcos observaron que apenas descendían en la orilla de aquel inmenso hogar selvático que navega eternamente en el río Uruguay, aquellas mujeres, como si se hubiesen puesto todas de acuerdo, permanecían muy quietas durante un buen rato entre los pastizales, apretando algún bulto contra el pecho, observando a lo lejos las apacibles construcciones de Paysandú, prontas a albergar el humo negro de los desastres. Luego giraban la mirada hacia occidente, donde también podían ver, mucho más próxima, la costa de la provincia de Entre Ríos.
En aquella orilla, el collar de campamentos con los fogones encendidos denunciaba la presencia de centenares de voluntarios argentinos, hombres expectantes e indignados por la inmensa hoguera en que había sido convertida la ciudad uruguaya, todos decididos a pelear apenas apareciese en la ribera la gigantesca caballería parda del general Justo José de Urquiza, para cruzar el río y expulsar de allí a tiro y tajo, a los enviados del emperador del Brasil, el más hambriento de los devoradores de tierra.
Sin embargo, hubo otras mujeres que a sabiendas de la muerte y de la desolación que las esperaba, se negaron a dejar la ciudad. Prefirieron simplemente soportar el bombardeo como cocineras de la tropa o como enfermeras del hospital de sangre o arrostrando los peligros de las mensajerías nocturnas como Magdalena Pons. O la viuda de Paredes, hermosa y con la mente alterada por sus pérdidas recientes; o Leticia Orozco, la altiva mujer morena, de traje ligero y flotante, y sus tres hijas, María, Mercedes y Patricia ninguna de ellas mayor de veinte años y lo suficientemente hermosas como para nublarle el cerebro con una sonrisa de sol, a hombres de corazón fácil como Martín Zamora.
66
10 de diciembre
Cuando desapareció el último de los botes dibujado como un sueño en la oscuridad, cuando no hubo un solo niño que mortificase a los perros de pelambres erizadas o que curiosease entre los armamentos de los hombres apostados en las trincheras, Paysandú pareció perder parte del alma de pronto y ya para las últimas horas de un sol abrasador, estaba sumida en un profundo silencio que a algunos integrantes del Estado Mayor les hizo temer por el ánimo de las tropas.
A las siete y media de la tarde, pulcramente vestido y armado, el coronel Leandro Gómez ordenó al capitán Hermógenes Masanti que trajese los caballos al patio de la Comandancia y a sus oficiales, que lo siguiesen montados en una recorrida completa por la ciudad atrincherada.
Al paso y delante de la breve formación del Estado Mayor, el Coronel inspeccionó una a una las calles silenciosas de las ocho manzanas, deteniendo aquí y allá su tordillo de respetable alzada, fuese frente a las trincheras o en las bocacalles para intercambiar breves saludos, algunas frases de aliento o simplemente un cambio de miradas significativas con algún voluntario excesivamente joven.
Mientras trataba de ser cuidadoso en la observación de aquella multitud de rostros cada vez más encubiertos por la progresiva ausencia de luz, al Coronel no le costó mucho intuir en muchos de ellos, el inquietante desasosiego que provoca una atmósfera repentinamente despoblada de mujeres.
– Algunos parecen viudos… -dijo en voz baja, con impropia ingenuidad.
– Es que la mujer es media vida, coronel… -comentó Lucas Píriz a su lado, adusto, casi con reproche, pero dejando entrever involuntariamente que a pesar de sus sesenta años y de sus catorce heridas de guerra, aún era un hombre sensible. Y al echar un vistazo y comprobar que con el resto de los oficiales que venían detrás se guardaba una distancia prudente para las confidencias, Píriz detuvo su caballo, miró al coronel Gómez directamente a los ojos y le habló de algo que parecía ser una vieja preocupación:
– ¿Es que usted no está sintiendo algún miedo, coronel? Porque usted también tiene familia…
El Coronel puso el dedo índice de la mano derecha bajo la visera del quepi y lo levantó unos centímetros sobre la frente. Tenía el ceño fruncido y los párpados entornados por el ángulo de la luz potente que comenzaba a declinar por el oeste. Entonces optó por echar pie a tierra y caminar con el caballo de la rienda. Sorprendido, Píriz hizo lo mismo y se puso a la par mientras caminaban lentamente por el centro de la calle Monte Caseros. Ya nada más había para instruir, todo estaba dispuesto, simplemente se esperaría por la primera descarga que seguramente sobrevendría al amanecer del día siguiente.
– Le confieso que me siento extraño, compadre… -dijo el coronel Gómez, con la voz apagada -. Hace apenas tres madrugadas atrás, me había echado a reposar un rato al lado de mi mujer en el dormitorio de la Comandancia. Vaya a saber por qué, decidí de pronto levantarme y cuando estaba calzándome las botas, nos sacudió el estruendo de un impacto en la casa. Una bala de cañón atravesó la ventana y vino a acostarse en la cama que acababa de abandonar, justo a un palmo de Carmen, casi calentándole la espalda. Ella y yo nos quedamos mirando en silencio y supongo que los dos pensamos al mismo tiempo que si aquella bala no nos había tocado ni a mí ni a ella, ya nada nos iba a separar. Sin embargo, cuando anoche la despedí en el camino del puerto, tuve la certeza de que era para siempre, de que no la vería nunca más. Y luego estuve una hora sentado en el catre, solo, pensando en el asunto. Pues si esa es la verdad y la única verdad, significa que demasiados hombres, tal vez todos, morirán conmigo. Como usted sabe, esos malditos no tienen otra idea que la de arrasarnos sin tregua. Entonces dudé, pensé si la propuesta del francés Olivier no hubiera sido también una salida digna también para nosotros, si no debimos haber cruzado a Entre Ríos y rearmarnos tal como lo hizo el mismo Flores en Buenos Aires para volver y sitiarnos como lo está haciendo ahora. Pero eso, en realidad, es de cobardes… ¿Sabe por qué? Porque la idea salir de aquí para volver después es solo una ilusión, es una quimera difícil de creer. Mientras que ahora no tenemos otro remedio y otro deber que atender las esperanzas de que el general Sáa se nos aparezca con refuerzos o de que Urquiza se decida y nos eche una mano o que dentro de diez días, si soportamos el golpe, los paraguayos del mariscal López aparezcan por la retaguardia de Flores. En realidad, aunque es argentino, solo en el general Sáa tengo esperanzas. Y sería muy triste, compadre, que él llegase a Paysandú y nos encontrase trepados a los barcos de los gringos luego de haber abandonado este pueblo sin disparar siquiera un tiro al aire… Por supuesto que tengo miedo, pero lo tengo a raya…
Lucas Píriz sonrió con levedad y le apretó el brazo:
– Mis disculpas, coronel. Ignoraba lo que tenía usted en lo hondo de su cabeza. Pero lo que acaba de decir es de esas cosas que uno quiere que sean…
– No lo entiendo, compadre… -dijo Leandro Gómez y lo miró fijamente.
– Mis disculpas, coronel…
67
Martín Zamora tuvo el segundo encuentro con el capitán Hermenegildo Alarcón, cuando este decidió aprovechar la tarde ardiente y parte de la última noche de tregua, en cumplir con la orden del coronel Gómez de trasladar la pólvora y las municiones del Baluarte de la Ley a un refugio a salvo de la prepotencia feroz de los artilleros imperiales.