El lugar elegido fue el aljibe de la casa de Orlando Ribero, uno de los cuatro hermanos del comandante Pedro; y los hombres para acondicionarlo, aquellos que no tuviesen familiares para despedir: ocho soldados de la Guardia Nacional y dos voluntarios, el inglés Raymond Harris y el andaluz Martín Zamora.
En la tarea de ubicar a los guardias estaba el hostil capitán, cuando divisó a cincuenta pasos de distancia a Martín Zamora en la misma postura indolente de la primera vez, pero ahora recostado a un muro sobre el que aún colgaba la sombra de una madreselva, entretenido en observar a lo lejos la recorrida del coronel Leandro Gómez y Lucas Píriz con sus caballos de la rienda, seguidos a diez pasos por los oficiales montados del Estado Mayor.
Se trataba de una imagen magnífica e inquietante, dibujada en esas últimas horas tórridas de la tarde en que el aire del verano todavía vibra y sus cambios de densidad hacen que los objetos inmóviles dancen de aquí para allá o aquellos seres que se desplazan de frente parecen, como en los sueños, que caminan y caminan tremolantes en el mismo sitio sin avanzar un paso.
Fue en ese instante que el capitán Hermenegildo Alarcón, autoritario como el sol de diciembre, se le acercó sin ser visto a menos de un metro de distancia y le interrumpió sin miramientos la observación, diciéndole que era hora de dejar de disfrutar como un lagarto ya que tenía para él una tarea en plena oscuridad junto a su amigote el inglés.
Cuatro horas más tarde, Martín Zamora y Raymond Harris todavía se encontraban juntos en el último turno de hombres semidesnudos y con los pantalones arrollados hasta las rodillas, reventando sus riñones en el fondo fresco y umbrío del aljibe de la casa de Orlando Ribero.
Iluminados por un farol clavado en la pared a media distancia del fondo, se agachaban y levantaban una y otra vez a medida que llenaban de agua los baldes, para colgarlos luego en un par de ganchos sujetos a una soga, que a su vez otros dos soldados subían a la superficie utilizando roldanas sujetas al brocal.
Mientras tanto, en un extremo del patio, Orlando Ribero y sus cuatro hermanos -el pequeño Rafael de catorce años, Atanasio, Máximo y el comandante Pedro- preparaban afanosamente tablas y tirantes, valiéndose de serruchos, clavos y martillos, mientras en la azotea tres soldados cubrían con cajas de lata los caños conductores de las aguas.
Mientras llenaba los baldes en la penumbra, Martín Zamora le confesó al inglés Harris que antes de la ocupación de la casa de los Ribero, lo había dado por muerto y que se alegraba de que estuviese allí con él en una tarea propia del mundo de los vivos.
El inglés soltó una carcajada que sonó fantástica en la extraña fosa circular y que por un momento apagó el golpeteo ensordecedor de los martillos que llegaban multiplicados desde arriba.
– ¡Joder…! -protestó irritado Martín Zamora-. Parece que fueran cinco mil Riberos golpeando…
Al fin, cuando ambos no lograron más que rascar el fondo y recoger apenas unos centímetros de agua, Harris gritó que el aljibe había sido desagotado.
Orlando Ribero dejó el serrucho y dio la orden de pasar a la tarea siguiente de forrar el piso y la pared del aljibe con las tablas que acababan de cortar, para que el nuevo polvorín quedase a salvo de las humedades.
Cuando Martín Zamora trepó exhausto la escalerilla y salió afuera, se encontró de buenas a primeras con una extraña escena.
Una berlina tirada por una hermosa yegua negra se había detenido frente al portón del patio que daba a la calle y de ella descendió don Maximiano, con su delatora peluca adherida al sombrero, el padre de todos los Ribero, seguido por su mujer Rafaela y su cuñada Dolores Francia, ambas vestidas de blanco, leves rebozos de espumilla y un semblante gris que a todas luces daba cuenta de un conflicto de sangre.
Los cinco hermanos, ninguno mayor de treinta años, detuvieron la tarea, los abrazaron uno por uno y mientras contaban con vehemente entusiasmo la batalla por la recuperación de la vieja casa familiar ocupada por los sitiadores, los invitaron a sentarse en un banco del patio a la luz de un farol.
El anciano riograndense, a todas luces neutral en aquella guerra, esperó a que terminasen las euforias y luego dijo con voz severa y tranquila, sin cuidarse de que lo escucharan los extraños que observaban la escena con curiosidad, que los tres acababan de abandonar el campo sitiador, adonde habían concurrido invitados por su antiguo amigo el general Venancio Flores.
Pasando por alto las expresiones de sorpresa y recriminación de sus hijos, don Maximiano dijo que el general colorado tras recordarle con dolor los tiempos en que habían luchado juntos quince años atrás, le había hecho notar que ahora, los azares de la guerra hacían que sus cinco hijos estuviesen acompañando a un loco como el coronel Gómez, en la defensa de la misma ciudad que él estaba dispuesto a conquistar. Que lo invitaba a convencer a sus hijos de que aprovechasen la tregua para abandonar la ciudad y evitar un sacrificio inútil.
– ¡Él es el responsable del sacrificio! -lo interrumpió airado su hijo Pedro, el comandante, mientras señalaba en la penumbra hacia un sitio imaginario y distante en que presumía estaba Venancio Flores.
– Qué hace un hombre como él junto a los imperiales bombardeando a sus hermanos?
El viejo Maximiano negó con la cabeza:
– Venancio dice que no, que el responsable es Gómez desde el momento en que no aceptó la rendición con todas las garantías.
– ¿Rendirse? ¿Rendirse para qué? ¿Para ver cómo derroca al presidente Cruz Aguirre sin que nadie le oponga resistencia, usurpe el sillón presidencial y nos obligue después a degollar paraguayos detrás de Mitre…? Y usted, ¿qué dice a todo esto, padre?
La tía Dolores Francia asintió en silencio, como si aplaudiese las reflexiones del sobrino.
El viejo vaciló por primera vez.
– Yo hablo según lo que entiendo… -dijo al fin-. Lo que estoy haciendo es trasmitirles a ustedes, mis hijos, un pedido que he debido escuchar…
– Pues ha escuchado el pedido de un hombre que odia… -contestó su hijo Orlando, el dueño de casa-. Y hombre que odia puede causar muchas desgracias.
– Hemos decidido defender Paysandú, padre… -cortó Pedro, el comandante, adusto, concluyente.
Doña Rafaela levantó la cabeza y trató de introducir un elemento más que los ayudase a razonar.
– Son miles, hijos, son inmensamente superiores… -dijo en un tono que encubría el terror de lo que había visto en el campamento del arroyo Sacra.
Rafael, el menor de los hermanos, se acercó y le tomó las manos a su madre.
– Lo sabemos, madre… Pero le aseguro que no sentirá vergüenza de nosotros…
– ¿Qué harán ustedes? -preguntó Pedro, el comandante.
– Estaremos por ahí, no importa dónde… -contestó el viejo levantándose para irse. Y mientras ponía las manos en los hombros desnudos de su hijo, agregó:
– Pase lo que pase, sentiré orgullo de mis hijos. Que Dios los guarde a todos…
El capitán Alarcón, quien apareció con uno de los primeros cajones de municiones traídos del Baluarte, dejó su carga al pie del aljibe y se cuadró para despedir la comitiva familiar que volvía a la berlina. Antes de ascender, el anciano observó la fila de hombres que ingresaba con más cajones de madera, reparó en el aljibe y comprendió lo que pretendían hacer.
Luego trepó al carruaje y se marchó sin mirar atrás.
Durante todo ese tiempo Martín Zamora había permanecido apoyado en el brocal del pozo, observando la escena visiblemente impresionado. Y Hermenegildo Alarcón volvió a interponerse en el camino. Por unos instantes permanecieron mirándose ojo con ojo y al fin, Martín Zamora temió que aquel capitán que parecía guardarle un encono genético, se ensañara nuevamente con él haciéndole trasladar el polvorín entero hasta el aljibe.