– Vaya a dormir un par de horas, gallego… -contemporizó Hermenegildo Alarcón, antes de desaparecer nuevamente en la oscuridad.
Cuando el inglés y el andaluz salieron a la calle con las ropas y los fusiles bajo el brazo, se cruzaron con una veintena de hombres que atravesaban al trote la plaza cargando con las existencias del polvorín, en dirección al aljibe que acababan de desagotar. Un feroz viento del oeste los azotaba de frente y los obligaba a inclinarse hacia adelante cuando marchaban con los pesados pertrechos, mientras los altos remolinos de polvo esfumaban aun más el trayecto de ruinas entre las casas envueltas de oscuridad.
El tiempo había empezado a cambiar.
– Que se venga, que se venga el mundo al carajo… -deseó Martín Zamora agachando la cabeza y buscando un refugio en las inmediaciones donde echar al suelo sus huesos por un rato.
68
11 de diciembre
Martín Zamora no supo si durmió mucho o poco. Lo despertó el crujido que hizo al quebrarse el tronco de coronilla que habían puesto de trasfoguero oculto entre paredones derruidos y ahumados, pero lo suficientemente altos como para ocultar la luz del fuego. El tronco se partió en dos mitades y rodó soltando un enjambre de chispas, avivando una extraña llama que cambiaba del tornasol al celeste y de celeste al verde de los metales.
Con los párpados apesadumbrados por el sueño, se quedó mirando las luces y las sombras que hacían las llamas sobre la pared de enfrente, constelando, removiendo los agujeros provocados por la lluvia de balas que había seguido al bombardeo del día anterior y convirtiendo los pequeños cráteres en oscuros pájaros en vuelo. Más arriba y por los huecos abiertos a dentelladas en el techo, vio que por primera vez en innumerables noches, no había estrellas en el cielo, que débiles relámpagos intermitentes le perfilaban una nube rápida cada tanto, empujada por el viento que silbaba cada vez más entre el costillar descarnado de los tirantes. A su lado, los hombres del capitán Masanti respiraban acompasados, roncando cada cual con su son y ausentes al calor agobiante y húmedo de la medianoche. Ya iba a cerrar los ojos para dormirse de nuevo, cuando escuchó un carraspeo a sus espaldas, un gesto intencional para importunarlo y evitar que volviese a fugarse a la inconsciencia benéfica del sueño.
– Estamos perdiendo la elegancia, Zamora… da pena verlo echado ahí, como un minero… -dijo Raymond Harris en voz baja, pero lo suficientemente clara como para mostrar que sonreía con melancolía.
– Más pena daría si me viera cadáver, hombre…
– Vamos, no se enoje. La muerte en la guerra va y viene, no reconoce trincheras ni habilidades para sobrevivir. Hoy salva aquí, mañana mata allá. Y luego vuelve…
– Pues, ¿por qué no aprovecha y se larga hasta la cañonera inglesa?
– Usted podría hacer lo mismo con la Vad-Ras…
– Sabe que no lo haré. Pude hacerlo, pero soy hombre de palabra. El capitán Masanti es buena persona, así lo creo. Lo que me llama la atención es que usted, un hombre de Mitre, no lo haga…
– No soy hombre de Mitre ni nunca lo fui. Entiéndalo bien. El problema es que cada vez tengo menos razones para volver a Inglaterra. Los compatriotas de la fragata, por ejemplo, deben estar bien enterados de mi bochornosa experiencia en Buenos Aires. Lo más probable es que me entreguen a la policía argentina o que carguen conmigo encadenado en sentina de la Tritón para colgarme en Londres por timador. Pensándolo bien, tampoco sería eso muy elegante que digamos. En conclusión, Zamora, si salimos vivos de esta, creo que lo mejor será quedarse por estas regiones…
– No sé, Harris. Para vivir en un sitio hay que entenderlo y aquí todo esto me resulta incomprensible. Jamás pensé en venir al Uruguay y cuando lo hice fue por la fuerza y para ser fusilado. Y ahora me encuentro tomando parte en una guerra que no entiendo…
– Pues ya pasé por esa ignorancia. Unos días antes de mi deserción fraguada, un periodista argentino que marchaba con nosotros en el ejército de Flores me explicaba que en el Uruguay los dos partidos que luchan entre sí desde mucho tiempo atrás son los mismos que han existido en la Argentina: el Partido Blanco es el mismo Partido Federal de Urquiza vencido en Pavón, con su misma bandera, sus mismas tendencias, sus mismos crímenes y sus mismas infamias; el Partido Colorado es el Partido Unitario de mi “amigo” Mitre, con sus mismos principios, sus mismas “tradiciones gloriosas”… y sus mismas carnicerías. Por eso, si Venancio Flores triunfa en Paysandú, el triunfo de sus armas será el de Buenos Aires, porque con él ha ido el óbolo porteño y el proyecto de arrasar a zarpazos el Paraguay junto a Pedro II y a Venancio Flores; y, según ellos, liberar a los paraguayos enclaustrados que gimen bajo la bota de Solano López, el Atila de América.
– ¿Qué hay en el fondo de este asunto, exactamente? -preguntó Martín Zamora con voz que apenas se oía.
Raymond Harris adelantó aparatosamente los labios y dejó escapar un ligero silbido que quería ser una expresión de tristeza.
– ¡Vaya pregunta la suya! ¿Qué hay detrás de todo esto?… Hay títeres, títeres pérfidos movidos por hilos sueltos, que no saben lo que representan, pues bailan al son de una música lejanísima. En esta guerra que recién empieza nadie se entiende ni hace falta. Detrás de los hilos hay un séquito interminable de testaferros y mercachifles, de gente del Foreign Office de mi país, el ministro Edward Thornton, los Rothschild de Londres, la masonería del Plata y de Europa y el banquero brasileño Mauá, todos empeñados en quedarse con los altos hornos de Ibicuy, con los ferrocarriles, los astilleros, con las fundiciones de Asunción y abrir el Paraguay soberbio a las mercaderías de Manchester y devolverlo a la civilización. Nada distinto de lo que vi en la India, créame. Una gigantesca maquinación diabólica para tragar amargo y escupir dulce, como dice Mitre…
– Y nosotros aquí, ocultando el polvorín en un aljibe…
– Sí, señor… ¿Y todo para qué? Para que algún día Venancio Flores los humille bautizando con su tambre alguna calle de Paysandú. Ya lo verá usted… -dijo Raymond Harris, recostándose a la pared y apagándose.
Los hombres de Masanti continuaban roncando desaforadamente, sin otro sobresalto que las pesadillas los más jóvenes. Martín Zamora los observó apesadumbrado, con la cabeza gacha y el labio colgando.
El inglés Harris se había callado y él comenzó a imaginar, a preguntarse cuán lejos cada uno de aquellos hombres tenía a su mujer de la noche, a su vieja madre o a cuánto tiempo estaban de las últimas sábanas perfumadas o del último vino de sobremesa.
– Mi padre merece una oración -dijo con gratitud invisible.
Raymond Harris dejó escapar una risita somnolienta.
– Lo mejor que pueden hacer los difuntos por los vivos es estarse quietos donde les toque quedarse -afirmó con los ojos cerrados, acomodando el fusil sobre sus piernas-. Y ya que se han ido, lo mejor es que no vuelvan y que Dios los ampare.
Martín Zamora lo observó con reprobación.
– ¿Sus padres viven, Harris?
– No. Están sepultados en Plymouth…
– ¿No lo dije? Usted es un pájaro de mal agüero, coño. Porque mis padres, a esta hora, seguro que están vivos, vamos. ¿Por qué no habrían de estarlo?
Un trueno se arrastró largamente en el cielo y rompió el silencio que techaba las alturas desde la orilla argentina. A poco el aire comenzó a ondear como pesadas banderas; una brisa solemne, reconfortante y hasta gozosa mientras se ocupaba de armar una lluvia de gruesas gotas, que se amonedaban poco a poco sobre los rostros polvorientos de los hombres reclinados y dormidos en el fondo de las trincheras.