Выбрать главу

En el instante en que Raymond Harris se dormía profundamente, por primera vez en cuatro meses comenzó a llover sobre Paysandú.

69

12 de diciembre

Antes del amanecer y por orden del capitán Hermógenes Masanti, Martín Zamora se encontraba ya entre los hombres que montaban guardia fuera de trincheras, con la instrucción de no permitir que los soldados del ejército sitiador se aproximaran a los parapetos defensivos, sobre todo para que no percibiesen el pésimo estado en que se hallaban.

Sin embargo, bajo aquella lluvia torrencial, no había la menor señal del enemigo, por más que nadie ignoraba que varios contingentes brasileños habían comenzado a acercarse, a acampar en algunos parajes más próximos a Paysandú, cerrando poco a poco el anillo pero a prudente distancia de los cañones de la plaza.

Recostado a la esquina de la calle Monte Caseros, con la carabina acunada contra el pecho, Martín Zamora podía ver las paredes carcomidas a balazos del almacén “El ancla dorada”, un edificio simétrico y sombrío, acechando en la oscuridad decreciente como una taberna de mala fama. Sabía que detrás del comercio se había instalado un cantón de los imperiales, por más que nadie se había atrevido a confirmar si allí se guarecía apenas una guardia adormilada o un centenar de asaltantes esperando el momento oportuno. Y más adelante, a lo largo de las dos calles que desembocaban en la esquina donde estaba Martín Zamora, se adivinaba a la luz de los relámpagos un enorme campo de cráteres de barro brillante, donde los embudos se sucedían sin solución de continuidad hasta donde alcanzaba la vista. A los costados, en muchos de los cantones, podían entreverse balas enramadas o acollaradas con cadenas, grandes filas de balas de tres calibres y hasta un montículo de ochenta bombas sin reventar, todos proyectiles arrojados por los enemigos en los ataques y bombardeos de los últimos tres días, todo en tan inmensa cantidad que el teniente músico Pascual Bailón le había comentado, mientras se sacudía el agua de su sombrero, que bien podía hacerse con ellas el pedestal que había sugerido el coronel Gómez para la estatua de la Libertad.

Agobiado por aquella lúgubre ilusión de la guerra, mientras rescataba en los alrededores las siluetas fugaces de los centinelas hamacados por el viento, Martín Zamora sentía que la visión de aquel mundo en ruinas, de moradas abandonadas de las que brotaba un hálito triste y fantasmal acentuado por el agua descolgada a torrentes entre los truenos del cielo, le agobiaba el ánimo y lo llevaba a completar lo que faltaba a fuerza de imaginación, a reconstruir el pueblo y llenar los espacios con apariciones singulares. Entonces se preguntaba, frotándose los ojos cansados en medio de su pequeña dimensión, hasta cuándo debía defender todo aquello que se derrumbaba por sí mismo y en donde todos ponían su grano de arena para que así ocurriera, y como no tenía forma de encontrar respuesta, antes de que le sobreviniese un interminable repertorio de lamentos, terminaba por desembocar en aquella sorda y recurrente angustia infantil que lo había acompañado en todas las tormentas que había conocido desde la lejana infancia andaluza y que lo llevaban a implorar como lo estaba haciendo a sus treinta y cuatro años, por el Gran Poder y por la Virgen del Rocío: “Oh, Señora mía, contempla a tu hijo indigno y sucio tan lejos de casa. Sus rodillas flaquean cuando suena el trueno y sus manos trémulas se unen en impotente oración para rogarte: sácale de las tinieblas de esta guerra, líbrale de su servidumbre y llévalo de vuelta a las orillas del mar conocido, donde estaba antes de perderse, bajo la luz del sol y con su gente. Amén…”.

70

12 de diciembre

Al mediodía la tregua había terminado. Sin embargo, el día parecía transcurrir sin que los sitiadores abandonaran su aparente indiferencia del día anterior, ostentando con su ausencia el derecho reservado de cortar cuando se les ocurriese el traje de la muerte a los defensores acongojados por la lluvia.

En la torre del lado sur de la iglesia, donde estaban los guardias nacionales encogidos bajo sus ponchos, flameaba al tope, sacudiéndose el agua como un perro en los pliegues violentos del viento, la bandera de combate.

Desde la altura del Baluarte de la Ley, el coronel Leandro Gómez y el comandante Emilio Raña, ambos cubiertos con sombreros de alas anchas deformadas por la lluvia y capotes abrillantados, observaban en los ángulos de la plaza de la Constitución, los ominosos promontorios de los cañones protegidos con trapos y ponchos, mientras los artilleros fumaban en cuclillas como si cuidasen a un toro negro, quieto y cansado, echado a su lado.

Una repentina agitación y el inicio de una refriega en las trincheras de la calle Florida, próxima a la Comandancia, hizo que todos se volvieran y se colocaran en posición de tiro.

Volaron de pronto las granadas, crepitaron las carabinas y desde las troneras abiertas entre los escombros más altos, saltaron fuera los fusileros, rabiosos por la inmovilidad y el aburrimiento de tantas horas.

El comandante Raña paseó la mirada más allá de la plaza y observó que el tiroteo era contra una partida de diez o doce enemigos que se habían aproximado a menos de cien metros de las trincheras, con la intención de saquear descaradamente las casas abandonadas las inmediaciones. A lo lejos, muy cerca de los atacantes, un hombre muy alto y flaco abandonó la esquina de la calle Monte Caseros y a poco de avanzar, cayó al suelo baleado en una pierna. Tras él, el reconocible capitán Omar Lemos corrió hacia el tirador oculto, lo puso de pie y lo mató allí mismo. Luego cayó el mismo capitán Lemos, herido por catorce proyectiles.

Uno tras otro, segados desde las trincheras, los saltantes terminaron casi todos muertos entre los cráteres o colgando inertes de las ventanas carbonizadas. El único sobreviviente era un africano del ejército de Flores que abandonó su parapeto y comenzó a aproximarse lentamente bajo la lluvia con el sombrero en la mano, la carabina en alto y una ristra de ajos alrededor del pescuezo. Al extremo del fusil, había atado la manga ensangrentada de una camisa blanca.

– ¡Ahora querés bandera blanca, negro colorado de mierda! -gritó un hombre gigantesco llamado Julián Guite, un negro aun más negro que el otro, que bufaba como un endemoniado mientras se le aproximaba arrastrando los harapos de su uniforme de guardia nacional.

Y cuando el negro Guite estuvo lo suficientemente cerca como para oler los ajos robados, levantó el fusil y lo descargó sin miramientos sobre el estómago del aterrorizado saqueador de casas, que se dobló y cayó de rodillas sobre el barro con las tripas anudadas por el trauma. Todos vieron cuando el africano levantó sus ojos en blanco hacia Julián Guite y comenzó a gemir lastimeramente en un idioma que nadie entendía, pero que en cualquier parte del mundo respondía a la actitud sumisa del pecador arrepentido que aceptaba cualquier cosa que le sobreviniese, excepto el fin de la vida.

Sin embargo, el gigante Guite no lo remató. Pasó un largo rato mirándolo, mientras daba dos o tres vueltas a su alrededor, manteniendo el caño del fusil a la altura de su cabeza. Al fin, se detuvo frente a él, le quitó los ajos trenzados, se los echó al hombro y, dándole la espalda, volvió sobre sus pasos comentando en voz muy alta que masticados con galleta los ajos eran el verdadero manjar de los guerreros.

– Guardará el secreto de lo sucedido… -dijo el capitán Ladislao Gadea, mientras observaba al africano que se ponía penosamente de pie sobre el agua achocolatada y desaparecía desdibujándose bajo la lluvia.

Luego dio la orden de que llevasen al hospital de sangre a aquel hombre alto y con un balazo en una pierna que había caído cuarenta metros fuera de su trinchera.

Cuando pasó a su lado sostenido por dos hombres y conversando en tono animado, como suelen hacerlo siempre los heridos que toman conciencia de lo que pudo haberles pasado y no les pasó, el capitán Gadea lo miró con aprobación y le pidió que se identificara: