– Soy Martín Zamora, señor…
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12 de diciembre
Una hora antes de la medianoche, Fernand Olivier salió a la cubierta de proa de la Décidée y permaneció largo rato meditando bajo la llovizna.
Una leve zaranda hamacaba la nave y arrancaba crujidos de sus cuadernas sujetadas al limo por la cadena del ancla. El viento feroz había cedido el paso a una brisa fresca de tormenta en retirada, pero que también llevaba desde la costa un olor acre a maderamen y escombros humeantes que se resistían a ser apagado por la lluvia.
A unos trescientos metros de distancia, la nave del almirante Tamandaré era, entre todas las embarcaciones ancladas en las inmediaciones, la única que no había ahorrado iluminación ni carcajadas tropicales en cubierta.
El capitán Olivier movió la cabeza con reprobación y pensó que la franqueza frívola y brutal de la gente del Barón para festejar victorias por adelantado, en medio de la noche era toda una muestra de desprecio hacia la pequeña población a oscuras y en vela que a un tiro de cañón esperaba el inicio del bombardeo al amanecer, como si en ella residiese esa dimensión lastimosa y rastrera de la vida que todos preferimos ignorar y que nadie recordará cuando se la borre del mapa.
Para colmo, si miraba hacia la costa argentina, podía ver las tristonas fogatas de los mil quinientos refugiados en la isla Caridad, atenuadas por la maleza inclemente y apenas dulcificadas por algún guitarrero anciano que se comedía con las mujeres para acompañar el sueño inquieto de los infantes y de las primeras viudas.
Con el rostro abrillantado por la humedad, Ferdinand Olivier volvió a su camarote y tras servirse un vaso de coñac, se sentó frente a la mesa de trabajo y le escribió al almirante francés establecido en Montevideo:
“Es con el corazón lastimado, señor Almirante, que comienzo mi despacho. Un pampero seguido de una lluvia abundante acaba de colocarnos en una gran ansiedad.
¿Dónde podrán refugiarse tantas personas, tantas señoras y niños que se hallan en la isla Caridad? ¿Y después, qué será de ellos? Los pocos recursos pecuniarios que las familias extranjeras habían llevado consigo están a punto de agotarse. Exceptuando la carne abastecida por el general Urquiza, se encontrarán luego sin víveres, sin abrigo, sin vestidos y sin medicamentos. Hemos hecho, dentro de los límites desgraciadamente estrechos de nuestros recursos, todo lo que podíamos hacer.
Creo, pues, señor Almirante, sería oportuno apelar por intermedio de nuestros ministros o encargados, a la generosidad de los extranjeros ricos establecidos en Montevideo.
Un vapor cargado de tiendas de campaña, víveres, bizcochos, harina, porotos, arroz, vestidos, piezas de bramante y medicamentos, que fueran traídos aquí, serían de gran socorro. Animaría el corazón de tanta gente que ve perder bajo sus ojos el fruto de sus trabajos y arruinarse una ciudad cuyos habitantes no conocían la pobreza.
Se calcula en mil quinientos el número de las personas que necesitan socorro. Y hasta un digno presbítero que llevase el consuelo a tantos desgraciados, también sería bendecido por muchas personas.
Soy con profundo respeto, señor Almirante, vuestro obediente servidor.
F. Olivier
Capitán de Navío, Comandante de la Décidée ”.
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12 de diciembre
Martín Zamora herido volvió a escribir. El tiempo para hacerlo se lo dio la bala que le rompió la pierna y que casi lo desangra, que le abrió la carne en un dibujo extraño, penetrando y haciendo un giro en espiral alrededor del muslo. Hacia arriba y por dentro, casi en la entrepierna, el plomo terminó alojándose al calor del testículo izquierdo, a la espera de que el doctor Mongrell tuviese tiempo de arrancarlo de allí. “Aparatosa herida…”, comentó el galeno valenciano mientras extraía el proyectil, hablando para sí mismo, siquiera para Mercedes Orozco, quien lo acompañaba callada como una monja mientras le alcanzaba escalpelos, esparadrapo y frascos de cloroformo, Martín Zamora parpadeó, abrió los ojos lentamente y se fijó en ella. La muchacha le devolvió la mirada con lástima, con esa clase de horrorizada tolerancia, pero también con angustia y culpabilidad. Y como para reafirmarse, se tomaron las manos solo conscientes del tomento y de los olores hospitalarios traicioneros y penetrantes, que mezclaban enfermedad y podredumbre por todos los rincones.
– Lo suyo es serio, pero como no perdió mucha sangre no justifica ocupar una cama de hospital. Vístase y váyase, mi amigo… -le dijo, amargo, el médico, abandonándolo y dándole la espalda para enfrentarse a una muerte verdadera.
Y mientras Martín Zamora, pálido y lánguido, se vestía arqueándose dificultosamente sobre el colchón para meterse con extremo cuidado en los pantalones encascarados de sangre seca, vio que a dos metros de distancia y en una cama sanguinolenta como la de un torero en agonía, expiraba de hemorragia incontenible el capitán Omar Lemos.
– Cuanto más rápido me vaya de aquí mejor, niña -dijo Martín Zamora afirmándose en la muchacha y quejándose, sintiendo que miríadas de estrellas le iluminaban el cerebro al afirmar en el suelo el pie de la pierna herida.
– Cobarde… -dijo ella con sonrisa cruel, al ver las dos lágrimas acristaladas que se abrían paso entre las primeras líneas de barba del andaluz.
– Cierra el pico, mujé, que esto duele que te cagas… -dijo mostrando en su mueca su hiel y su vinagre, mientras por encima del hombro y al paso, veía que alguien cubría con la sábana tinta el cuerpo del capitán Lemos.
“El capitán es cadáver…”, pensó. Sabía que a continuación lo sacarían de allí, lo llevarían a la fosa que lo esperaba en el patio lindero al fondo del hospital de sangre y le presentarían armas. Y siempre el mismo ritual, la misma frase de los compañeros antes de echarle la tierra encima: “Capitán Omar Lemos: gloria en tu muerte, paz en tu tumba. La memoria de la patria no te olvidará…”.
“Y a otra cosa, hasta el próximo muerto. Que puedo ser yo, coño…”, pensó Martín Zamora mientras se largaba a caminar tortuosamente bajo la llovizna creciente, dejándose guiar entre los escombros por la más joven de las hermanas Orozco.
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12 de diciembre
Sin abandonar su inmutable aire reposado, grave, taciturno, el inglés Raymond Harris atravesó la desolada plaza de la Constitución chapoteando sobre los barrizales dejados por la lluvia y caminó hasta la calle Queguay, en dirección a la casa de la familia Orozco donde se recuperaba de su herida Martín Zamora.
En la mano derecha llevaba su fusil inseparable y en la izquierda una carpeta de cuero con hojas de papel en blanco, una pluma y un pequeño tintero de vidrio azul rescatado de la oficina de la Comandancia gracias a los buenos oficios del capitán Masanti.
Encontrándose con las puertas de la casa abiertas de par en par, apenas ingresó se dio de buenas a primeras con Martín Zamora, desmadejado sobre un catre en un rincón de la sala y con la pierna herida sostenida en alto sobre dos almohadas. A su lado, Mercedes Orozco, con un vestido blanco que parecía salpicado de geranios, finalizaba la tarea de afeitarlo con una navaja de mango de carey y le quitaba los restos de espuma con una toalla.
– ¡Caramba, hombre! Si así son las cosas, en el próximo tiroteo me pongo frente a los macacos… -bromeó Raymond Harris, tomando una silla de esterilla enrejada y sentándose enfrente, no muy lejos de la cama.
Martín Zamora acusó el golpe y se sintió cohibido. Trató de esforzarse por quitar la pierna de las almohadas pero le resultó imposible cuando la muchacha le plantó la palma de la mano sobre su pecho y lo obligó a quedarse donde estaba. Luego ella miró al inglés con fastidio indisimulado: