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– ¿Viene a estorbar, mister?

– Vaya, vaya, cómo se pone la niña… Ya me voy, simplemente le he traído papel para que escriba. Una deferencia del capitán Masanti quien admira su escritura… ¿Cómo está?

– Un poquitín débil, hombre. Pero en un par de días estaré en condiciones de volver…

– ¿Un par de días? Ni lo digas… -dijo la muchacha, llevándose los avíos de afeitar.

Harris observó concienzudamente a Martín Zamora y mientras se levantaba para irse, sonrió con benevolencia.

– En esta casa hay alguien que está sufriendo ataques espirituales… -murmuró mientras se calzaba el sombrero hasta los ojos y se marchaba sin mirar atrás.

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12 de diciembre

Escribió Martín Zamora: “Me siento extraño en una casa extraña. He pasado días, una eternidad, revolcándome sobre los techos y esquivando las balas de colorados y brasileños, dormitando sentado entre los escombros o insomne bajo el sol o bajo las lluvias torrenciales, pero nunca había tenido la oportunidad de pensar en el sitio donde estaba. Ahora estoy solo y herido en la habitación de un caserón en el que viven tres muchachas y su madre viuda, todos a la espera de que se desate nuevamente el bombardeo. Una de ellas es Mercedes, la pequeña de veinte años que me ha acompañado cuanto pudo y que se ha encantado conmigo. Sin embargo, he preferido no estar en compañía. Sólo el Gran Poder sabe por qué oscuros motivos he tratado de cerrar las puertas de la habitación donde reposo. Tal vez fue solo para no oír el incesante toque a muerto, tal vez fue para aislarme, por transitorio que fuera, de la familia Orozco y del pueblo mismo, con todas sus casas abandonadas cargadas de tristeza, miedo y amenaza. Nada perturba la quietud de este cuarto silencioso y desierto, salvo el crujido infrecuente de las maderas que se estiran como los brazos de un hombre flaco y soñoliento que despierta. Reina el olor del moho, pues las puertas y ventanas han estado cerradas desde hace dos semanas. Miro alrededor hasta donde alcanza la luz de la vela y al otro extremo, a unos diez pasos tal vez, veo una vieja cómoda labrada, el ropero de tres puertas, un florido lavatorio de loza y un perchero espejado donde cuelga un bastón de nogal y un capote que nadie ha usado vaya a saber por cuánto tiempo. Colgadas en la pared, medio ladeadas por el desinterés de los mortales, hay dos desteñidas litografías cristianas, una con la mesa de los Apóstoles, otra con la Asunción. Todo está infinitamente viejo y cubierto de polvo, mucho polvo causado por el vértigo del abandono y las trepidaciones de los cimientos.

Es muy triste sentir lo que siente por dentro una casa que espera amenazada por la destrucción”.

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13 de diciembre

Y siguió escribiendo al día siguiente:

“Acaba de salir el sol, no se ha escuchado ningún cañonazo desde el río y eso es bueno. Pero estoy muy preocupado, pues el inglés Harris vino próximo al mediodía a interesarse por mi estado de salud y me ha contado que ya comenzó lo que temíamos: la lucha por la comida. Que cada hora que pasa es más difícil conseguirla y lo es mucho más alimentar a setecientos hombres. Que esta mañana, ha visto salir una pequeña fuerza de infantería para proteger una partida de soldados montados en los pocos caballos que nos quedan, con la misión de traer de las afueras del pueblo todo el ganado vagabundo que encontrase. Y que esto los llevó a tirotearse fieramente con los sitiadores empeñados en impedir la operación, a tal punto que apenas consiguieron cuatro bueyes flacos de los que ya no deben quedar ni los huesos.

A veces pienso que los hombres de la guarnición bien podrían ser caníbales, pues no los he visto comer otra cosa que carne y solo carne. Asada a las brasas, cocida en puchero, abombada al sol o quemada a la llama, tanto da con tal de que sea carne. Esa y otras pocas cosas alcanzan para hacerlos felices.

Y observándolos disfrutar de ese placer inenarrable de hincar los colmillos en la carne jugosa de una costilla a las brasas, mientras hablan de planes y mujeres en el fondo de la trinchera para cuando se haga la paz, he llegado a recordar una lejana conversación de un antiguo jefe, el tuerto Laurindo José da Costa, con el viejo Veríssimo, el alegre propietario de la taberna de nuestras andanzas, La Casa de la Pastora. Aquel buen riograndense lamentaba la estupidez de los hombres que desprecian ‘tanta coisa gostosa’ alrededor para entregarse al saqueo y a la guerra, pudiendo ser tan felices con menudencias que en estos lares están al alcance de la mano: ‘mulher bonita, cavalo bom, baile, churrasco, mate amargo… Laranja madura, melancia freca, uma guampa de leite gorda… Uma boa prosa perto do fogo… Uma pescaría, uma caçada, uma sesta debaixo dum umbu…’.

‘¡Tanta coisa!’, decía Veríssimo levantando los ojos al techo ahumado de la taberna, con la poderosa capacidad evocativa de los que han perseguido siempre un sueño inalcanzable. Y cuánta razón le asistía. Ahora comprendo por qué lo recuerdo”.

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13 de diciembre

Insomne, demasiado cansado para poder dormir a la hora de la siesta escribió nuevamente: “No es la espera lo que duele. Eso lo puedo soportar. Parece que he esperado toda mi vida de vagabundaje sin sentido a que pasaran cosas, a que llegaran cosas que nunca llegaron; una palabra, supongo, nada más que una sola palabra que me dijera que toda esta espera no sería en vano, que mis días y mis noches de silencio y dolor no serían, después de todo, una eternidad. Una sola palabra y me habría salvado. Nos habríamos salvado. Una sola palabra pronunciada con honor por el coronel Leandro Gómez y esta eternidad se hubiese terminado.

Pero el Coronel no ha dicho ni dirá esa palabra, porque desconoce el vocablo ‘rendición’. Y cuando en voz baja le he mencionado a Raymond Harris que el obstinado comandante parece estar más seguro que nunca, cuando en apariencia no tendría ningún motivo para estarlo, el inglés se quedó pensativo y luego, con su cinismo de siempre, se ha encogido de hombros y me ha contado que un compatriota suyo, un tal Oliverio Cromwell, ha dicho que ‘el hombre no avanza nunca tan seguro, como cuando no sabe adónde va’”.

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14 de diciembre

“Hoy ha venido a verme el capitán Hermógenes Masanti, el jefe de la escolta del coronel Gómez, el hombre que escribe, escribió Martín Zamora, afirmando la hoja sobre una pequeña tabla sostenida en el muslo sano. “Pese a ser temprano hacía calor y el sol entraba a raudales por las ventanas abiertas de par en par con la finalidad de desterrar el moho. Sin embargo, apenas apareció, lo primero que hizo fue cerrar las cortinas y dejar la habitación en sombras, logrando que el recinto se pareciese mucho al de una casa en paz cuyos exteriores nada saben de la guerra.

El Capitán se sentó a mi lado con la evidente intención de intimar conmigo. Se acomodó en la silla con posa brazos, dejó su Remington recostado al ropero de tres puertas y viendo que yo estaba en plena escritura, comentó que le llamaba la atención cómo los hombres sentían necesidad de escribir en tiempos de bombardeos y que, como tantos, también él mantenía el sueño secreto de escribir algo más que sus rutinarios partes de guerra. Dijo que nada deseaba más que llegar vivo al final del sitio, para escribir una historia en la que intentaría desenmascarar el alma diabólica del hombre que pergeñaba y respaldaba masacres desde su sillón presidencial en Buenos Aires.

Por supuesto, se refería a Bartolomé Mitre. En realidad sé muy poco del presidente argentino, pero al capitán Masanti parece apasionarle hablar de este porteño descendiente de Joseph di Mitri, un orate a ratos que tuvo el triste honor de ser el primer suicida que existió en Montevideo hace poco más de un siglo. Debo decir que es todo un placer escuchar al capitán hablar de Mitre como si fuese un personaje de folletín al que hay que aderezar cuanto sea posible, solo para humanizarlo y odiarlo mejor. El capitán Masanti le explicó que el Mitre de su historia será el más Mitre de todos los Mitre y se llamará Bartolomé, igual que el verdadero, le gustará escribir rimas y además de dirigir pésimamente la guerra entre bambalinas, fundará un periódico sólo para escarnecer a Leandro Gómez y al presidente Aguirre y alabar a Venancio Flores y a los brasileños a través de un séquito rocambolesco de escribas alcahuetes. Pero por sobre todas las cosas, Masanti dice que en su libro lo tratará como lo que es, militar pedante, hipócrita y megalómano. Será un generalillo de cartón, obsesionado por pasar a la historia parado sobre una peana de versos malos y que tendrá en grado sumo la primera condición que ha menester cualquier periodista que se precie: la hipocresía. Sin embargo, no le bastará un Paraguay entero para satisfacer sus ambiciones y el capitán Masanti sospecha que esa es la razón de la mediocridad de los versos del Mitre verdadero, porque más que la poesía es el lucro y la gloria lo que le ha importado desde siempre.