Выбрать главу

El Capitán sostiene que en su historia el generalillo será tan taimado como el verdadero y tal será su deseo de hacerse agradable a los demás, que hasta lo hará sonreír con las arrugas del traje. Y cuando se le mire los zapatos charolados, las uñas rosadas y abrillantadas, las mejillas de albaricoque en sazón, cualquiera que se le pare delante sentirá el impulso bonachón de pellizcarle los cachetes como a un niño.

– Él desea ser poeta… -confió el capitán Masanti-. Pero sus versos son tan malos y escasos que hasta él mismo lo sabe y se conduele…

Y para probarlo, extrajo de su chaqueta negra un viejo trozo de papel periódico, del que bien merece la pena dejar constancia, pues el tonto texto parece de verdad pertenecer al mismísimo presidente de los argentinos:

‘Hoy mismo, en medio de las embriagantes agitaciones de la vida pública, no puedo menos de arrojar una mirada retrospectiva sobre los días que han pasado y contemplar con envidia la suerte de los que pueden gozar de horas serenas, entregados en brazos de la musa meditabunda. Cuando esto me pasa, se me viene a la memoria un cuento que en otro tiempo me hizo reír y que hoy me hace suspirar, tal es la profunda verdad que encierra. Oiga el cuento: Un pobre pastor, hablando consigo mismo, se decía:

– ¡Ah, si yo fuera rey!…

– Y bien, ¿qué harías?…-le preguntó uno que le oía sin él advertirlo.

– ¿Qué haría? -dijo el pastor-. ¡Cuidaría mis ovejas a caballo!

Digo lo mismo. Si fuese rey, haría versos, por el gusto de hacer versos… a caballo. Y sin embargo, es probable que en el resto de mi vida no haga una docena de versos’.

– Capitán, quiera Dios que sobreviva usted para escribir esa historia. Es muy divertida… -le dije mientras bajaba la pierna herida y la depositaba con mucho cuidado en el piso de madera.”

78

14 de diciembre

Al atardecer, taciturno y con los ojos color de rabia, volvió el capitán Masanti al lado de Martín Zamora, esta vez con un puñado de cartas a las que no sabía si clasificar para responder o para quemar allí mismo, en la cocina a leña de la señora Orozco. Estaba muy enojado, caminaba de un lado a otro de la habitación y mezclaba las cartas al azar como si fuesen naipes gigantescos.

– Hace dos días que el coronel Gómez está recibiendo notas de viudos condolidos… -se quejó el capitán-. Fíjese en esta, Zamora, escuche: “Montevideo, 13 de diciembre de 1864. Señor coronel don Leandro Gómez, Distinguido amigo: He leído con todo el interés que es posible a un corazón como el mío, sus hazañas en bien de esta su patria, de su gloria y de su orgullo nacional.

Quiero ser el primero, si es posible, en felicitarlo, en reconocer como siempre a mi compañero, a mi amigo, al que jamás abandonó su puesto para combatir hasta lo último contra esa raza infame de macacos, cuya ambición, desde la conquista de los españoles, por hacerse dueños de esta hermosa tierra, no ha dejado un día de hacer verter la sangre de esclarecidos varones, y que periódicamente nos ha envuelto en la anarquía espantosa a que se ha plegado siempre el partido de los tránsfugas, el colorado.

Sea Paysandú, mi amigo, la tumba de los brasileños y los traidores…”. Y ahora escuche esta otra, Zamora, vea: Querido don Leandro: La fortuna se la ha reservado Dios a usted y a ese puñado de valientes, que ya han inmortalizado sus nombres, y sus heroicas hazañas tienen henchido el corazón de todos, y hasta los viles y protervos unitarios se han visto en la necesidad de elogiar.

Usted puede repetir con orgullo las palabras de Sila a Mario:

‘¡Miserables! Queríais hundir la patria en la anarquía olvidando vuestros deberes. Yo conquistando laureles inmarcesibles, os he puesto en la obligación de ir a prosternaros de rodillas para agradecer a nuestros dioses las victorias con que enaltecía mi genio y mi brazo a Roma’.

¡Hermano!

Al despedirme os saludaré con las preciosas palabras de esas madres espartanas al colocar en el brazo de su hijo el escudo para su defensa:

‘Cubierto con él, lleno de gloria.

Sobre él, muerto, sea tu único ataúd’.

¡Adiós, valiente Leandro!

Lo abraza Coriolano Márquez”.

El capitán Masanti suspendió la lectura del resto de las misivas y las masacró una y otra vez entre sus manos hasta reducirlas a la mínima expresión. Luego encendió un cigarro, se sumergió en un impenetrable silencio y se dedicó a despedir nubes de humo por un extremo de sus hoscos y apretados labios.

– ¡Vaya partida de maricones! -exclamó al fin mientras arrojaba la bola de papel a un rincón de la habitación-. Todos nos saludan desde lejos y desde ya nos dan por muertos… ¡Qué forma tan miserable de dejarnos solos! ¡Carajo! ¡Hasta los masones abandonaron al Coronel!

Y antes de marcharse, tras encasquetarse el sombrero, el capitán Masanti miró desde la puerta a Martín Zamora con la misma dureza de los primeros días de calabozo en que lo había conocido.

– Se terminó la licencia, mi amigo, le doy doce horas para que vuelva a su trinchera. Cada día que pasa somos menos y por lo que veo, nunca seremos más.

79

14 de diciembre

Aquella noche Martín Zamora se lavó, se afeitó y vistió cuidadosamente para cenar junto a las cuatro mujeres de la casa que lo esperaban en el comedor. Ayudándose con las muletas que retumbaban en el piso madera como los pasos de un pirata solitario sobre cubierta de un galeón, Martín Zamora salió afuera, atravesó lentamente el patio a cielo abierto con intenso olor a floraciones de jazmines del Cabo y entró a la amplia cocina cuando doña Leticia Orozco y sus tres hijas ya estaban sentadas alrededor de la mesa.

– Bueno, así es la vida… -dijo él a modo de saludo.

– Estábamos esperando por usted, soldado Zamora… -reconvino la madre con impasible cortesía.

– Lo siento, señora. No faltaba más, hubieran empezado sin mí… -se excusó él, acomodándose trabajosamente en el lugar vacío, dejando las muletas a su lado y observando el blanco territorio de la magra mesa.

En cada sitio, incluyendo el suyo, una cuchara de alpaca, una galleta dura como una roca, una tangerina y un empobrecido plato de fideos agriados, aguardaban el hambre de cada uno.

– Si hubiésemos empezado sin usted, ya abríamos terminado, pues lo que se ve es lo que hay… -dijo Patricia, la mayor.

– Gracias al Señor… -dijo Martín Zamora.

– Yo diría que gracias a las previsiones de don Leandro… -precisó la madre-. Aunque usted tendrá que disculpar que el guiso esté tan agrio, pues tuve que echarle una rociada de tres limones.