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– Antes que nada, don Leandro, usted ya no es coronel… -dijo ella al tiempo que le extendía un sobre.

– ¿Qué dice usted? ¿Me han degradado acaso?

– Nada de eso… -respondió la mujer con una sonrisa muy pálida y serena-. El presidente Aguirre ha premiado su resistencia con un ascenso aplaudido en todo Montevideo, se lo puedo asegurar, quemaron todos los tratados con el Brasil en la plaza Independencia, las campanas tocaron a vuelo y hubo salvas de cañonazos en honor a ustedes. No se imagina lo que era la ciudad. Hubo mítines populares frente a la casa del agente paraguayo Brizuela y los manifestantes recorrieron las calles con banderas uruguayas y paraguayas entrelazadas, festejando la noticia de que el mariscal López está atravesando Corrientes para venir hacia acá. A partir de hoy, don Leandro, es usted General del Ejército Nacional por derecho propio. Y además, tendrá el apoyo del general Sáa que ya está marchando hacia aquí.

Harris, el menor de los Warnes, Martín Zamora y el alférez se habían quedado en las inmediaciones de la puerta, muy detrás de ella, viendo cómo Azambuya se cuadraba y saludaba a Leandro Gómez, mientras los demás aplaudían y movían las cabezas, como si todo lo que ella acababa de decir les resultase increíble.

El flamante general se quedó pensativo, se acercó al grupo y desde su altura miró al alférez Sánchez a los ojos. Aún levemente encorvado, con las charreteras espolvoreadas de escombros y desmadejado por el cansancio, era notoriamente más alto que cualquiera de los que estaban en el recinto de la Comandancia.

– Alférez… ¿se anima usted a pasar esta noche, a pie, entre las guardias enemigas?

– Me animo a pasar, mi general.

– Tendrá que aprovechar la oscuridad de la noche y arrastrarse como una culebra a lo largo de cuarta legua…

– Me arrastraré, mi general…

– Si lo sienten, es seguro que lo fusilarán…

– Haré lo posible, señor…

– Bien… -aprobó el general Gómez mientras tomaba asiento frente a su mesa y comenzaba a escribir una carta-. Le voy a confiar una importante comisión.

– Ordene, mi general…

Durante un rato no se escucharon más que los roces enérgicos de la pluma sobre el papel, mientras los demás conversaban en voz baja con la señorita Pons. Cuando terminó, el general Gómez tomó la nota, sacó del cajón de la mesa seis onzas de oro y se acercó nuevamente al alférez.

– Tome este dinero y una vez lejos de las fuerzas enemigas, compre un caballo y una montura, busque al general Sáa y entréguele esta nota. Pero antes, léala en voz alta aquí mismo, pues en caso de perderla o de que se vea obligado a deshacerse de ella, debe saber lo que tiene que comunicar…

Sorprendido, el alférez Sánchez carraspeó, se rascó su barba negra y sin mirar a los presentes, desplegó la nota y la leyó con una graciosa voz de escolar envejecido:

– “Al señor Comandante en Jefe del Ejército de Reserva, General Juan Sáa… Señor Generaclass="underline" El infrascripto, Comandante Militar al Norte del Río Negro, ha recibido aviso del Ministerio de la Guerra, de que Usted viene en marcha con el Ejército de su mando en protección de esta Plaza. En consecuencia, pongo en su conocimiento que el día 6 de este mes ha sido bombardeada la Plaza por la armada brasileña que se encuentra fondeada en este puerto, y que simultáneamente hemos sido atacados por el ejército del traidor Venancio Flores, el que ha sido completamente rechazado con pérdidas de gran consideración.

El ejército rebelde cuenta con casi 4.000 hombres de las tres armas y con una batería de seis piezas de artillería. Si el Ejército de Reserva que Usted comanda no tiene fuerza para librar con éxito una batalla campal, convendría entonces que contramarchara, pues indudablemente al ser sentido, el vándalo Flores marchará a su encuentro. La Plaza tiene víveres sobrados para resistir un sitio de dos meses y la guarnición es más que suficiente para rechazar al ejército enemigo, si nuevamente intentase atacar. Dios guarde al señor General…

Leandro Gómez…”

El joven oficial guardó la nota y miró al General y a los demás, como si esperase algún tipo de aprobación.

– Eso es todo, alférez… -dijo el General, haciéndole la venia primero y tendiéndole la mano después-. Ahora, vaya hasta donde lo lleve Dios y gánese los próximos galones…

Cuando escuchó el tramo que refería a “víveres sobrados para resistir un sitio de dos meses” y que la guarnición era “más que suficiente”, Martín Zamora recordó el guiso agriado y rociado por tres limones de doña Leticia Orozco y pensó: “Vaya sarta de exageraciones… Este hombre está loco…”.

82

16 de diciembre

Después de escuchar demasiadas veces a sus hombres quejarse de la escasez cada vez mayor de fulminante para los fusiles de pistón, el joven Orlando Ribero fue llamado a la Comandancia y a solas con el general Gómez y el capitán Masanti, se enteró de que en un altillo del comercio de Rumbis, había una estiba de cajas de fulminante en cantidad suficiente como para cubrir buena parte de los rifles de la guarnición.

El único inconveniente era que el comercio de Rumbis estaba en la esquina de las calles Queguay y Sarandí, vale decir, una cuadra más allá de la línea de las trincheras y a merced de los merodeadores del temible Goyo Suárez.

El General le preguntó si se atrevía a asumir el riesgo de atravesar aquella tierra de nadie sólo con dos hombres del capitán Masanti, entrar al comercio cerrado y rescatar las preciadas cajas de fulminante.

Halagado por la confianza, el joven Ribero asintió de inmediato y luego salió al patio donde montaban guardia varios de los hombres del Capitán. Tras mirarlos uno por uno, descubrió que la mayoría tenían envoltorios deshilachados y mugrientos o vendajes con rastros de sangre seca en algún sitio del cuerpo o descansaban sobre muletas apoyados en la pared, de modo que se trataba de elegir un par de heridos leves y de confianza que no le frustraran la operación.

Así fue que eligió a Martín Zamora.

– ¡Español, venga conmigo!

Luego señaló al argentino vendedor de cigarros Joaquín Cabral y también le pidió que lo siguiera. Cuando estuvieron a su lado, los interiorizó de la misión y ambos, de buena gana, dijeron “vamos ya”.

Salieron por la trinchera de la calle Queguay y tras pasar a los fondos de la casa de las Orozco, atravesaron una quinta de naranjales quemados por el sol y llegaron al edificio de la otra esquina de la misma manzana.

Desde el lugar podía verse perfectamente el comercio de Rumbis al otro lado de la calle. Se trataba de un antiguo edificio de ladrillos rojos, tal vez el primero de la manzana, pues se le veía retirado con respecto a las casas vecinas, con un descampado delante donde en tiempos de paz se detenían los carruajes y los caballos de los clientes. Sin embargo, aquel espacio no era un sitio totalmente abierto puesto que había árboles, un par de canteros, unas paredes de baja altura a los costados de un galpón y también un aljibe.

Si bien no se percibía ningún movimiento, Orlando Ribero hizo el primer disparo de fusil al portón entreabierto del galpón. Luego tiraron los tres al mismo tiempo con la intención de obligarlos a descubrirse.

Orlando Ribero gritó que saliera cualquier persona que se encontrara en el interior del caserón. Nadie respondió. Volvieron entonces a hacer una descarga de intimidación, que nadie repelió. Esperaron, volvieron a gritar y abrieron fuego una vez más.

Pese a que nadie contestaba, sabían que estaban allí. Podían olerlos.

Con la pierna renga dolorida de apoyarla en tierra, Martín Zamora ya empezaba a dudar de que hubiese gente allí dentro, cuando alguien, probablemente un muchacho asustado, hizo fuego desde una de las ventanas. Aquello les sirvió de confirmación. Abrieron fuego más nutrido y destrozaron todas las ventanas. Los ocupantes respondieron con tres descargas, dos desde adentro y una desde el techo. Después de tirotearse durante cinco minutos, decidieron tomar por asalto el edificio. Orlando Ribero le hizo una seña a Martín Zamora y este, otra a Joaquín Cabral e iniciaron el avance sin dejar de hacer fuego.