Uno de los ocupantes del caserón apareció por la puerta del galpón y cayó con una bala en plena frente. El otro apareció en una de las ventanas y recibió un balazo en el pecho que le atravesó los pulmones. Al tercero no le fue tan mal, pues huyó entre la arboleda de los fondos arrastrando una pierna baleada y desapareció.
Una vez adentro, por precaución de su pierna lesionada, Martín Zamora se apostó de vigía en una pequeña ventana, mientras Cabral y Ribero subían por la empinada escalera al altillo donde presumían que encontraban los cajones.
Sin embargo, excepto unos pocos fulminantes desparramados en un rincón, allí no quedaba nada. Los saqueadores se los habían llevado.
Desolados por la desafortunada operación, los tres volvían en silencio hacia la Comandancia, cuando Orlando Ribero se detuvo en seco apenas traspusieron la trinchera. Como si se hubiera iluminado de pronto, recordó que una vez se le había roto la chimenea a una de sus pistolas de tirar al blanco, impidiéndole el tiro porque el fulminante no explotó. Fue entonces que se le ocurrió ponerle un fósforo a la chimenea rota y luego de apretar el gatillo, el arma disparó a la perfección.
Una vez en la plaza, mientras el General estaba en la cima del Baluarte de la Ley observando los alrededores, enteraron de lo ocurrido en el caserón de Rumbis al mayor Torcuato González, comandante de la trinchera, advirtiéndole que no había que desanimarse, pues a falta de fulminante también con fósforos se podía disparar, ya que bastaba con colocar el mixto sobre el oído del fusil después de cargado, para que detonase la munición.
Fue en ese instante que apareció el general Gómez y tras escuchar las explicaciones, pidió que hiciese una demostración allí mismo, en el patio de la Comandancia. Orlando Ribero acondicionó el rifle tres veces con cabezas de fósforos y las tres tiró sobre el muro con el mismo resultado. Luego le extendió el arma al General para que la observase.
– Es verdad, la chimenea está limpia -comprobó-. Ahora… ¿de dónde sacamos los fósforos?
– De nuestro almacén, general. Hay ocho o diez cajones con sesenta latas de fósforos de Roche cada uno.
– Magnífico. Reparta una lata a cada trinchera y reserve el resto en la Jefatura.
Cuando se hizo la noche, todos los cantones de ciudad habían recibido ya la orden de no gastar un fulminante, a menos que fuese en caso de hacer fuego apresurado o durante la noche, cuando es más difícil colocar la cabeza del fósforo sobre el oído del fusil.
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17 de diciembre
Al día siguiente, cuando la obstinada señorita Pons ya había partido de regreso a Montevideo llevando informes secretos ocultos en los dobleces de su vestido negro, corrió entre los defensores la noticia de que en las primeras horas de la tarde habían llegado al puerto algunas hermanas de la Caridad acompañadas por el señor vicario.
La noticia era buena. No solo porque traían el propósito de atender a los heridos de la guarnición en el hospital de sangre, sino también porque una visita que contaba con el permiso de las fuerzas sitiadoras garantizaba que por unas horas no habría ataques ni caerían bombas sobre la ciudad.
Un rato después las vieron venir conversando animadamente por el centro de la calle Real en dirección a la plaza. El grupo continuó acercándose y cuando estaban a seis o siete cuadras del portón del oeste, el alférez Espilma contó trece monjas, un cura gordo de respetable estatura y un perro sarnoso que los festejaba. Ninguno de ellos denotaba temor alguno y avanzaban como si el pueblo les resultara conocido y el perro fuese un alcahuete cotidiano de la Madre
– Nos mandaron un monasterio completo… -dijo Espilma, acercándose cautelosamente al artillero del cañón de a ocho ubicado en el centro del portón del oeste.
No había terminado la frase, cuando de pronto las monjas se separaron en dos grupos y enfilaron rápidamente a los extremos de la primera bocacalle, al tiempo que una pieza de artillería de los sitiadores apareció por la esquina, enfiló hacia el portón y disparó.
A los flancos de la pieza, una veintena de soldados negros imperiales aparecieron ocupando la calle, pusieron rodilla en tierra y también abrieron fuego.
Al ver el fogonazo del cañón, Espilma apretó el hombro del artillero y este disparó el suyo con tal precisión, que dos de las monjitas volaron en pedazos y una tercera perdió la cabeza desde la misma base del cuello, sin que eso le impidiese caminar milagrosamente un par de pasos en dirección a la pared, en donde terminó estrellándose. A la distancia se veía que su toca pasaba rápidamente del blanco inmaculado al violento carmesí de las batallas.
Ante aquella pequeña victoria religiosa, media docena de guardias nacionales abandonaron la trinchera y comenzaron a tirar a discreción, mientras uno de ellos gritaba desaforadamente “¡Ahí va nuestra bendición, señor Vicario!”
Y al cabo de cuarenta cañonazos de parte a parte y a bala rasante, dos compañías de la guarnición saltaron fuera de las trincheras y avanzaron en tiroteo en medio de la humareda, con la clara intención de apoderarse del cañón enemigo. Pero los imperiales advirtieron la maniobra y se retiraron a tiempo con el cañón hirviendo, mientras las compañías, precaviéndose de alguna sorpresiva operación que las cortase en partes, regresaban a sus trincheras sin avanzar más terreno.
Sobre la calle, arqueado entre los muertos y los heridos, el señor Vicario agonizaba de cara al cielo envuelto en su sotana salpicada de claveles rojos, mientras una y otra vez con voz cada vez más débil decía: “Eu sou el capitão Coitinho… Eu sou Coitinho, el capitão…”
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17 de diciembre
Luego de la cruenta escaramuza con las monjas y el señor Vicario, el capitán Hermógenes Masanti, Martín Zamora, Raymond Harris y tres de los guardias nacionales, dieron una vuelta de relevamiento alrededor de la ciudad, para volver a la Comandancia al cabo de dos horas, con una noticia extraña: los sitiadores no tenían más que guardias de caballería y tanto la nave del Barón de Tamandaré como el grueso de los dos ejércitos parecían haber desaparecido de los alrededores de Paysandú.
Apenas si al noroeste, sobre la costa del río, se mantenía un campamento de cuatrocientos hombres.
Masanti, Zamora y Harris llegaron en el mismo momento en que el Estado Mayor comentaba la artimaña fallida del último ataque y el general Gómez perdía los estribos y tiraba el quepi contra la pared y preguntaba a los gritos en qué clase de degenerados se habían convertido Venancio Flores, Tamandaré y los oficiales brasileños, que no dudaban en disfrazar a sus hombres de guardias nacionales, de monjas de la caridad o en escudarlos en una banda de infelices músicos negros con tal de romper la defensa de la plaza.
El coronel Lucas Píriz, Tristán de Azambuya, el comandante Juan Braga y el mayor Larravide, todos heridos en alguna parte, lo escuchaban en silencio adustos, acuclillados como indios contra la pared del recinto en penumbra. En ese instante, paralizados por los exabruptos del General, el capitán Hermógenes Masanti y Martín Zamora detuvieron su ingreso y permanecieron estáticos en la puerta, observando la escena.
– ¿Cuántos hombres hemos perdido defendiéndonos de esas cobardías y del bombardeo de la escuadra?… ¿Cuántos? -preguntó de pronto el General mirando a Lucas Píriz.