– Doscientos diez entre muertos y heridos, señor…
– ¿Cuántos han perdido ellos?
– Alrededor de seiscientos…
– A ese ritmo duraremos diez días sin asistencia… -consideró Tristán Azambuya.
– Tal vez mañana tengamos noticias del ejército de Juan Sáa… -aventuró Lucas Píriz.
– Tengo novedades, general… -interrumpió el capitán Masanti aproximándose a la mesa-. La Recife de Tamandaré y dos naves más desaparecieron en la madrugada río abajo. Parece que terminaron con las municiones… Quedan solo tres barcos frente al puerto…
– Tamandaré volverá enseguida… -reflexionó el general Gómez más calmado pero sombrío, sentándose a la cabecera de la mesa-. No tiene que volver al Brasil para traer más bombas; el ladino de Mitre ya lo estará aprovisionando en Buenos Aires… Carajo, si vinieran tres o cuatro buques paraguayos, desaparecería la escuadra brasilera… Y si el huevudo de Urquiza se decidiera…
El capitán Masanti volvió a hablar:
– Hay algo extraño, mi general. Una buena parte del ejército de Flores también ha desaparecido. Y de la gente del general Souza Netto apenas si queda un pequeño campamento sobre el río al noroeste…
Fue mientras el General cavilaba sobre la situación, cuando se escuchó en el patio un alboroto de los mil demonios, que dio lugar enseguida a uno de esos incidentes extraños que de repente modifican de modo imprevisible una situación. Aquel griterío provenía del capitán Areta, a quien la ginebra parecía haber desatado su osadía hasta el frenesí.
– ¿Dónde están? -preguntaba mientras se metía puertas adentro poseído de un incontenible empuje-. ¿Por qué no vamos por esos perros? ¿Quién me acompaña?
El general Gómez, quien parecía dudar entre sancionar aquel desborde o calmarlo como a un hijo que ha pasado una mala noche, se removió molesto en su asiento hasta que levantó sorpresivamente la cabeza.
– ¿Qué esperamos? -dijo mientras se ponía de pie-. ¡Vamos por los macacos!
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17 de diciembre
“Ahora me he enterado por el capitán Masanti de las razones profundas que tiene el General para su aversión desmesurada hacia los imperiales. Don Leandro odia todo lo que huela a portugués, a brasileño, a invasión, a prepotencia, pues dicen que era un niño cuando vio entrar en Montevideo el ejército de Portugal al mando de Federico Lecor, el Barón de la Laguna, el hombre que convirtió la Banda Oriental en Provincia Cisplatina durante casi una década, con la complacencia y el placer de una docena de casaderas y traidores alcahuetes comprados con tierras y absurdos títulos nobiliarios. Apenas seis años tenía don Leandro cuando de la mano de su padre debió soportarles la soberbia, los entorchados de oro, los estandartes de la casa de Braganza y los cuartazos de caballo que tiraron de bruces a los jóvenes que en la puerta de la Ciudadela de Montevideo gritaban ‘¡Joputas, joputas!’ al paso del ejército invasor. Seis años tenía don Leandro cuando a los tirones su padre, don Roque Gómez, gallego oriundo de Queiruga e indomable fanático de la Corona de España, se apresuró a sacarlo de allí mientras los rebeldes impotentes soportaban las burlas de los fusileros lusitanos.
‘Leandro, si algún día tienes que odiar a alguien, odia a los portugueses’, le dijo su padre eternamente altivo, mientras marchaban entre los entuertos del empedrado hacia su casa lindera a la iglesia de la Matriz, germinándole así las osadías y la furia con que cuarenta años después, este hombre salta como un enajenado sobre los brasileños, los balea y echa espumarajos por la boca como si lo hubiese acometido el mal de la rabia.
Y me ha metido miedo ver nuevamente y de cerca al general Leandro Gómez en acción, pues con él al frente, seguido del coronel Raña, el comandante Silvestre Hernández y el teniente coronel Belisario Estomba, salimos hoy ciudad afuera unos cincuenta hombres montados, es decir, los pocos que pudimos hacerlo desde el día en que perdimos todos los caballos.
Después de un rato de marchar al tranco explorando el terreno, al reparar el General en que el enemigo no daba señales de vida, pidió que nuestro piquete siguiese avanzando y ordenó que viniese en nuestra protección una fuerza de quinientos hombres de infantería, que no demoró en emprender un trote silencioso rumbo a la bajada del puerto.
Apenas los tuvimos a la vista, nos desplegamos en dos guerrillas y protegidos por los infantes, avanzamos por sorpresa sobre la batería edificada por los imperiales. Un tiro de fusil resonó en la mansedumbre del río, luego otro y finalmente todo fue una descarga cerrada.
Los soldaditos negros que dormían bajo los espinillos trataron de incorporarse. Muchos de los benguelas cayeron en la segunda descarga y los demás, aterrorizados ante nuestra aparición, huyeron como hormigas despavoridas, hasta desaparecer entre los montes costeros del norte. Sin darles tregua, los perseguimos con gritos de verdaderos bárbaros durante una media legua y no más, pues el coronel Píriz, temiendo alguna estratagema, dispuso una cautelosa contramarcha, siempre al tranco.
En el campo quedaron tendidos unos cincuenta de ellos entre muertos y heridos, ocho a manos del mismo general Gómez.
Mientras ocurrió el asalto, una de las cañoneras brasileñas nos disparó cuatro o cinco tiros sin ofender a nadie, pues las balas pasaron muy alto sobre los barrancos, dejando sobre nosotros una débil y ruidosa estela de tristes trapos quemados.
Luego de inutilizar y clavar en la tierra más de veinte cañones abandonados, mientras el General descansaba unos instantes con los brazos caídos y la cabeza echada hacia atrás sobre un catre toldado, entre todos cargamos con una cantidad considerable del armamento enemigo y también con cuanto pudimos de sus ropas, instrumentos musicales, ollas, calderas, cacharrerías y demás zarandajas y hasta un barril de exquisito aguardiente al que dimos espita apenas estuvimos de vuelta en el patio de la Comandancia.
Y mientras don Leandro tosía y echaba cálculos sobre los días y las horas que el lerdo general Saa demoraría en llegar o en que se pronunciase de una vez el indeciso Urquiza, o hacía planes con el Estado Mayor para luego buscar una hora de reposo en la calma, nosotros volvimos al aguardiente, a los cantares, mi música y a la de Pascual Bailón, pero con una desafinación tan insoportable que más vale olvidarlo todo y el que quiera saber más que vaya a Salamanca, pues yo hago punto y tiendo, como dicen los novelistas finos, un velo sobre los restantes acontecimientos de esta noche…”
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17 de diciembre
“Anoche, luego de tumbarnos a descansar en un foso cercano al almacén ‘El ancla dorada’, Raymond Harris pidió indulgencia por sus digresiones y me dijo que no creía un ápice en que Venancio Flores y el general Netto hubieran abandonado el sitio.
‘Se trata claramente de una estratagema’, concluyó en un tono misterioso, suponiendo tal vez que expresándolo así, me empujaría a que se lo comunicase al capitán Masanti y este al general Gómez. Cuando le pregunté qué quería decir con eso, contestó: ‘Zamora, amigo mío, lo que está haciendo Flores es una artimaña para cambiar la naturaleza de las cosas ante los ojos del enemigo’. Y agregó que un general prusiano de su conocimiento lo había reflejado ya con mayor felicidad, que así como la imaginación es una prestidigitación con las ideas, la estratagema es una prestidigitación con las acciones.
Era evidente que por más inglés que fuera, había, sin necesidad de mencionarlo, una apenas secreta, una apenas ocultable admiración por el general Venancio Flores. Recién lo entendí al día siguiente, cuando el capitán Hermógenes Masanti me mostró la carta incautada a un correo enemigo, dirigida a un tal Héctor y firmada por un señorito Bustamante.”
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17 de diciembre
En pleno mediodía, apenas más allá de las últimas viviendas abandonadas de la ciudad y teniendo a la vista a menos de una legua de distancia los toldos de un campamento imperial, Raymond Harris y dos soldados hermanos, Juan y Eusebio Benavides, de las avanzadas del capitán Olivera, descubrieron un hermoso caballo zaino, mordisqueando pasto amarillo al lado de un pequeño aljibe de piedra.