Estaba muy bien ensillado, con las riendas sueltas y cualquiera podía suponer que el animal estaba pronto a emprender un largo viaje, pues apenas se apreciaba un sudor brillante en la tabla del pescuezo, en un mediodía bien ardiente con cuarenta grados a la sombra y un silencio aserrado de ida y vuelta por las chicharras invisibles. Sobre el anca, una alforja abultada colgaba repartida en dos pesadas mitades, hasta tocar casi las verijas del animal. Sobre la montura, una camisa raída colgaba al descuido con las mangas casi a rastras.
Pero del jinete, nada. Ni en los alrededores, ni cerca, ni lejos.
– ¿Lo habrá bajado de un tiro alguno de los nuestros?
– ¿Habrá escapado del campamento ese caballo?
– Es probable. Las dos cosas son probables. Pero también el jinete puede estar herido atrás del aljibe.
– Ese zainito nos vendría muy bien en la avanzada…
– Vaya maleta la que lleva… Juan Benavides decidió que valía la pena el riesgo y gateó hasta el aljibe con el fusil amartillado y goteando diamantes nariz abajo. Cuando llegó a las cercanías del animal, se recostó al brocal y desde allí miró a un lado y a otro y cuando tuvo la certeza de que no había riesgos, hizo señas de que podían acercarse al aljibe. Sin embargo, cuando Harris y Eusebio Benavides estuvieron a cubierto y se aprestaban a hacerse del caballo, una voz terrorífica y deformada por una suerte de gárgara manada de las profundidades de la tierra, los paralizó en el sitio.
Eusebio Benavides abrió sus ojos achinados como si hubiera descubierto algo tremendamente simple. De un salto se puso de pie y apuntó hacia el interior del aljibe: allí estaba el jinete. Un hombre pálido y flaco como un Cristo de iglesia, se bañaba desnudo en el agua fresca y verdosa que aún restaba de la última lluvia. Sus pantalones y calzoncillos flotaban sobre el agua al alcance de su mano.
– ¡Con que envenenando el agua con tus bolas coloradas! -le gritó hacia adentro Eusebio Benavides.
Aterrorizado, el otro saltó hacia atrás, chapoteó y se dio contra la pared, sin lograr escapar de la mira del fusil que allá arriba le seguía como un búho las mil torpezas desde la boca del pozo. Con sus mechones negros mojados y pegados al cráneo blanco, las clavículas punteando bajo la piel aceitada y los dedos como garfios extendidos hacia arriba, el desgraciado tenía un aspecto espectral.
– ¡No tire, hermano, no tire!
– ¡No grites, carajo! ¿Qué haces ahí?
– Una refrescada, nada más que eso, antes de… salir…
– ¿De salir para adonde…? -preguntó Eusebio Benavides apuntándole a la cabeza.
– A Montevideo. Llevo correo, cartas de la gente…
– Pues no salgas del aljibe antes de una hora, porque te liquidamos como a una tortuga…
– No, hermano, vaya con Dios…
– Hermano una mierda, quédate donde estás…
Para entonces el inglés ya estaba sentado detrás de un muro de piedra abriendo la maleta y curioseando los bultos y las cartas. A su lado, agachado, Juan Benavides sostenía el caballo y no perdía de vista ni a su hermano acercándose como un lagarto entre los pastos, ni a la boca del aljibe por donde podría aparecer el infeliz del correo.
Entre todos los papeles incautados, Raymond Harris consideró que el más valioso, el más terrible, era la carta de un señorito José Bustamante, secretario de Venancio Flores, dirigida a un amigo llamado Héctor Varela residente en Montevideo. Tan terrible, que el capitán Hermógenes Masanti dudó en mostrársela al general Gómez, pues temía que terminara con el resto del aguardiente y se hundiese en una depresión y en un ataque de tos del que sólo la próxima batalla lo sacaría.
88
“Querido Héctor: Esta carta es para usted no más. Comprenderá, mi amigo, que por más brillante que sea la situación del ejército libertador, habría siempre inconveniencia en hacer públicos ciertos detalles, cuyo conocimiento puede sernos perjudicial.
Contenga, pues, su impaciencia, que comprendo, y devore solo, por ahora, las importantísimas noticias que sólo a usted me atrevo a confiar.
Nuestras fuerzas, sin incluir a nuestros simpáticos aliados, suben a cinco mil y pico de hombres. Se entiende, sólo lo que existe frente a Paysandú.
Las tropas de marina (cuya habilidad para hostilizar al enemigo, poniéndose fuera del alcance de sus fuegos, no me canso de admirar) puede calcularlas en cuatro mil y pico de soldados.
A esto debo agregar cincuenta piezas, entre las que hay de calibre 60 y 80.
No incluyo tampoco los cuatro mil y pico de las tres armas con que se nos sumó el bravo General Netto.
Sume usted ahora y compadézcase de los pobres blancos.
Para hoy está fijado el ataque y asalto de la plaza. El contento y el entusiasmo se ven en todos los rostros. Todos ansiamos el momento en que se dé la señal. Yo, para observar mejor la operación y poder trasmitir a los amigos de ésa hasta los menores detalles del asalto, me he situado nada más que a una legua de la ciudad, sobre una altura que lo domina todo y desde donde se goza en la contemplación del espléndido panorama que ofrece la vista del puerto y la costa argentina. De repente oigo tocar retirada. A cualquier otro hubiera causado sorpresa tan inoportuna disposición, pero a mí, que conozco tanto al General, maldita la impresión que me causó.
Al instante adiviné que el General, condolido ante la desesperada situación de estos infelices engañados por farsante don Leandro, había hecho una de las que acostumbra. Dicho y hecho.
El General Flores había resuelto levantar el sitio, para evitar la efusión de sangre. ¡Qué alma tan magnánima! Y qué hombre tan calumniado, sin embargo, por sus enemigos, incapaces todos de abrigar sentimientos tan generosos y nobles.
Por este motivo tuve un fuerte altercado con uno de nuestros amigos, que se empeñaba, lamentando la retirada, quererme convencer de que ya era tarde para dar ese paso puesto que ya había corrido la sangre en abundancia y la ciudad estaba reducida a escombros y sus habitantes arruinados, más otras tonteras y majaderías por el estilo. Verdad es que el disgusto fue general, pero pronto se convencieron de lo prudente y acertado de la medida.
No vaya usted a creer, mi querido Héctor, que aludo al importuno rumor de la aproximación de Sáa, ni a la aparición de unos individuos que venían en unos fletes ‘comme il faut’ y que se decían dispersos de Máximo Pérez. No lo piense usted.
Ojalá, amigo. Ojalá que viniese Sáa.
El plan del General es este: retirarse hasta encontrar el gran ejército brasileño del Mariscal Juan Propicio Mena Barreto, del que sabemos que ha entrado ya al país por la ciudad de Melo, para facilitar su incorporación. Y luego dejar que Sáa se interne en Paysandú y después, cuando menos lo esperen los enemigos, aparecer rodeando la plaza con un ejército de veinticinco mil hombres y obligar así a la guarnición a que se rinda.
Se llena así el gran desiderátum del General (evitar la efusión de sangre) y se obtiene la ventaja de matar dos pájaros de un golpe, pues Sáa tendrá que rendirse enseguida.
Cuánta previsión, mi querido amigo. El jefe de la Revolución es un hábil General, a la vez que un hombre cuyos humanitarios sentimientos todos aprecian.