– ¡Fuera, bruja! ¡Quiten ese cuervo de ahí!
– ¡Mátenla a ella!
Nadie la conocía ni la había visto en la ciudad, sino hasta unos tres meses antes de que se iniciara el sitio, por lo que todos pensaban que había llegado allí como linyera, deambulando por la región sin distinguir entre sitiados ni sitiadores, abriendo sus piernas por una noche al taimado hojalatero Sengotita, comiendo a la escasa sombra de los hombres del capitán Areta o mendigando entre los soldados de Flores y espiando para ellos tal vez.
Mientras observaba el incidente desde la trinchera cercana, Raymond Harris dijo a Martín Zamora que si el alboroto de protesta continuaba, no era difícil que Severia terminara escarnecida, acosada y sentada en el mismo lugar donde penaba el ladrón de botas. Que durante muchos días con sus noches, dijo Harris, en varias oportunidades, había escuchado en las conversaciones de fogón que no la querían cerca, que le temían, que una vez aceptada como artículo de fe la versión de que la negra era bruja, todo el mundo había tomado partido contra ella. A simple vista se percibía. Ni los guardias pasaban por la noche frente al socavón del rancho de Sengotita donde la negra se arrebujaba, ni tocaban cosa que le perteneciera. En otras ruedas frente al fuego, se le daba el mejor resguardo para que se sintiera cómoda y se aburriese de la comodidad. Y cuanto terminaba de comer, apenas volvía la espalda y se iba, le hacían la señal de la cruz o dejaban caer un puñado de sal donde ella había estado. Por los días que las mujeres de Paysandú aún no se habían marchado a la isla Caridad, las embarazadas se apartaban su presencia como de la peste y las madres separaban a sus niños del alcance de su vista evitando que echara el mal de ojo. Si un perro aullaba junto al cementerio, era Severia quien llamaba a la sepultura a algún habitante del pueblo y si una lechuza sobrevolaba el campanario de la iglesia nueva, era ella que acababa de sorber el aceite de la lámpara y era seguro que alguien de los alrededores caería a continuación bajo la calamidad de sus malas artes.
Entre la gente apareció el teniente cura Juan Bautista Bellando, con un crucifijo en la mano y la intención de acompañar al condenado hasta la puerta del túnel luminoso. Al verlo Severia se apartó, sin que nadie la hubiese obligado a hacerlo. Y a Ñorita, quien se aprestaba a morir escuchando las preces del cura, al verla retirarse le volvió el coraje y pidió que de modo de última voluntad le dejasen hablar.
Belisario Estomba lo pensó un instante y al fin resolvió:
– Que hable. Pero si se sobrepasa en inconveniencias, que redoblen los tambores…
El artillero Ñorita se paró sobre el banquillo y gritó casi llorando, abriéndole paso penosamente a una mueca de sonrisa:
– ¡Compañeros, como ven, voy a caer mal en esta guerra! ¡Ya no podré seguir tirando a los macacos! ¡Pido que me dejen tirar el último cañonazo!
– ¡Denegado el pedido! -exclamó Belisario Estomba, mirando a los fusileros para que tomaran posición de tiro.
En ese mismo instante, un proyectil de los imperiales dio de lleno sobre la casilla de madera construida sobre la torre de la iglesia, haciendo que el jefe de los vigías, el capitán Francisco Peña, recibiese el impacto de una astilla que le abrió el rostro desde la frente a la mandíbula.
Con la cara y el cuello envueltos en sangre, el capitán Peña bajó de la torre a todo lo que le dieron sus piernas y corrió hasta la esquina de la plaza donde había visto a Leandro Gómez y a tres de sus oficiales.
– Mi general, por la sangre de esta herida, pido gracia para el correntino Ñorita…
En realidad, el Estado Mayor ya había considerado el perdón “en atención a los servicios que voluntariamente había prestado el reo”. Pero la última palabra la tenía el General, y el General levantó su mirada oscura, arqueó las cejas y dijo que sí, que le parecía razonable otorgar la oportunidad de que aquella vida se perdiese en combate y no de aquella forma.
A continuación, el mayor Larravide salió disparado hacia el sitio del fusilamiento y cuando llegó, se cuadró frente al comandante Belisario Estomba.
– ¡Alto, comandante! ¡Alto la ejecución! La vida el reo está a salvo. El General ordena que el preso sea conducido al cuartel hasta que empiece el combate.
De inmediato, Belisario Estomba mandó retirar sus fuerzas y horas después se hizo saber en el parte oficial, que “el general Leandro Gómez le perdona la vida”.
– ¡Qué lindo! ¡Cómo se salvó! -festejó la negra Severia, mientras retornaba por el sendero de escombros a su revoltijo de trapos de la hojalatería, pasando con mala intención muy cerca de las piernas de los hombres, en un malicioso desafío a que alguien se atreviese a patear el cuerpo de una bruja.
92
21 de diciembre
“Extraña costumbre tiene esta gente de leer en voz alta sus misivas cargadas de intimidad a cualquier desconocido. Lo he visto en reiteradas ocasiones, lo he presenciado durante los breves descansos de las trincheras o mientras están echados a la sombra de una parra o entre algunos convalecientes del hospital de sangre, que recitan sus parrafadas a la pequeña Mercedes Orozco o al doctor Mongrell o al vecino agonizante. Ya he dicho que vi al mismo general Leandro Gómez pedirle al arriesgado emisario que leyese en voz alta el mensaje para el general Sáa. Digo que es una extraña costumbre porque casi todos leen con cierta grandilocuencia y afectación, como si fuesen actores solitarios a quienes parece importar más la aprobación del espectador circunstancial, que lo que piense el ignoto destinatario de la carta. Raymond Harris me ha hecho reír al asegurarme que muchos escriben cartas con el mismo ánimo de un poeta que escribe rimas, es decir, la epístola como un arte. Un arte casi sincero, si no fuera porque termina uno dudando de la existencia del destinatario y preguntándose dónde ocultara las cartas el remitente o si no las incinerará en secreto luego de provocar el deleite o la conmoción del fisgón involuntario.
Pues hoy me ha ocurrido nuevamente. Y por la talla del remitente he experimentado el pudor ajeno de ver desnuda el alma dolorida y enojada de un hombre al que todos conocen como un sujeto duro y de sensibilidad escondida, un soldado joven y prematuramente serio, con la curiosa afición a fundar poblados en la provincia de Buenos Aires y al que nadie imagina apasionado por las epopeyas de griegos y romanos. Pero así es.
Ocurrió a las tres de la tarde, cuando se suponía vacía la estancia principal de la Comandancia y el capitán Masanti me había encomendado la tarea de que ayudase a ordenar y limpiar de polvos los documentos del Estado Mayor, dispersos en la mesa principal, sobre las sillas y hasta en el piso, próximos al rincón donde acostumbraba sentarse el general Gómez.
Y en eso estábamos cuando nos sobresaltó el carraspeo breve del capitán Rafael Hernández, recogido en una pequeña mesa rinconera al fondo de la enorme y austera habitación, escribiendo a la luz solar de la ventana entornada.
– Capitán, perdone la interrupción. No lo había visto… -se disculpó Hermógenes Masanti.
– No se aflija, camarada. Así es mejor. Acabo de terminar una carta a mi hermano José quien está en Entre Ríos. Él conoce muy bien a Urquiza, pero algunas reflexiones me hacen dudar de enviarla o no. De todos modos estamos a veintiuno de diciembre y creo que ya es hora de que afuera sepan lo que todos estamos pensando. Así que, si después de que se la usted me dice que estoy equivocado, entonces no la mando…
– Lo escucho, capitán…
– “Querido José: ansiaba tener la oportunidad que se me ofrece recién hoy, para hacerte saber que aún vivimos. Con más descanso y tiempo del que ahora puedo disponer, te referiría con gusto los mil episodios de intrepidez y heroísmo que han tenido lugar en la defensa de este pueblo. Pero es tal el desencanto que me invade, que me urge una respuesta a la pregunta de por qué no llegan los refuerzos. ¿Acaso sabes si vendrá el general Urquiza con sus quince mil jinetes? ¿Has tenido noticias de los treinta y cinco mil paraguayos y los buques de guerra que prometió el mariscal Solano López? Nada, ¿verdad? Pues de este lado, hermano mío, tampoco ha llegado el general Juan Sáa y he sabido que tiene dificultades para armar su ejército, pues hay quien dice que no quieren nuestros oficiales servir con él, sólo porque él es argentino de nacimiento. ¿Adonde ha ido a parar la disciplina militar? Brazo de fierro, energía desbordante debería tener el presidente Cruz Aguirre, si es que aún quiere rehacer el camino perdido. De lo contrario, nada extraño será que en pocos días tengamos que cantar el De profundis, pues si nada cambia esta República habrá desaparecido del mapa y si, por el contrario, por piedad del vencedor llega a existir, quedará reducida a una farsa semejante a la que hacen los negros en la fiesta de los Reyes.