– ¡Mierda!… Ha llegado el momento de volver a empezar… -exclamó Raymond Harris, abandonando el plato de lata sobre la silla ruinosa, limpio, como si lo hubiese lamido un gato.
Martín Zamora miró a lo lejos y cerró los ojos. Eran la Ivahy y la Recife, generosamente cargadas de municiones, echando anclas de estribor hacia la ciudad. El Barón de Tamandaré había vuelto.
– Madre, no es cierto aquello de que no habrá más batallas… -murmuró resignado Pascual Bailón dejando la guitarra chamuscada en el suelo-. Ahora seré cadáver…
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23 de diciembre
Federico Aberasturi tenía un fino bigote que le salía por las comisuras y se descolgaba en una pequeña y elegante barba de caballero discreto. También tenía un pequeño comercio de ramos generales cerrado a cal y canto casi en la esquina de las calles Montevideo y 8 de Octubre, intocado por amigos, inadvertido por los enemigos y aprovisionado por última vez por el intrépido capitán Gabriel Soãnes de la goleta La Africana. Apretado entre dos caserones amoldurados de yeso, aún guardaba los aromas de una pequeña bonanza y permanecía de milagro a cobijo de los bombardeos recientes. En tiempos de paz vendía al por mayor, aprovisionaba de fideos, galletas marinas, frutas secas, nueces, avellanas, café, yerba, licores, ponchos de bayeta, frazadas moras, telas gruesas y tabaco en cuerda a las estancias de uno y otro lado del río; todo a buen resguardo en un sótano abovedado y libre de ratas y humedades. El comandante Aberasturi decidió que el veinticuatro de diciembre muy temprano, abriría el almacén, que levantaría la tapa del sótano y libraría las existencias a los defensores y sus familias, sin dolor ni mezquindad. Una mitad para la plaza, la otra para la isla Caridad.
“Mañana habrá Nochebuena con menudencias tradicionales, general…”, le dijo a Leandro Gómez en la Comandancia mientras lo invitaba con un damasco, luego de pensarlo muy poco y decidirlo.
Todo porque en la mañana muy temprano había entrado a la plaza el alférez Sánchez, aquel joven oficial de barba negra a quien el general Gómez había enviado con el mensaje para Lanza Seca, como le llamaban a Juan Sáa. De retorno traía otra nota fechada nueve días atrás, en la que el general invisible satisfacía el hambre de información del Estado Mayor y lo hacía muy bien, puesto que era alentador lo que decía: que permanecía oculto y acampado en los montes del río Negro, a unas veinte leguas de Paysandú; que esperaría a que el gobierno de Montevideo respondiese a su urgente pedido y le enviase el frente de sus fuerzas, el Batallón Bastarrica y la División San José; que apenas se le incorporasen, decía, continuaría su marcha hacia la ciudad sitiada y entonces todo se resolvería.
El general Leandro Gómez miró y remiró la nota, la hizo girar entre sus dedos, la estiró en la mesa librándola de las arrugas humedecidas por el sudor huevero del alférez Sánchez y miró los tirantes del techo adonde todavía no llegaba el sol. Tomó el mate, chupó con energía y comentó, con cautela, que si se tenía en cuenta la escasa distancia a que se encontraba Juan Sáa y se consideraba la fecha de su nota, era muy posible, aunque tal vez no había que ilusionarse demasiado todavía, pero que seguro era tiempo, de que los dos batallones estuviesen ya incorporados. Que la llegada del ejército de reserva, por tanto, dijo, era inminente, de horas, a lo sumo un día más, como un regalo de Navidad.
El comandante Aberasturi permaneció un buen rato en la penumbra del sótano sentado a solas sobre la bolsa de café. Afuera esperaban cuatro soldados con dos canastos de mimbre cada uno, prontos para llenarlos y repartir a cada cual su nuez, su higo seco, su damasco, su cebadura de yerba, su avellana, su galleta, su puñado de café. Aberasturi pensó que no era nada y pensó que lo era todo, pues lo que el gusto durara en la boca sería lo que Juan Sáa demoraría en llegar.
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24 de diciembre
Escribió Martín Zamora: “Es probable que la niña Mercedes Orozco quiera niños por pura venganza, que desee, con todo su corazón, ser madre y poblar de familia propia algún día estas casas ruinosas, cuando puedan levantarse. A ella le gusta divagar de cara a la noche y me ve a mí en la cabecera de una mesa de caoba y se ve a sí misma inclinada sobre grandes platos de un gusto refinado, mondando naranjas o partiendo nueces y repartiéndolas como si fuese un juego de niños. Y en sus sueños inventa bebidas que ofrecerá a los vecinos de la calle Queguay en los días de calor sofocante, jugos maravillosos, dice, rojos, verdes y azules que acompañarán nuestros panes untados en mermelada de membrillo. Sin embargo, ambos comprendemos sin decirlo, que no será posible nada de lo que se sueña, pues la oscuridad ha envuelto nuestras vidas y grande es nuestro desengaño galopante. Me atrevo a decir más: temo que apenas en horas, habrá de convertirse en carbón esta pasión que melancólicamente se va apagando como el ánima de cualquier infortunado herido del doctor Mongrell. Existe tanta desgracia en esta historia y en la vela bajo cuya luz escribo, que todo se aparenta amargo y oscuro como una carbonera de sueños o peor aun, como lo que es, una Navidad de trincheras en la cual nadie recuerda al que debe recordarse ni nadie menciona al que nació para morir por nosotros.
Sin embargo, aun así, soy el más afortunado de los guerreros en veinte leguas a la redonda. Incluyo en este pensamiento a los enemigos que nos sitian, pues en este cuento está Mercedes, una mujer con aromas de alhucema en su pelo, quien ha preferido sentir lo que soy en mi jergón tirado entre las ruinas. Y ella dormita ahora a mi lado, exhausta de guerra pero aún tibia, en un casi eterno sueño de caricia, apática, sola, confidente. En suma, hemos terminado por ceder a encantos instantáneos, a sabiendas de antemano de que no tendrán futuro ni consecuencia y he disfrutado como un moro de la inocencia compartida. Hemos bebido aguardiente con galleta, hemos partido dos nueces y mordido un mismo higo seco. Y estuve feliz, tibio, versado en proverbios, deslumbrándola con pequeñas sensaciones andaluzas, aunque en todo instante supe que antes de que la vela muera, ella se irá por donde vino”.
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27 de diciembre
Entrada la madrugada dos noches después ele la Navidad, el general Leandro Gómez se recostó vestido en su cama y apenas cayó su cabeza en la almohada se durmió profundamente sin que siquiera la tos lo molestara, mientras dos centinelas enmarcaban la puerta cerrada de la Comandancia, con la orden de despertarlo un rato antes del alba.
Las horas pasaron bajo un leve frescor de brisa suave venida del río. Sin mosquitos ni ladridos de perros perturbados, centenares de hombres echados en los fosos, en las trincheras o sobre los techos, entrecerraban sus párpados y se dejaban moldear en la materia esponjosa de los sueños con mujeres, con desmanes de tabernas y carcajadas de ginebra, dejándose ir amparados por los guardias que velaban alertas por sus desafueros invisibles y el abandono de las armas al borde de los dedos.
Al fin, Hermógenes Masanti le removió el hombro al General y lo despertó con la noticia de que el vigía Escayola, de la fuerza de avanzada del capitán Olivera, acababa de avisar que a lo lejos, con las primeras luces del amanecer, comenzaba a distinguirse un ejército.
– Ese es Sáa… -dijo el General mientras se calcaba las botas-. Enciéndame un farol que voy a vestirme como corresponde…
Un rato después, esmeradamente afeitado y luciendo la última de las tres casacas punzó que le quejaban limpias desde que doña Carmen lo había déjalo solo, el General caminó con la mayor prestancia el trecho en escalada que lo llevaba a la cima del Baluarte de la Ley, con la intención de ver con sus propios ojos lo que tanto había esperado.