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Arriba le aguardaba la algarabía de una decena de hombres eufóricos y desarrapados, que entrecruzaban sus relatos, que reían como locos mientras señalaban a lo lejos y gritaban “¡Es Lanza Seca, macacos!” y volvían a reír, como si todo lo que ocurriese en derredor les hiciese gracia.

El General los observó con extrañeza y pensó que probablemente estaban un poco borrachos o tal vez perturbados por las alucinaciones del insomnio. Pero, ¿quién no lo estaba ya, luego de esperar hora tras hora durante días la llegada inminente del fantasmal ejército salvador? Él mismo parecía un poco aturdido tratando de atender dos conversaciones a la vez, mientras el mayor Larravide se le acercaba estirándole los binoculares para que viese él mismo lo que todos festejaban.

– ¡Ese es Sáa! -confirmó el general Leandro Gómez. Y dirigiéndose al mayor, le ordenó que mandase disparar una salva de veintiún cañonazos en celebración de su llegada.

El capitán Federico Fernández se encargó de la salva. Una descarga severa y estridente, como si recién comenzase la batalla con todas las reservas disponibles. Trepidó la plaza, se despabiló engallada la soldadesca y saltó en pedazos el sueño apacible del Barón de Tamandaré en el centro del río.

Desde la torre del vigía podían verse tres grandes columnas paralelas acercándose morosas pero inexorables a las afueras de la ciudad, hasta que al fin, todo el mundo pudo ver sus banderas. Sin embargo, no eran las enseñas del general Juan Sáa. Eran las banderas de la desgracia en oro y verde.

– ¡General! -gritó alarmado el coronel Lucas Píriz-. ¡Es el ejército del mariscal Mena Barreto! ¡Y Venancio Flores le sirve de vanguardia!

Leandro Gómez palideció, se transformó en un instante, le faltó el aire, pero nadie lo percibió. Apenas si tosió, una, dos veces, y luego salivó sin mirar entre sus propias botas. Era la revulsiva sensación de haberse despojado de la sangre en la cabeza, de haber descendido abruptamente de las nubes hasta tocar la tierra, pero sin el grado de general y sin nadie a sus espaldas. De a poco, en segundos, volvió a lo que tenía pensado ser, se repuso y se encogió de hombros, con una vaga irritación que le crecía alejándolo de todas las resignaciones.

– ¿Y qué? -dijo casi gritando-. ¡Continuamente ocurren cosas parecidas!

El coronel Píriz lo miró sorprendido. Leandro Gómez volvió a retomar los gemelos y divisó las banderas imperiales. Entonces reflexionó un momento y modificó su frase:

– Continuamente me ocurren al menos. No importa, pelearemos contra los brasileños y contra Flores… Y si nos toca morir, aquí moriremos…

Luego, en la cima de la indignación, miró hacia abajo, hacia todos los hombres de la plaza, y gritó enfurecido:

– ¡Cada cual a su puesto de honor!

A pocos metros del Baluarte de la Ley, recostado a la gigantesca rueda de una carreta carbonizada por los primeros fuegos, el capitán Federico Fernández permanecía inmóvil. Observaba el desconcierto de sus dos artilleros, el teniente Rafael Pons y el sargento distinguido Rafael Irrazábal, de pie frente a los cañones todavía calientes por la salva.

Parecían tardar demasiado en emerger de su marasmo con regusto a humillación, como si les resultase intolerable haber desperdiciado una veintena de proyectiles tirados al cielo, solo para festejar la llegada del enemigo.

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28 de diciembre

La noticia propalada de boca en boca y de trinchera en trinchera de que Juan Sáa y su ejército de reserva no llegarían jamás, desacomodó a tal punto el espíritu de algunos hombres de la defensa, que no demoraron en aparecer las botellas ocultas para regar las ignominias, para facilitar las maldiciones al gobierno o para denostar a los cajetillas de Montevideo, que no hacían más que enviar anuncios de gloria y títulos honoríficos ocultos bajo las enaguas de mujeres que marchaban amparadas en la noche.

Y hasta aparecieron los exabruptos de quienes pusieron en tela de juicio la cordura y el sentido común del general Leandro Gómez; o los que atribuyeron a su tuberculosis galopante una creciente actitud suicida, la de preferir la muerte en una gloria que los cubriese a todos como un manto, antes que agonizar atorado en su sangre en la cama pringosa de un dormitorio aislado y a oscuras; o los enfrentamientos entre los que dijeron “nos quedamos” y los que dijeron “nos vamos”, que una cosa es lo que piensa el bayo y otra el que lo monta.

Entre los que se fueron, un joven capitán llamado Carlos Flores hizo estragos convenciendo a varios de sus subalternos del derecho de cada uno a tenerle miedo a la muerte, de lo absurdo que resultaba ser veinte veces inferiores y empecinarse en resistir, de lo idiotas que parecían aquellos escasos seiscientos hombres presentando batalla a dieciséis mil guerreros bien alimentados y mejor armados. El capitán Carlos Flores los mareó con pocas palabras, les enseñó luego el portón de la salida y marcharon desarmados por el camino Real en dirección al puerto.

Muchos los vieron irse, pero nadie los detuvo ni les gritaron ni les hicieron recriminación alguna. Los hirieron con silencios y les abrieron paso, solo eso. Ni siquiera increparon al capitán.

Y si alguien tuvo la intención de decir a su paso “un Flores tenías que ser, cagón”, por lo menos nadie lo escuchó.

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28 de diciembre

Desde todas las azoteas, los apostaderos de los vigías y la cima del Baluarte de la Ley, era posible ver con claridad al enemigo marchando en dos columnas morosas, cual vistosas filas de niños bien educados camino del río. Luego comenzaron a abrirse como si un obstáculo invisible se hubiese interpuesto en medio, hasta marchar separados por completo: una columna en dirección al puerto y la otra hacia el arroyo Sacra, ambas sumando bajo el cielo incendiado de diciembre, un ominoso, rítmico y lejano ruido de herrajes, de diez mil espuelas de plata levantando el polvillo de los pastizales.

El mayor Larravide estaba absorto en los binoculares, cuando el coronel Píriz se aproximó y le preguntó en voz baja:

– ¿Cuántos hombres calcula usted en cada columna?

– Unos cinco mil…

– ¿Ve piezas de artillería?

– La columna de la derecha tiene dieciséis… Y la de la izquierda… otras tantas.

– ¿Dieciséis piezas cada una?… ¿No lo engañan sus ojos, mayor?… ¿No serán carretas?

El mayor Larravide le extendió los gemelos, mientras hacía un doble chistido de labios, negando.

– Por desgracia son cañones, coronel. Observe usted mismo…

– Tiene razón, no son carretas…

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29 de diciembre

Escribió Martín Zamora: “Ellos están ahí. Ahora son dieciséis mil hombres dedicados a un tiempo a pensar con maldad en los seiscientos sitiados, es decir, en nosotros. Si logro sobrevivir y esto sigue así, terminaré recordando esta guerra como si hubieran sido mis únicos días de paz, pues el tiempo que se toman para iniciar el último ataque parece una eternidad.

Aunque nadie ignora que han decidido no entretenerse más con nuestras vidas, pues se ha divulgado la noticia de que a legua y media de aquí, acampados a orillas del río San Francisco, están deliberando Tamandaré con su cara de loro adormilado, João Propicio Mena Barreto, Souza Netto y Venancio Flores sobre la forma en que repartirán el botín. Y hasta se dice que han fijado con exactitud la batalla final para las cuatro horas veinte minutos del último día de diciembre. Y afirman que el Barón está obsesionado como un hijo caprichoso con la idea de quebrar nuestra bandera de combate y hacer que en su lugar, el Año Nuevo encuentre la bandera imperial en la cúpula de la iglesia de Paysandú.

Nadie quiere ni pensar en eso. Pero la única artillería útil que he visto para defender el templo son las dos piezas de fierro, de a doce una y de a ocho la otra, porque la de a seis, desfogonada, apenas puede hacer uno que otro tiro en caso extremo. De todos modos, como ha dicho Pascual Bailón con su sonrisa de buen muchacho, ‘pobre de ellos’”.