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30 de diciembre

La escasa y extraña distancia que parece mediar a veces entre la lucha y la rendición o entre las carnicerías y los armisticios, la hicieron y la deshicieron la mayoría de los defensores de Paysandú en las pocas horas de depresión en que supieron, tras la maraña de rumores y los ramalazos de ilusión, que se quedarían al fin, solos.

Nada o casi nada parecía ser, no ya un signo, indicio o huella, ni siquiera presagio de la tempestad que se avecinaba. Ni aun cuando una hora antes de la medianoche de la última noche del año, comenzó a llegar a todas las trincheras un ruido escandaloso, ominoso, descarado, como si miles de gitanos a pie o conduciendo exageradas carretas chirriantes cargadas de pertrechos y cacharros de cobre se fuesen aproximando en la oscuridad, hasta cubrir todo el norte del pueblo.

Al fin, la noche comenzó a aligerarse de estruendos y traqueteos, y los miles de imperiales con muecas de perdonavidas del mariscal João Propicio Mena Barreto terminaron por detenerse e instalarse en el alto de la cuchilla Bella Vista, a menos de diez cuadras de la plaza de la Constitución.

Sin embargo, pocos de los que aguardaban en la ciudad acantonada denotaban alarma ni parecía importarles que estuviesen allí, apenas a quinientos metros del centro del pueblo. Sabían lo que estaba ocurriendo. Perfectamente lo sabían, pero no querían darse por enterados.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, rendidos por el cansancio de esperar, adormilados por la sed y el aire sofocante, ocultos en su proliferación de barbas y en su ruindad de huesos, simplemente aguardaban de espaldas a lo que se adivinaba más allá de las construcciones esbozadas, sin que se crispara ningún dedo sobre los gatillos.

También por el oeste ocurrían movimientos parecidos. José Antonio Correia da Cámara, un hombre ignorante de que el destino lo llevaría un día a Cerro Corá para matar con su mano al mariscal Francisco Solano López, y más ignorante aun de que recibiría por su hazaña el título tan viril de Vizconde de Pelotas, desembarcó cuatro cañones de la escuadra del Barón y los aproximó con seiscientos hombres hasta donde pudo para bombardear por tierra los baluartes de la plaza.

Mientras tanto, a la luz de leche de la misma luna del año que se iba, el general Leandro Gómez, el coronel Lucas Píriz y el capitán Hermógenes Masanti recorrieron a caballo, al paso y por el centro de la calle 18 de Julio, las cuadras de ida y vuelta de todo el recinto atrincherado.

El sonido cloqueante y suave de los cascos sobre las piedras del paseo nocturno sacó poco a poco a la gente del letargo y los llevó a acomodarse en sus sitios en mejor posición. Al fin, cuando el trío de jinetes llegó a la línea de defensa, el General acercó el caballo hasta el puesto de mando y le preguntó al comandante Aberasturi qué pensaba de todo aquel escándalo de gritos y carruajes a lo lejos.

– No hay duda de que ya están casi prontos, general -respondió Aberasturi-. Pero sería bueno saber lo que están haciendo en realidad…

– Pues mande al capitán Abelardo Maroto con veinte hombres; que vayan agazapados y que observen sin ser vistos. En media hora lo quiero de vuelta en la Comandancia.

Y así lo hicieron; fueron y vinieron gateando entre las casas, pasando subrepticiamente de manzana en manzana, si así podía llamarse a los montones indescifrables de escombros.

Pero el joven capitán se extralimitó. Sus hombres se adelantaron temerariamente hasta quedar a cien pasos de los campamentos recién montados e hicieron fuego, matando con facilidad a dos imperiales negros que llevaban dos faroles cada uno colgando de sus manos camino de las carpas.

Los sitiadores contestaron de inmediato con un ruido ensordecedor de fusilería, pero ni el capitán Maroto ni sus veinte hombres estaban ya donde ellos suponían que se habían ocultado.

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30 de diciembre

En varias ocasiones Martín Zamora le comentó Raymond Harris que el general Gómez le resultaba un hombre conmovedor: un arrebatado irracional en la eterna carga de temer por la suerte de su gente, solitario que parecía buscar secretamente morir al principio y no al final de las batallas, con la finalidad le evitarse humillaciones y ahorrar sufrimientos a sus hombres. Martín Zamora contó que él había visto llegar al capitán Maroto con la noticia de que los sitiadores estaban en plena tarea de construir una batería en Bella Vista, una zona rodeada de tunas, situada en la cumbre de la cuchilla extendida al norte del pueblo, que él había observado al General no titubear un segundo al dar la orden crucial al mayor Larravide en el patio de la Comandancia, tal vez porque era consiente de que ya nadie aceptaba una sola sombra más de duda: los defensores debían empezar la batalla.

– Mañana, en cuanto raye el día -ordenó-, me desaloja al enemigo.

La expresión del mayor fue la misma que le veló el rostro a Martín Zamora, un indefenso estupor que le hizo levantar las cejas bajo la luna y pedir una instrucción:

– Ordene el General cómo y de qué manera podemos hacerlo.

– Nada. Reserve el miedo para ellos y la rabia para nosotros. Lo hará a cañonazos. No quiero que salga ninguna tropa fuera de trincheras. ¿De acuerdo, mayor?

– Sí, señor.

Luego, sin ningún miramiento, el General tosió con potencia y escupió como un viento su fuego rojo de tuberculosis en el suelo, como si le importara un carajo que se preguntasen si era realmente posible que alguien que se sabe apenas con dos cañones de mierda apostados en la plaza, pudiese ordenar con la mayor soltura lo que acababa de ordenar.

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30 de diciembre

Escribió Martín Zamora: “He sabido algo terrible y lo diré, pues tal vez sean estas las últimas palabras que escriba. Mientras lo hago, ha terminado este rincón del mundo por quedar encerrado en un anillo perfecto de hombres, barcos y cañones. Si quieren que nos desmoralicemos, pues están cagaos. Como ha dicho el general Leandro Gómez, venceremos o moriremos. Más bien lo último que lo primero, pues ahora sí que la soledad es tan perfecta como la muerte y nadie vendrá del mundo exterior para evitarlo.

‘No me pregunte por la fuente de información’, le ha dicho Raymond Harris una hora atrás, con la boca blanca por la sed, rendido de andar por su cuenta fuera de la ciudad, antes de decirme que ahora sí se sabe, definitivamente, que no vendrá el mariscal López con sus treinta y cinco mil paraguayos. Que ese soberbio fantasma se ha ido aun más lejos de nosotros, a endulzarse con el Matto Grosso y dejando nuestra urgencia para más tarde, seguramente para cuando ya no lo sea.

Pero lo peor es que tampoco cruzará el río el general Justo José de Urquiza con sus quince mil jinetes, pues para quitarlo de en medio el inglés Harris afirma que ha bastado con un brasileño solo, el marqués de Erval, don Manuel Osorio, el jefe de la caballería de João Propicio.

Dice Harris que el Marqués cruzó el río Uruguay en la noche de Navidad con uniforme de gala y acompañado de dos asistentes por toda protección. Que en apenas un día llegó de madrugada al Palacio San José de Entre Ríos, para abrazar con antiguo afecto al caudillo argentino, luego de sorprenderlo en las caballerizas inspeccionando sus seis caballos de tremenda alzada, tomando en su mate de plata y oro y acompañándose de un indio anciano que le servía en silencio con una pava caliente en la mano.

Con mucho recelo le pregunté al inglés Harris que si no era a través del mismo marqués que se había enterado de tanto detalle, por lo menos, si es que deseaba que le creyese, tenía que inquietarse y aceptar que había estado con uno de los asistentes que le sirvieron de escolta. Pero él insistió en la reticencia: ‘¿Quién soy yo para inquietarme, Zamora, si nadie me cree?’. Y volvió a repetir: ‘Por favor, no me pregunte por la fuente de información. Déjeme contarle lo que sé…’.