Martín Zamora se lamió los labios acartonados y se preguntó cómo estarían sus parientes viviendo el Año Nuevo en la antigua fortaleza poblada de Castellar de Andalucía. Las uvas de medianoche…
– Estamos en otro mundo, en donde el hombre lo puede vivir. ¿Por qué estáis mudos?
– No estamos en otro mundo, andaluz… -rió sargento de apellido Romagnoli-. La señora de Laserre duerme en la isla Caridad y nosotros le cuidamos la casa.
Nadie más habló. Sólo Pascual Bailón expresaba con dedos rápidos su musiquilla suave al fondo de la gran habitación.
A una cuadra de distancia, cuando se iniciaba tenue la claridad de la madrugada, el Detall inició un vibrante toque de diana que enseguida fue repetido en todos los cuerpos de la guarnición.
El capitán Hermenegildo Alarcón pasó al trote frente a las ventanas destrozadas y abiertas a la calle y dio el grito de alerta para la pelea.
El negro Guite vio que en la esquina de la plaza, frente a la casa de la familia Argentó, el teniente Rafael Pons encendía la mecha del cañón y aguardaba la orden de hacer fuego apuntando hacia Bella Vista.
– El muchacho tiene huevos… -dijo Harris, acercándose por detrás del gigante Guite, dándole un codazo mientras observaba a lo lejos la figura menuda del teniente Pons con su sombrero negro de ala requintada y su aire de buena suerte. Se suponía que en la otra esquina, frente a la casa de Paredes, también hacía otro tanto el sargento distinguido Juan Irrazábal, los dos artilleros, “muchachos del capitán Federico Fernández”, prontos a prologar la batalla final.
Al despuntar el sol en el horizonte se escuchó la diana nuevamente y luego se instaló el silencio absoluto, cubriendo una prudencia latente sobre los techos del pueblo, apenas roto por la nitidez de una tos seca que venía de lo alto del torreón de la plaza.
– Llegó la hora, mis amigos… -avisó Raymond Harris tomando el fusil-. Junto a esa diana romperá el fuego.
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31 de diciembre
Y así fue. Seguramente el general Venancio Flores, el mariscal João Propicio Mena Barreto, condecorado como un árbol de Navidad, y el señor feudal y brigadier honorario Antonio de Souza Netto y el Barón de Tamandaré, oliendo a gente de calidad entre sus artilleros de la Recife esperaron la pequeña osadía del primer cañonazo lanzado por el polvoriento teniente Juan José Díaz.
Fue apenas un escupitajo de fuego lanzado a medio cielo desde el torreón de la plaza de la Constitución, pero más que suficiente para desatar aquel pandemonio de cuarenta cañones de todo calibre, todos rugiendo a un tiempo con tal furia, que lograron abultarles las braguetas de pura excitación a los generales.
Una nube de polvo y humo negro envolvió en segundos el espacio de la plaza, mientras balas rasas, metrallas y cascotes volaban, saltaban o estallaban como si un dinamitero enloquecido se hubiera ensañado con la iglesia del cura Bellando y con las construcciones de los alrededores. En medio del bombardeo infernal y los incendios, los hombres librados de las balas se apretujaban en los recovecos de los cantones o taponaban con colchones y bolsas de lana las averías mientras otros morían sin haber tenido la oportunidad de dispararle un solo tiro a alguien, pues los brasileños y los hombres de Venancio Flores observaban o desayunaban café con galleta a prudente distancia, fuera del alcance de los fusiles.
Solo los hombres de las cinco piezas de artillería disponibles respondían a los cuarenta cañones abiertos en semicírculo desde el centro del río hasta la cuchilla Bella Vista.
Y nunca se les vio en el mismo sitio. Cada poco, entre tres o cuatro artilleros arrastraban los cañones de un cantón a otro o hasta una tronera debilitada por las bajas o al centro de una manzana en donde era preciso desalojar a las hordas de invasores cada vez más cerca.
Desde la ventana alta y descalabrada de la sacristía, los hombres del mayor Belisario Estomba se turnaban detrás de un cañoncito recalentado y ridículo, ajenos al torrencial despilfarro de gritos de Felipe Argentó desde el Cuartel de Artillería.
– ¡Dejen de joder! ¡Paren esa mierda que nos están fusilando a cañonazos! -aullaba a todo pescuezo desde el Cuartel de Artillería, pues por cada tiro del pequeño cañón, debajo recibían a cambio una andanada de treinta balas brasileñas.
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31 de diciembre
A las diez de la mañana se cumplió la advertencia. Primero cayó estruendosamente la torre norte de la iglesia y luego una nube de terror se conformó sobre el Cuartel de Artillería. En su corralón, cercado por una pared de ladrillo sentada en barro, atronerada y resguardada fuera por una zanja, un piquete de infantería de Guardias Nacionales recibió un anticipo de tres y luego seis bombas juntas de los imperiales.
La muerte se los llevó a todos sin tiempo para un grito. Sólo quedó un semivivo revolcándose en el suelo y por poco rato: era el mismo Felipe Bartolomé Argentó, arrastrándose afuera sin las dos piernas, gritando hacia las nubes que había llegado la hora de morir peleando y haciendo encargos, mientras se iba sin queja, de que los sobrevivientes velasen por su familia.
A las diez y media había sido sustituida la primera mitad de los artilleros muertos. El aindiado capitán Mandacurú ordenaba a vozarrón destemplado quién sí, quién no y cuál cañón necesitaba un hombre vivo detrás. Pons e Irrazábal sobrevivían de milagro. Y en medio del vértigo, entre los desgarros de la niebla encontraban trozos de instantes para mirarse a lo lejos y saberse acompañados mientras cargaban y tiraban, descoyuntados, mientras volvían a cargar y volvían a tirar, delirando, frenéticos, soñando breve con que la bala que salía diese a lo lejos y de lleno sobre el pecho de algún brasileño arrepentido de haber venido desde tan lejos, sólo para encontrar la nada en Año Nuevo.
Pero jamás supieron si le dieron a algo, pues por esas horas de furia sin lenguaje, la gente se mataba sin verse.
En lo alto, estremecido por el cañoneo continuo, el Baluarte de la Ley amenazaba con resquebrajarse y venirse abajo en el momento menos pensado. A las once menos cuarto, uno de sus cañones se partió en pedazos y doblado sobre su armón hirviente, envuelto en cerrazón de polvo, descabezado por un proyectil imperial desproporcionado para él, el correntino Ñorita cayó muerto, tal como dijo que deseaba morir el día en que el general Gómez le perdonó su pequeño delito frente a los compañeros encargados de fusilarlo.
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31 de diciembre
Mientras caían bajo el sol ardiente los cohetes a la congreve y las bombas tronadoras sobre el caserón de Laserre y se desplomaban las vigas del techo y las paredes se plegaban como hojas de papel para oscilar y derrumbarse estruendosamente y morían quebrantados bajo los escombros ocho de los trece hombres y sobrevivían milagrosamente el capitán Ovidio Warnes, el gigante negro Guite, Raymond Harris y Martín Zamora, el teniente músico, amparado en la mampostería del rincón, encorvado sobre el piano blanco de señorita, continuaba tocando como un endemoniado una y otra vez la misma polka, hasta que al fin, a las once en punto de la mañana, el fuego de los sitiadores cesó por completo.
Martín Zamora, quien había aguardado durante su pequeña eternidad a que una bala lo alcanzase, con el cerebro anegado por un zumbido ensordecedor que sólo él escuchaba, se quitó de encima un sillón de cedro y a rastras se acercó al hueco en la pared, de donde el negro Guite no se había apartado un milímetro con su fusil apretado entre las manos.
En ningún momento el gigante había dejado de vigilar la esquina visible de la plaza. Humo denso, polvo en remolino, hogueras crepitantes, escombros, sólo eso se veía afuera. Pero la excesiva proximidad de lo que se adivinaba detrás lo tenía como encandilado.