Sin embargo, más allá del silencio hirviente que había seguido a los cañones, la furia musical de Pascual Bailón, blanco y fantasmal, desfigurado por su argamasa propia de sudor y de polvo, ganó el espacio y le desbarató los nervios a quienes, hundidos en las trincheras a una cuadra de distancia, jamás imaginaron ese milagro a las espaldas.
– ¡Que te callas de una vez, me cago en tus muertos! -le gritó Martín Zamora fuera de sí.
El teniente Pascual Bailón enderezó su espalda, engarfió los dedos en el aire y los dejó allí, todo él, congelado y solo, gimiendo como un animal herido, con los ojos fijos en el fusil que aún descansaba frío sobre el piano.
El capitán Ovidio Warnes se levantó del suelo y fue el primero en salir afuera. Al disiparse el humo, los vigías sobrevivientes advirtieron desde los techos que la infantería imperial había iniciado su movimiento de ataque hacia la línea norte. Gritaban que eran centenares los macacos, que estaban apenas a doscientos metros desplegándose en guerrillas, ingresando a las primeras filas de viviendas y cubriéndose con lo que encontraban.
Esta vez habían desistido de entrar, como en el primer ataque del seis de diciembre, por el medio de las calles. Se les veía con piquetas y palas, abriendo portillos y boquetes en las paredes de las casas, en los cercos y tapiales, avanzando lentamente a través de las manzanas y guarecidos del fuego de los defensores.
– ¡Se vienen, van a asaltar por el norte! -gritó Larravide.
Medio Batallón Defensores llegó al trote para reforzar la línea donde estaban el mismo general Leandro Gómez, el capitán Areta, el comandante Aberasturi y el capitán Hermógenes Masanti, todos ocupados en recomponer los parapetos o en arrastrar heridos y moribundos hasta el hospital de sangre.
Y apresurándose de nuevo, agotados y enardecidos, los defensores desataron el fuego de la fusilería. Esta vez sí, de tan cerca que llegaban, los atacantes morían sabiendo quiénes les habían quitado la existencia.
En algunos puntos de la línea, los brasileños llegaron hasta la misma pared que resguardaba a los sitiados, para terminar cayendo por decenas, planchando el rostro en tierra y resollando como asmáticos, desangrándose obcecadamente al pie de lo muros, mientras los defensores continuaban tirando con sus mismos fusiles abandonados.
Y cuando algo así ocurría, un clarín o un tambor daban a entender que en algún lugar de la tortuosa línea de defensa, un grupo de cuarenta o cincuenta Guardias Nacionales había derrotado a todo un batallón de brasileños.
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A las dos de la tarde la niña Mercedes, bañada de sangre hasta la cofia, lloraba mordiéndose los labios, mientras sostenía con todas sus fuerzas el muslo crispado de un teniente francés, un joven voluntario de veinte años, de apellido Rousseau, y de quien prefería ignorar su nombre. Vagamente furiosa bajo su congoja, esperaba el instante inevitable en que el doctor Mongrell terminase de aserrar la pierna helada por debajo de la rodilla, para ocuparse de otro herido y dejar de mirarle los ojos desmesurados al muchacho anhelante y huesudo, pálido como un espectro.
Afuera trepidaban las construcciones tras los estallidos de las bombas. Un viento caliente y vegetal llegado desde el río y más allá, hacía que el humo picante de la pólvora que entraba en oleadas al interior, terminara por convertirse en beneficioso al desfigurar la atmósfera de pestilencia dulzona del hospital.
Cuando el médico terminó la tarea y dejó caer al suelo el resto del miembro que pateó debajo de la mesa, ella volteó la cabeza a un lado y abrió su boca seca en una arcada desmesurada y sin resultado, puesto que en su estómago no había el menor indicio de alimento.
El médico no la miró mientras ataba con tiras de trapos pringosos y metía torniquete sobre el extremo del destrozo que acababa de hacer. Se terminaban las vendas, porque se terminaban las sábanas y las mujeres habían empezado ya a rasgar sus enaguas y sus vestidos.
Antes de separarse para pasar a otro hombre, Vicente Mongrell dejó reposar un instante la palma caliente de su mano sobre la frente afiebrada del teniente Jacques Rousseau y con ese solo gesto, lo invitó a tranquilizarse o a morirse allí mismo, con la mandíbula colgando y sus ojos de locura, sin fuerzas para el grito, ni menos aun para un resquicio más de fe en el misterioso prestigio de la medicina infalible.
Ni para bien ni para mal, el galeno valenciano no tenía nada que decirle a nadie. Apenas si tenía fuerzas para preguntarse cuántos quedarían vivos todavía afuera.
Desde sus heridos distantes, al otro lado de la sala enardecida de dolores en apogeo, doña Leticia Orozco y la mujer de Torcuato Fernández miraron a Mercedes y la compadecieron.
– ¡Fuerza hija, fuerza! -gritaba doña Leticia ahogada por el estruendo exterior. Pero no tenía convicción en el aliento.
Se le adivinaba la voz cascada por la misma terrible sed que agobiaba a los sobrevivientes de adentro y que se arrastraba como una serpiente resecada fuera del hospital hacia las calles, hacia los techos y los árboles quebrados, contagiando todas las trincheras y todos los parapetos bajo el sol calcinante de las tres, haciendo que Paysandú entera delirase por un jarro de agua clara.
Entonces la niña Mercedes Orozco se repuso, sofocó sus sollozos y volvió a rasgar su enagua de harapos, una, dos veces, hasta hacer una larga y fina tira de lino que el doctor Mongrell sabría muy bien qué hacer con ella.
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31 de diciembre
A las tres de la tarde, cuando el fuego era general en las líneas de defensa norte y oeste, los soldados del 3º de Infantería del mariscal João Propicio se corrieron por su flanco derecho, circunvalaron las dos cuadras fortificadas que miraban al puerto y tras un demoledor tiroteo terminaron por abatir la trinchera de la Aduana, ubicada frente al portón de la calle Real.
– ¿Qué se le habrá perdido en Calcuta a estos sarracenos? -se preguntó Raymond Harris. Entre los soldados brasileños que saltaban tras la trinchera ubicada en la esquina del gigantesco edificio de nueve aberturas en el frente, había distinguido la figura desarrapada y alcahueta del hojalatero Sengotita señalándoles el sitio donde estaba el coronel Lucas Píriz para luego volverse a ocultar. Para asombro del inglés, mientras los brasileños descargaban su fusilería sobre el portón levadizo, la negra Severia emergió como un fantasma empolvado en medio del tiroteo y con las manos juntas en un rezo, atravesó la calle con su paso de rata apurada en dirección a los defensores. Era evidente su intención de acercarse y prodigar en alguno de sus rostros aquellas caricias repugnantes y de mal agüero, mientras repetía una y otra vez “¡Ay, pero qué lindos que son! ¡No dejen de venir!”.
– ¡Maten a la muerte! -gritó uno de los hermanos Ribero.
– ¡No dejen cruzar la calle a esa bruja! -gritó el comandante Silvestre Hernández.
– No, señor… -dijo Raymond Harris en voz baja. Mientras apuntaba, tranquilizaba su conciencia recordando una sobremesa nocturna en el sitio de Cawnpore, en donde el joven teniente Rupert Coates hacía comentarios crueles sobre el efecto placebo que solía tener para un grupo de guerreros debilitados, terminar de un golpe de gracia con todo aquello que oliera a mal presagio. La negra Severia, entre todos los hombres desfigurados por la escoria y el humo, lo distinguió como a una luciérnaga en la oscuridad y sin titubear se dirigió en línea recta hacia Raymond Harris.
Con su misterioso instinto para identificar la perfecta mitad de las cosas, el inglés esperó a que la temida mujer estuviese en el centro de la calle, para apretar el gatillo y alojarle un certero plomazo en el centro de la frente. El impacto la detuvo en seco, la hizo girar hacia atrás como una bailarina jubilada, hasta que al fin cayó envuelta en su maraña de trapos con los brazos muy abiertos, como si hubiese estado esperando el abrazo último del brasileño más cercano.