Pero la orden no pudo cumplirse al pie de la letra. Las balas habían cortado las cuerdas del asta y se las veía inalcanzables en la altura, volando a merced del viento. Entonces, el general Gómez ordenó a gritos que no perdiesen más tiempo, que levantaran banderas blancas en todos los cantones y suspendiesen el fuego, añadiendo de viva voz que si los enemigos se aproximaban irrespetuosos de la situación, se les intimara a retirarse bajo amenaza de tirar a matar.
Y así comenzó a generarse desde el centro hasta los puntos más alejados de la plaza de la Constitución, el más grande de los malentendidos.
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2 de enero
En aquel momento los defensores supieron lo que era la desesperación. Apenas las banderas blancas se hicieron visibles sobre trincheras y cantones de Paysandú, un silencio ensordecedor se agolpó de pronto en todas las manzanas de la ciudad sitiada.
No obstante, como si hubiesen estado esperando durante mucho tiempo aquella hora, desde algún descampado ubicado entre las líneas enemigas, rompieron a sonar los trombones, trompetas y tambores de una gigantesca banda de músicos brasileños, desatando de inmediato el rugido de una multitud que tiroteaba al sol recién aparecido y se entregaba a la euforia de un festejo incontenible.
Los quince hombres del comandante Torcuato González que reforzaban la trinchera del almacén “El ancla dorada”, ante el carácter bestial e ingenuo que parecía tener la situación, no atinaron a responder a los vítores de los soldados floristas o a la sorprendente conducta de los brasileños, que comenzaron a trasponer los muros despedazados a cañonazos, que en el mayor orden se acercaron hasta ellos como si no hubiese ya el menor peligro, elogiándoles su fiera obstinación durante tanto tiempo, empleando palabras que parecían venir de un salvaje rito de fraternidad repentina, tratándolos como si de verdad se hubiesen rendido con honor.
A la luz de la mañana, las fuerzas brasileñas habían identificado ya todos los puntos de la línea en los que sólo sobrevivía un centinela o un puñado de defensores maltrechos y sin fuerzas siquiera para erguirse sobre sus rodillas y sus codos. Y por aquellas ventanas y portones desmoronados o removidos a patadas y culatazos, entraron los sitiadores en tropel, desplegándose por centenares entre tanta desventura sin que nadie hubiera para ofrecerles resistencia. Y cuando Leandro Gómez lo supo desde la plaza, los imperiales ya se hallaban avanzando por el centro de la calle Real, traspasando las trincheras y cortando en dos los diezmados piquetes de defensores.
Los que resistían caían muertos en el acto o eran hechos prisioneros y dejados atados y acostados en los cráteres de las trincheras, para hacerse cargo de ellos más tarde. Otros, que retrocedían arrastrando las suelas de las botas hacia el último refugio de la plaza, sin dejar de tirarles, gritaban rabiosos “¡traición!, ¡traición!”, apresurándose a recubrirlo todo y a ocultarse de la luz del día entre las cuevas dejadas por los escombros.
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Sólo el general Leandro Gómez, con el rostro congestionado por la asfixia de sus pulmones rotos, trataba de mantener la calma mientras le gritaba a Belisario Estomba, a Federico Fernández, a Emilio Raña y a Ovidio Warnes que corriesen a disponer que el resto de las fuerzas se concentrara en la plaza para continuar la resistencia.
Sin embargo, en medio de la confusión y del hormigueo incesante de hombres desesperados, aquella orden era imposible de cumplir.
Fuera de sí, sin entender lo que ya se perseguía, el mayor Torcuato González abandonó la Jefatura y salió a la calle desaforado, gritándole a todo el que lo quisiese oír:
– ¡Este general Gómez se opone a la rendición incondicional! ¡Está enfermo y encaprichado! ¡No podemos resistir más, carajo!
En algunos sitios, algunos oficiales de pocas palabras, puño recio y corazón franco, rompían ya sus espadas o daban contra el suelo sus fusiles, suponiendo desesperados que los altos jefes los habían entregado.
Apenas si un centenar de hombres logró replegarse hasta la plaza, pero también allí se encontraron con un millar de imperiales esperando, hasta rodearlos como a perros rabiosos y matarlos a lanza y sable uno tras otro.
– ¡Nos liquidan, me cago en Dio! -aullaba Martín Zamora, arrollado entre estropajos de colchones, esquivando los silbatazos de las balas y tirando sin desperdiciar. Le dolía atrozmente la vieja herida que le resentía la pierna y le quedaban apenas media docena de proyectiles. Raymond Harris tenía un tajo aparatoso en el cuello y su camisa blanca parecía un extraño escudo de familia, con una mitad caprichosamente roja y la otra antiguamente nívea. Su energía iba perdiéndose, aunque no tanto que le impidiese caminar. Es más, tiraba a la par del gigante negro Guite y entre los tres trataban de evitar que aquellos replegados a la plaza, que se defendían con sus bayonetas, con cascotes, con cuchillos, con lo que podían, no fuesen fusilados por la espalda, mientras los brasileños seguían haciendo prisioneros o se ocupaban de arriar la bandera oriental que tremolaba harapienta en la cúpula de la media naranja de la iglesia, para enarbolar en su lugar el pabellón oro y verde del Imperio del Brasil.
Sin mirarlo, Raymond Harris se aproximó lo que pudo a Martín Zamora y le habló con rapidez. Era evidente que se disponía a marcharse.
– Preste atención, Martín, acá se pudrió todo. Apenas pueda, trate de atravesar la línea detrás de “El ancla dorada” y por los fondos llegará a la casa de Sardá que tendrá una bandera argentina en la ventana.
A quien lo detenga, diga en seña “Mitre es grande”, pida asilo en el sótano y no abra más la boca. Allí estaré yo esperándolo o me esperará a mí, después veremos. Tal vez podamos refugiarnos en La Africana…
– Pero, ¿quién mierda se cree usted que es? -se enfureció Martín Zamora.
– ¡No sea imbécil y haga lo que le digo! -aconsejó el inglés Harris; y cuando se irguió para desaparecer, la herida refulgió de golpe en la camisa-. Buena suerte…
Mientras tanto, oculto tras el montículo del piano blanco de señorita, al teniente Pascual Bailón ni se le veía ni se le escuchaba.
Fue entonces cuando una pequeña y apresurada comitiva, portando una bandera blanca, apareció entre remolinos de humo negro por el mismo costado del caserón por donde había desaparecido Raymond Harris. Martín Zamora se apresuró a llamar al capitán Masanti y entre los dos custodiaron a los recién llegados hasta el interior del despacho del general Gómez. Al frente iba el coronel Atanasildo Saldaña, cumplidor de su palabra, quien retornaba con la respuesta firmada con puños y letras de general, barón y mariscal y en la que todos decían que no.
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Al señor general don Leandro Gómez:
Después de la obstinada resistencia hecha por la guarnición de su mando, sin esperanza alguna de salvación, no puede hacerse lugar a la tregua que V. S. solicita en su nota de ayer que acabamos de recibir, no obstante los derechos de la guerra que invoca.
Dentro de las ocho horas de tregua que V. S. solicita, debemos hallarnos en posesión de esa plaza. Conceder esa tregua sería concurrir por nuestra parte al aumento de las calamidades de la guerra y si V. S. desea que se atienda a los heridos y que se dé sepultura a los muertos, evitando al mismo tiempo la ruina de la población y la efusión de sangre, cuya responsabilidad pesa exclusivamente sobre V.S., ríndase con la guarnición a su mando en calidad de prisioneros de guerra, en cuya condición serán tratados con las consideraciones debidas, única proposición que podemos hacerle.
Dios guarde a V. S. muchos años.
Venancio Flores, Barón de Tamandaré,