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João Propicio Mena Barreto

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2 de enero

Mientras afuera arreciaban las ráfagas de la fusilería, Martín Zamora permanecía inmóvil a un lado de la puerta y desde su altura, con el fusil terciado sobre el pecho, miraba fijo al viejo coronel Saldaña, quien a su vez lo observaba a él con curiosidad mientras el General leía.

Alrededor de la miserable mesa desvencijada de tres patas, envueltos en la niebla de polvo y humo acre que todo lo ocupaba, el comandante Emilio Raña, Ernesto de las Carreras, el capitán Hermógenes Masanti y el jovencito Atanasio Ribero, esperaban que el General terminase de darle vueltas a la carta.

Al fin, con los ojos irritados por la atmósfera apenas soportable, Leandro Gómez levantó la cabeza, tosió una, dos veces, y le dijo a Atanasio:

– Siéntate. Vamos a contestar esta nota…

Con el rostro pequeño y descolorido enmarcado en la desparramada opulencia de sus cabellos, Atanasio se sentó y tembló la silla, temblaron sus rodillas, la mesa, la mano empuñando la pluma y su estado perturbó al General, quien llamó a Ernesto de las Carreras y le pidió que tomara asiento e hiciera lo que el muchacho no estaba en condiciones de hacer.

“Hijito mío, qué cagazo tienes…”, pensó Martín Zamora con la garganta anudada, viendo que el pequeño Ribero se disculpaba con voz ronca y desfalleciente y se recogía detrás de todos, para revolverse los puños en los ojos sin que nadie lo viese.

Sin embargo, tampoco el segundo secretario pudo abocarse a la tarea, pues en un instante todo el ambiente que hasta entonces parecía inexpugnable se alteró cuando una presencia extraña y sorprendentemente serena irrumpió en el recinto sin que nadie se lo hubiese impedido.

Sin tiempo a reaccionar, a Martín Zamora no le costó reconocer que aquel que había aparecido a su lado era alguien con otros colores y un olor fuerte y exótico, que reconocía a distancia, mezcla de sudor de caballo, pastizales resecos y hombre alimentado en hora.

Se trataba de un joven oficial de los ejércitos del Imperio del Brasil que había traspuesto la puerta y se había plantado allí, en el centro del ruinoso despacho del general Leandro Gómez, mirando a los presentes con una expresión magnífica en su rostro lejano, propia de quien respeta las creencias en el fin del mundo que tienen los demás.

– ¿Dónde está el general Leandro Gómez? -preguntó.

– Aquí estoy… -contestó el General.

El oficial brasileño se puso rígido, se quitó los guantes blancos y lo saludó con la debida atención.

Detrás de él, firmes pero sin violentar la situación, otros cuatro oficiales del Imperio ingresaron al recinto, se cuadraron para hacer el saludo militar a los presentes y luego dejaron reposar en el suelo las culatas de los fusiles con las bayonetas caladas.

– General, en nombre del Emperador del Brasil y del Barón de Tamandaré, usted, sus oficiales y su tropa tienen las máximas garantías de respeto y honor para su capitulación. Está usted ahora bajo mi custodia, señor…

– No sé con quién tengo el honor de hablar…

– Con el coronel Oliveira Bello, jefe de la Tercera Brigada de Río Grande, señor…

– Usted está repitiendo lo mismo que me dice el Barón de Tamandaré en esta nota… -dijo el General, mostrándole el papel que había traído el coronel Saldaña-. Voy a terminar su contestación.

Todos contemplaron con sorpresa el rostro fatigado y resquebrajado de pronto como un viejo pergamino, del león de los treinta y tres días.

El comandante Juan Braga hipó emocionado y se permitió poner su mano derecha sobre el hombro del General. Los demás tomaron conciencia repentina de la situación y se cuadraron en sus infinitos cansancios. Martín Zamora enderezó su espinazo larguísimo a lo largo de la pared y experimentó una profunda ternura hacia aquel hombre cuya frase “voy a terminar su contestación” los envolvió a todos como un manto prestado por don Quijote.

– Le ruego que no pierda tiempo en responderla, general. El Barón lo está esperando y yo tengo órdenes de llevarlo a su presencia… -dijo el oficial con premura. Acto seguido se aproximó y le ofreció el brazo izquierdo.

El general Gómez permaneció pensativo un instante y luego le extendió su espada y aceptó su brazo izquierdo, mientras le encarecía que se cumplieran las garantías para sus jefes y los sobrevivientes de la guarnición.

– Entienda que para mí no pido nada, coronel… -insistió el General, mientras apretaba en su otra mano la carta del Barón y salía afuera seguido de los jefes y oficiales prisioneros.

Bajo el sol hirviente y nebulado por el humo, dos filas de cuarenta soldados imperiales abrieron una senda en el viento y presentaron armas al paso de la comitiva que marchaba por la calle 18 de Julio hacia el portón del oeste. Atrás quedaba aquella trinchera improvisada y pestilente de colchones ardiendo, reforzada con el maltrecho piano blanco del maestro Deballi sobre el que cayó de bruces el teniente Pascual Bailón con su cabeza enmarañada, las manos y el teclado destrozados a balazos, sorprendido por la muerte mientras improvisaba en medio del fuego.

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2 de enero

Cuando la Comandancia quedó vacía, apenas arremolinada de papeles lacrados y garabateados por ministros, generales y embajadores, que intentaban trepar, trabarse, ocultarse entre los escombros de la ventana derrumbada, Martín Zamora recostado a la pared abrió los ojos y miró débilmente las negras quemaduras del cielo raso, abrumado por el vacío. ¿Qué haría ahora? ¿Saldría afuera y trataría de escabullirse entre los saqueadores y degolladores de prisioneros para hacer lo que le había dicho Raymond Harris que hiciera? ¿O se arriesgaría a correr hasta el hospital de sangre y rescatar a la niña Mercedes en caso de que hubiese sobrevivido? Las dos cosas: una primero y la otra después.

Con cautela, estirándose y agachándose, parapetándose con el fusil en la mano y solo tres balas en el bolsillo, salió por los fondos derrumbados y entre los cráteres y se ocultó tras un haz de ramas quemadas que lo separaban de la calle. A través de la hojarasca podía ver la iglesia en ruinas y un ángulo de la plaza Constitución. Allí, un grupo de prisioneros cabizbajos pero serenos, sentados en la tierra o en cuclillas al rayo del sol y entre los cuales había identificado a Orlando Ribero y al capitán Enrique Olivera, esperaban. Todos estaban custodiados por un piquete de soldados brasileños, ellos sí nerviosos, con los fusiles alerta, temiendo los avances vengativos de los hombres de Venancio Flores, que iban y venían gritando y vituperando a los vencidos, derribándolos a tiros y a sablazos por la plaza, obsesionados en el terror, en quitarles las botas, en quintar cincuenta y cuatro prisioneros de un golpe o en degollar de rodillas al capitán Abelardo Maroto y a Isidoro Sierra abrirle el pecho a bayoneta, o en puntear con los facones a los dos capitanes Benavides y al comandante Orrego, los tres que se defendían desesperadamente a ladrillazos, toreándolos hasta derrumbarlos y al fin, despenarlos en el suelo como a caballos quebrados.

Oculto en la ramazón tiznada, Martín Zamora se estaba resignando a que los brasileños no pudiesen contener la alucinada fiereza que se acercaba más y más al grupo de hombres apiñados sobre sí mismos, cuando de pronto, abriendo una brecha entre la alteración de la soldadesca, ingresó a la plaza el almirante de la escuadra argentina José Murature, golpeando su bota derecha con una fusta impropia de un hombre de mar y acompañado de un pequeño grupo de oficiales.

Aliviado de no haber llegado demasiado tarde, el oficial se presentó ante los prisioneros como un hombre del presidente Mitre, levantando las palmas de las manos e intentando tranquilizarlos con sus garantías, con la seguridad de que todo había terminado y de que para todos había llegado el resplandor de la paz.

Sin embargo, mientras el almirante argentino les alababa el valor y la entereza, apareció aparatosamente al galope en la plaza, frenando y rayando el caballo en polvareda, el coronel Gregorio Suárez embravecido y sosteniendo en su lanza una bandera oriental arrancada a los defensores del edificio de la Jefatura. Tres metros detrás, un grupo de oficiales montados y sin otro uniforme que sus melenas sostenidas con una divisa colorada a media frente, hacían peligrosos aspavientos con los fusiles y vociferaban amenazas terribles para los derrotados.