– ¡Infames, cobardes de mierda! -gritaba “Goyo Jeta” Suárez sintiéndose arbitro incontestable del destino de todo prisionero que llevase el uniforme del gobierno, al tiempo que sostenía y echaba el caballo a golpes de espuela sobre el grupo-. ¡Mire que gritarles macacos a gente de una nación honrada! ¡Si no fuera por el Almirante, los hacía fusilar aquí mismo!
Luego, empuñando hacia adelante la cañabrava de la bandera, arremetió fiero sobre el capitán Olivera, al que un conocido le había dado su sombrero con divisa colorada, amenazándolo a un palmo del pescuezo con la moharra:
– ¿Y vos, bandido asesino? ¿Qué haces con la divisa del Ejército Libertador en m cabeza?
Pero el almirante Murature se interpuso y se plantó firme ante el desaforado centauro.
– ¡Coronel, cálmese usted!… ¡Está ante prisioneros desarmados! ¡El general Flores me ha encomendado que se cumplan las garantías a esta gente!
La actitud del Almirante pareció surtir efecto, pues como por arte de magia el Coronel cambió su lenguaje y sacudió su cabeza:
– Es una lástima haberse rendido con muchachos tan valientes, almirante… -dijo con cierta desconcertante elegancia, mientras giraba el caballo en dos patas y se marchaba con sus hombres a otra parte, donde no hubiese nadie que le impidiese ir cumpliendo con su vieja promesa envenenada. Nadie ignoraba que era hombre con juramento hasta su último día, que odiaba a los blancos como nadie en la tierra, que afligido por la tragedia de su madre quemada viva en el incendio de su rancho de Polanco siete años atrás, el coronel Goyo Suárez se había propuesto arrancarle la vida a cada uno de ellos que cayera en sus manos.
Empujado por el fuerte viento caliente que llegaba del río, Martín Zamora aprovechó la barahúnda de jinetes y de alivios indefensos, para caminar hacia el hospital de sangre, inclinado hacia adelante y sosteniéndose el sombrero, con el fusil en la mano y sin que nadie le prestase atención, pues los sitiadores ya estaban entregados al saqueo de las viviendas vacías de quienes penaban de incertidumbre en la isla Caridad. Y gracias al caos y a que las tropas de Venancio Flores no tenían uniforme ni otro distintivo que la divisa colorada, muchos de los defensores como el capitán Adolfo Areta, el teniente Juan Centurión, el capitán Ovidio Warnes, el alférez Polonio Vélez o el capitán Rafael Hernández, se salvaron quitándose los uniformes de Cazadores o de Guardias Nacionales y mezclándose con los saqueadores, simulando que estaban muy felices de robar sus propias casas o de arrojar de cabeza a los aljibes los cadáveres de sus viejos compañeros.
De esa forma llegó Martín Zamora al hospital de sangre. Pero también por allí había pasado el infierno. Muerto a la entrada de la vieja escuela, el mutilado teniente francés Jacques Rousseau había sido derrumbado de su catre al suelo, arrastrado por su pierna sana hasta la calle y aplastada a botazos su cabeza.
Cuando rodeó el hospital y entró por la parte trasera, en plena angustia de suponer lo irremediable para las mujeres que habían servido al doctor Mongrell, Martín Zamora recorrió con desesperación una a una las camas volcadas, los colchones despanzurrados a fuerza de garfios, las estanterías de la botica partidas a culatazos, hasta que al fin, sin poderlo creer, se dio de frente con la niña Mercedes. La encontró en el rincón más alejado y próximo a la puerta, apenas oculta tras un poncho de verano colgado de un clavo en la pared. Desde allí, asomando un ojo desmesurado y brillante, ella lo miraba acercarse desde las profundidades del pavor, muda y acosada por los muertos y los heridos abandonados. Ni el doctor Mongrell, ni su madre, ni sus hermanas, ni la mujer de Torcuato González, se veían entre aquel pandemonio de trapos, quejidos y despojos.
Solo ella y el boticario Legar, oculto y sin intención de salir de bajo la cama donde padecía su larga agonía el comandante Emilio Raña, parecían haber sobrevivido al pasaje de los asaltantes enardecidos.
Martín Zamora se acercó lentamente y temiendo que se derrumbase allí mismo, la abrazó con fuerza un instante, hasta que la sintió aquietada entre sus brazos.
Luego la animó a abandonar aquel lugar terrible, mientras le balbuceaba incomprensibles cariños andaluces sobre su pelo de extraño aroma a cloroformo y alhucema, sin estar para nada seguro de que ella, ahogada en el trauma, lo hubiera reconocido. Y sosteniéndola por la cintura, la condujo hacia la gigantesca brecha que los sitiadores habían abierto a cañonazos en la pared del fondo, justo en el pequeño recinto donde el doctor Mongrell acostumbraba a refugiarse un respiro, para fumar un habano sentado a horcajadas en la silla.
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2 de enero
El coronel Oliveira Bello le decía que en menos de una hora estaría a salvo a bordo de la Recife y que el Barón estaba ansioso de que se encontrasen cara a cara, de estrecharle su mano y de conocer de una vez por todas a quien le estuvo tirando una inmensidad de cañonazos, en esta eternidad que parecieron treinta meses en lugar de treinta y tres días, sin que jamás nadie escuchara la palabra rendición ni arruga parecida.
Y mientras aquel oficial caballero de la Tercera Brigada de Río Grande del Sur le hablaba al general Leandro Gómez sostenido en su brazo y lo tranquilizaba frente al estruendo de tambores de los soldados africanos que le flanqueaban el paso a él y a sus oficiales Belisario Estomba, Juan Braga, Eduvijes Acuña, Federico Fernández y el jovencito Atanasio Ribero, fue que apareció cortándoles la marcha el comandante Pancho Belén y un grupo de treinta hombres de Gregorio Suárez.
Detenidos en un semicírculo que ocupaba el ancho de 18 de Julio, festejaron a gritos la sorpresa del encuentro y los invitaron con insistencia a marchar con ellos, sus hermanos.
– ¡Pero si es el mismísimo general Gómez! -¡Vengan con nosotros, muchachos, que la guerra terminó!
– ¡A los fogones del Sacra, que hay vino y carne asada para todos!
En guardia envarada se puso el coronel Oliveira Bello cuando Belén le cambió el tono y la sonrisa, para pedirle que le entregara al prisionero, pues dijo que esa era la orden de Venancio Flores y de Gregorio Suárez; mientras, los demás callaban.
– No, comandante… El general Gómez está bajo mi custodia por orden del mariscal Mena Barreto y debo llevarlo ante el Barón de Tamandaré a bordo de la Recife.
– Da lo mismo, coronel, todos respondemos al mismo Estado Mayor… Deje que me lleve a esos hombres como corresponde…
Con las espaldas mojadas e indeciso en el centro de la calle, el coronel riograndense miró entonces a Leandro Gómez, quien observaba la escena con los dedos cruzados a la espalda.
Callados los tambores bajo el esplendor cenital, solo el viento silbaba agresivo de arenisca, chicoteando los rostros de los negros que parecían no tener ojos en las filas.
– Decida usted, general, de quién quiere ser el prisionero… -dijo el coronel Oliveira Bello.
Leandro Gómez le tendió la mano en despedida, mientras respondía con el semblante agobiado por el terrible calor del soclass="underline"
– Prefiero ser prisionero de mis compatriotas. Gracias, coronel…
“Maldita la gracia…”, dicen que dijo Juan Braga al escuchar la temeraria decisión y continuar la marcha con otra escolta y otras intenciones que a cada paso parecían tornarse más y más ominosas. Al llegar a la calle Comercio se les sumó una comitiva de seis infantes, un sargento y un cabo; doblaron por esa calle y se detuvieron un largo rato frente a la derrumbada trinchera de 8 de Octubre, mientras Pancho Belén hablaba con su gente como si esperase nuevas instrucciones.