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– Capitán, estoy dispuesto a decirle la verdad… Pero antes me dirá usted hacia dónde correrá nuestra suerte.

– No me pregunte por ellos. Lo que se hará con usted, aún no está decidido… Ahora, dígame su verdad, ¿cómo llegó a esto?

Martín Zamora tomó los papeles y emparejando las hojas, las acercó al extremo de la mesa para que Hermógenes Masanti las tomara.

– Dejémonos de joder con este interrogatorio… En estos papeles están todos mis pasos perdidos. Están más claras estas respuestas que sus preguntas cansadas… Y si algo no le satisface, entonces conversamos… De paso, le estoy agradecido por permitirme escribir.

Fue un acto de curiosa decencia. El oficial tomó los papeles y abandonando el acento imperativo de su servicio, tomó la única silla y la acercó a la luz. Luego tomó asiento y sonrió antes de comenzar con la lectura.

– Tiene usted una hermosa caligrafía. A mí también me gusta escribir…

– ¿Qué escribe usted? -preguntó Martín Zamora.

– Los partes de guerra, el diario del soldado… No más que eso.

Martín Zamora se fue a su camastro, se echó boca arriba y explicó, antes de que el oficial iniciara su lectura:

– Es tal como dije: conocí a Hermes Nieves hace unos diez años, allá por mayo del cincuenta y cuatro, él en tránsito por San Leopoldo y no por las inmediaciones de Porto Alegre como afirmó el marica. Empiece en esa página que puse encima, donde digo que estoy herido en el alma y con una guitarra por toda compañía…

Hermógenes Masanti le prestó atención. Luego se echó hacia atrás en la silla y se hundió en los papeles con la expresión sobria de quien está predispuesto a respetar lo escrito.

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“Herido en el alma y con una guitarra por toda compañía, acaso por haber conocido un destino de nómada, dejé el puerto y lo dejado atrás, atrás quedó.

Deambulé mucho tiempo de poblado en poblado, sin entender lo que ocurría en esta parte del mundo triturada por brasileños, uruguayos y argentinos, sin poder decidir por más que lo intentase, qué hacer con mi vida. Al fin, oculto en los montes de la hacienda de Terrão al sur de Río Grande, cuando ya desconocía toda noción de triunfo, terminé por abandonarlo todo y me uní a interminables historias relacionadas con hurtos de esclavos, con emboscados y francotiradores, a traición y por la espalda. Me hice hombre armado de Laurindo José da Costa. Él salvó mi vida.

¿Cómo me uní a ellos?… Muy simple. Pasaron por azar frente a mi pequeña fogata al borde del camino, rodearon mi hambruna con carne asada y me admiró la facilidad con que satisfacían la suya, permitiéndose encima los lujos propios de los saqueadores. Fue Laurindo José quien puso en mí su ojo sano, mientras sus hombres comían como perros carne fresca recién robada, asombrados de que la guitarra ablandara lágrimas de emoción al cabecilla.

Ay, mando me siento perdío

porque me aflige la pena.

Ay cuando me siento perdío

con devoción yo le pió

y a mi corazón consuela…

Escucha el fandango mío

que lo que digo es verdá…

Escucha el fandango mió

que al más hombre hace llorá

los tercios si son sentíos

de una copla bien cantá…

Creo que el malandro lloraba y se reía, escuchándome con todo su oído, pero sin dejar de contemplar las astillas del fuego. Y al verlo en sus bruscos cambios de ánimo, aquellos especialistas del alma dejaban oír auténticos aullidos, gritos de victoria, se abrazaban y esbozaban pasos de baile alrededor de los tizones. Y a pesar de que la música que yo abordaba no era más que cartageneras, fandangos y alguna romera a la que yo agregaba letra para Irene, mi amor gitano, el jefe rompió en pago con una buena sonrisa, la primera que me dedicara un hombre crudo en muchos años. Por lo que así de sencillo, por esa necesidad de premio que tiene el sufrimiento, la vida tuvo un giro: Laurindo José me invitó a seguirlo, a sumarme a la gavilla. Siempre y cuando, dijo, llevara conmigo el alma, la guitarra y la canción para Irene. Y yo dije que sí, daría el salto a las tinieblas. Que sí, que aceptaba marcharme con aquellos terribles facinerosos y que el Gran Poder decidiera lo que haría conmigo.”

22

“En verdad, eran terribles… Marchábamos de noche, nunca de día. Me obligaban a beber y me pedían música bajo las estrellas, mientras cruzábamos una y otra vez la fácil frontera de la República del Uruguay. Alternábamos las fechorías con cargamentos de cuero, de tabaco y municiones de guerra o escarbando en las minas de oro abandonadas y no tanto… Yo les acompañaba el esfuerzo con la guitarra y me detenía sólo cuando veía polvillos dorados destellando en sus barbas, señal de que una breve riqueza había llegado… De todos ellos aprendí lo que nunca antes. Y Hermes Nieves fue mi hermano de sangre durante estos últimos diez años. El paisaje, las sierras eran su libro, su brújula y su carta de viaje. El cielo le prestó la referencia lejana e incluso conocía la antigüedad exactísima de cada huella. Hermes, Berlamido y sobre todo Laurindo José eran verdaderos doctores del rumbo.

Pero mal andaba noviembre este año, cuando el jefe Laurindo José, tuerto de parche negro en el ojo y una burla de vinagre en la boca, venía de Cangussú en dirección a San Leopoldo. Lo seguíamos seis hombres armados, un tal Zé Cardozo, Víctor, Berlamido, un rubio llagado de nombre Hincuta, mi amigo Hermes Nieves agobiado por la sífilis y quien habla y su guitarra. Arreábamos a una negra fantim llamada Pilar Maisí y dos crías bautizadas libres en el Uruguay, lloronas durante treinta leguas a pie y no era para menos, pues a garrotazos en la cabeza le habíamos medio muerto al marido, un negro salvaje bautizado Almeida, quien desde el fondo del barro en donde quedó hundido, me dejó caer el odio de sus ojos hasta el último instante en que nos perdimos de vista, aunque sospecho que no perdió la vida. Tanto la madre como las niñas marchaban desnudas y descalzas; abrojos, ortigas, espinas, soles de mediodía, frescos de la noche y tajos en los pies. Recuerdo que una de las pequeñas, mientras seguíamos un atajo que no tenía nada de camino, ni siquiera de senda, apenas un impreciso sendero entre bañados, cayó de pronto y se hundió en un charco de barro hasta tragar agua de sapos. Entonces, cuando la ayudé a levantarse para continuar la marcha, su pequeño brazo de chocolate me hizo el efecto de ser tan delgado y tan duro como una ramita a punto de quebrarse. Resultaba increíble que al final del camino pudiesen servir para algo, criaturas de Dios.”

23

“Pero el escándalo se armó en el pueblo de San Leopoldo.

Como es costumbre con los negros que fugan al Uruguay procurando libertades que en el Brasil no tienen, las crías capturadas serían sometidas primero a los trámites del párroco Januario. El cura les daría, como siempre, documento legal como nacidas de vientre esclavo; la madre y las hijas por igual, de lo contrario el traficante Germano Kray no pagaría por ellas ni aceptaría negocio de clase alguna.

Pero alguien, algún alcahuete de los uruguayos, les había hecho el favor de denunciar los pasos de Laurindo José y nos estaban esperando. Hermes Nieves y yo, tanto va el cántaro a la fuente, debimos darnos cuenta de la trampa, pero no lo hicimos.

Por orden del jefe, en vanguardia de vigilancia para no entrar al azar, nos anticipamos al grupo en una hora y llegamos en medio de la noche a San Leopoldo.

Debo confesar que no cumplimos en nada con las precauciones y nos metimos con toda la sed de los caminos en la barahúnda de la Casa de la Pastora, la taberna del viejo Veríssimo. Nadie impidió que nos acomodásemos en la barra ni que eligiésemos entre mujeres disponibles ni que tuviésemos fragmentarias conversaciones con gente conocida. Recién media hora después, bajo los truenos retumbantes de una tormenta sin agua, comenzamos a entrever lo que ocurría en aquella taberna poblada por una cantidad inusual de parroquianos y que debió inducirnos a sospechas desde un principio.