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Pero ya era demasiado tarde. Mientras yo templaba la guitarra con unos tragos de más a cambio de canciones para nadie y Hermes combatía su fiebre en la barra atiborrada buscando calores de putas, fuimos de pronto paralizados en un rincón a punta de dagas camufladas en ponchos finos. Con notable disimulo, nos detuvieron con solvencia en cuestión de segundos, puesto que nadie allí dentro se apercibió de que éramos los primeros prisioneros de la gavilla más temida de Río Grande del Sur.”

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“Alguien dispuso una mesa en el centro del salón y muchas sillas en semicírculo. Luego tomó asiento un grupo de personas hasta entonces inadvertidas, pero que a partir de ese instante se tornaron ostentosas por la relevancia y por las ropas que llevaban encima.

El resto permaneció de pie, en conversaciones normales, pero con todos los indicios de estar expectantes ante lo que se avecinaba.

Cualquiera hubiera dicho que allí se aguardaba a un delegado imperial, porque a Laurindo José lo esperaban personas de importancia, gente de Negocios Extranjeros, del Presidente Provincial y del consulado uruguayo en Río Grande.

Pero sobre todo lo esperaba la policía. Más de veinte gendarmes rodearon en silencio la Casa de la Pastora, la cantina donde Laurindo José y su gente, desde mucho antes de que los conociese, iban por bebidas y mujeres al retorno de cada viaje. De modo que esa noche, policía y autoridades de dos naciones esperaban llevar a feliz término la fantochada de su captura. Y yo y mi guitarra quedamos dentro, convertidos en incómodos testigos.

Disimulados entre mujeres de la vida, hombres de gavilla y gendarmes de día libre, se ocultaban los jerarcas: un tal Santiago Guillenea, cónsul del Uruguay en Río Grande, el mismísimo João Lena Vieira, presidente de la provincia de San Pedro de Río Grande del Sur y dos notarios enviados por Paulino Limpo de Abreu, el principal de los Negocios Extranjeros, borrachos en su mayoría por las ginebras de la espera y grasientos por el tocino crudo.

Tal como he señalado, así se presentaron, pero antes de hacerlo dejaron que entrásemos todos en aquella ratonera cargada de humo de tabaco y al son de los truenos luminosos.”

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“Casi al bordear la medianoche, hediendo a verija de caballo, imponente en su ropaje y armamento, José Laurindo da Costa apareció con ruido de ostentosas nazarenas de plata a la cabeza de los hombres restantes.

Y detrás, las prisioneras más lloriconas que se haya visto jamás. Recién cuando las infelices se echaron como perras en el suelo de ladrillo, seguro que dando por descontado haber llegado al fin del camino, los notables se pusieron de pie entre las mujeres sentadas.

El forajido los saludó con ceremonia, sorprendido de que todos lo miraran a él, mientras dos de sus hombres, Hincuta y Berlamido, intentaban en vano acallar el trastorno de las negras desnudas, tapando sus bocas con sus dedazos mugrientos.

Pero aun antes de que se completasen los saludos, como el cuadro era imposible de disimular, el cónsul Guillenea no pudo soportar aquella presencia de asoladora violencia al alcance de su mano y al alzarse hacia adelante hizo correr, con ruido, la silla en la que estaba sentado.

A mi juicio perdió los estribos, olvidó la diplomacia y la naturaleza del territorio donde estaba, para esgrimir un dedo envarado que saltaba enloquecido de las negras a Laurindo José y de este a las autoridades del Imperio. Sin ninguna contención, tal como si le hubiese estallado la pólvora en la espalda, aquel hombre dio un salto que lo apartó de la mesa y se largó a caminar como un jaguar, mientras en cada ida y vuelta volteaba sillas a su paso. Con el rostro congestionado y los ojos brillantes, vociferaba pedidos de ejemplarizante castigo para los indeseables; sobre todo para el malvado insigne, ladrón de criaturas negras en la República del Uruguay, legalizado una y otra vez por la justicia de Piratiny.

Yo permanecí quieto, solo, extrañamente en sombras, por unos instantes adormilado sobre el cuerpo de la guitarra. Hasta que alguien, ignoro si el mismo cónsul o alguno de los gendarmes, topó su humanidad contra el instrumento e interrumpió furioso mis canciones que impedían, al parecer, escuchar con claridad.”

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“A decir verdad, simpaticé con el cónsul Guillenea.

Parecía un buen hombre: de chaleco negro sobre camisa blanca bordada, frente de bronce y seguramente tres huevos para lucir en medio de los macacos, paralizados todos sin excepción por la acusación de las malandanzas increíbles de Laurindo José.

Su vez sonaba como la de alguien cargado de razón.

– ¡Muéstrame, cobarde, enséñame tus documentos de propiedad sobre estos seres humanos! -gritaba mientras se le iba encima como una fiera, pasándole a un brazo de las barbas-. Apuesto a que tienes papeles tan fraguados y lacrados como los del negro Juan Rosa…

– ¿De quién está hablando el castellano? -reaccionó alelado Laurindo José.

Al caradura se le veía su ojo sano tan sorprendido y sin iniciativa, como a un querubín extraviado en las afueras del cielo. Y hasta hubiera convencido a los presentes de no existir allí, a la vista de todos, la desgraciada Pilar Maisí y sus infantas, echadas en el suelo, humilladas por la desnudez y agobiadas por el cansancio, los emplastos de barro seco, y la desesperanza.

– ¿Te sorprende, sanguinario?… Del infeliz Juan Rosa estoy hablando, lo recibí yo mismo en el consulado de Rio Grande. Dije “yo mismo”. A él casi desnudo, a Juana, su mujer, y a Segundina Marta, su hija de cuatro años, ellas sí, totalmente desnudas. Y… ¿saben que hizo esa sabandija en la noche del ocho de noviembre de mil ochocientos cincuenta y tres?… ¿No lo saben?

El presidente João Lena sí que reaccionó con vehemencia, aunque apestados sus mástiles por la borrachera. Golpeó fuerte sobre un tablón del mostrador y trepidaron los licores servidos.

– ¡Usted no es juez! ¡Se extralimita, señor cónsul!… El señor Da Costa será investigado por competencia del Imperio…

– ¡Un cuerno, su excelencia! -retrucó Guillenea-. No lo será ahora como no lo fue entonces, cuando este malnacido de Cangussú se internó Uruguay adentro y llegó con su partida mucho más allá del río Negro…

– ¡Ni conozco el río Negro! -protestó con descaro el forajido.

– ¿Qué no lo conoces, chafandín?… Para ser exacto, lo cruzaste y te fuiste hasta los campos de don Eduardo Iriarte para secuestrar al moreno Manuel Felipe, su mujer y una cría de seis meses. Los llevaste atados, hijo de perra, de tiro y a golpes por los pajonales. Pero el infeliz Manuel Felipe gritaba con demasiada insistencia que era libre, porfiando que no era su deseo seguir con ustedes de ese modo. Y a poco de llegar a la Picada de la Luz, este señor que ven aquí, Laurindo José da Costa, le cortó las orejas, lo degolló delante de su gente y dejó ir el cuerpo corriente abajo por el río Negro…

– ¿De qué está hablando este hombre? -preguntó Laurindo José, menos querubín que antes, la mano en la cintura y rodeando con el ojo solitario a los presentes.

Pero el cónsul Guillenea lo ignoró a él y al presidente João Lena. Hablaba sin detenerse, destilando una angustia antigua y una furia desmesurada para un auditorio de mujeres petrificadas en las sillas.

– …Y después vendió a la viuda y a la huérfana en Río Grande sin que hasta hoy se conozca el paradero. Pero el destino de Juan Rosa sí pude saberlo. Él, su mujer y su hija fueron vendidos en Pelotas al francés Le Clerc, notorio traficante de africanos. Y de no ser por un descuido del francés y por mi oportuna intervención, Juan Rosa hubiera sido revendido enseguida a João Felipe Netto, funcionario del gobierno… ¿Para qué? ¿Por qué pagaría por Juan Rosa un funcionario del imperio con dineros públicos?… Pues, vayan sabiendo, señores… Para ser devuelto por la fuerza y a palos a la guerra contra el Uruguay, pero esta vez como uno más de los mil negros regalados al general Venancio Flores para engrosar su ejército de invasión.