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– ¿Humm? -hizo ella-. Oh, leer.

– ¿Y los niños? ¿Qué harás con los niños?

– No te preocupes, Guido, les daré de comer. Pero ya sabes cómo devoran cuando no estamos los dos para ejercer una cierta influencia civilizadora. De modo que me quedará mucho tiempo para mí.

– ¿Comerás también tú?

– Guido, tú tienes obsesión por la comida. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad?

– Es sólo por las muchas veces que tú me la recuerdas, tesoro -rió él. Iba a decirle que ella tenía obsesión por la lectura, pero Paola lo hubiera tomado como un cumplido, por lo que sólo dijo que cenaría en casa y colgó.

Salió de la questura sin preocuparse de decir a nadie adonde iba, y bajó por la escalera de atrás, para rehuir un posible encuentro con el vicequestore Patta que, como eran más de las once, seguro que estaría ya en su despacho.

En la calle, Brunetti, que llevaba traje de lana y un abrigo ligero para protegerse del frío de primera hora de la mañana, se sorprendió al notar cómo había subido la temperatura. Echó a andar por el muelle y cuando iba a torcer a la izquierda por la sucesión de calles que lo llevarían hasta Campo Santa Maria Formosa y Rialto, se paró bruscamente, se quitó el abrigo y volvió a la questura. Cuando llegó al edificio, los guardias de la puerta lo reconocieron y oprimieron el pulsador que abría las grandes puertas de cristal. Brunetti entró en el pequeño despacho de la derecha y vio a Pucetti sentado detrás del escritorio, hablando por teléfono. Al ver a su superior, Pucetti dijo rápidamente unas palabras, colgó y se puso en pie.

– Pucetti -dijo Brunetti, agitando una mano para indicar al joven que se sentara-, le dejaré esto aquí un par de horas. Cuando vuelva lo recogeré.

Pucetti, en lugar de sentarse, se adelantó y tomó el abrigo.

– Si me permite, dottore, lo subiré a su despacho.

– No se moleste. Déjelo aquí.

– Preferiría no tenerlo aquí. Durante las últimas semanas, han desaparecido varias cosas.

– ¿Qué? -preguntó Brunetti, sorprendido-. ¿Del cuarto de guardia de la questura?

– Son ellos, comisario -dijo Pucetti señalando con un movimiento de la cabeza la interminable cola que partía del Ufficio Stranieri, en la que cientos de personas esperaban para rellenar los formularios que legalizarían su residencia en la ciudad-. Tenemos a muchos albaneses y eslavos, y ya sabe lo ladrones que son.

Si Pucetti hubiera dicho semejante cosa a Paola, ella le hubiera echado un buen rapapolvo, tachándolo de extremista y racista y señalando que todos los albaneses y todos los eslavos no eran ni esto ni aquello. Pero, como Paola no estaba y Brunetti, en general, más bien compartía los sentimientos de Pucetti, se limitó a dar las gracias al joven, y salió del edificio.

7

Cuando dejaba atrás Campo Santa Maria Formosa, Brunetti recordó de pronto algo que el otoño último había visto en Campo Santa Marina, por lo que cortó hacia allí torciendo hacia la derecha nada más entrar en el campo, algo más pequeño que el anterior. Las jaulas metálicas ya estaban colgadas en la parte exterior de los escaparates de la tienda de animales. Brunetti se acercó, para ver si el merlo indiano seguía allí. Desde luego, allí estaba, en la jaula de arriba con sus plumas negras y lustrosas, y un ojo azabache vuelto hacia él.

Brunetti se acercó a la jaula, se inclinó y dijo:

– Ciao.

Nada. Sin desanimarse, repitió:

– Ciao -alargando las dos sílabas de la palabra. El pájaro saltó nerviosamente de una barra paralela a la otra, se volvió y miró a Brunetti con su otro ojo. Brunetti miró en derredor y observó que una mujer de pelo blanco se había parado delante de la edicola del centro del campo y lo miraba con extrañeza. Él, sin inmutarse, concentró la atención en el pájaro-. Ciao -repitió.

De pronto, se le ocurrió que aquél podía ser otro pájaro; al fin y al cabo, un mirlo de la India de tamaño mediano en poco debía de distinguirse de sus congéneres. Probó otra vez.

– Ciao.

Silencio. Decepcionado, dio media vuelta y sonrió ligeramente a la desconocida, que se había quedado mirándolo desde el otro lado del campo.

Brunetti había dado sólo dos pasos cuando, a su espalda, oyó su propia voz que gritaba:

– Ciao -arrastrando la última letra, a la manera de los pájaros.

Giró sobre sus talones y volvió a ponerse delante de la jaula.

– Come ti stai? -preguntó esta vez, esperó un momento y repitió la pregunta. Sintió, más que vio, una presencia a su lado, volvió la cara y descubrió a la mujer del pelo blanco. Él sonrió y ella sonrió a su vez-. Come ti stai? -volvió a preguntar al pájaro y, con fidelidad tónica absoluta, el pájaro le preguntó:

– Come ti stai? -en una voz idéntica a la suya.

– ¿Qué otras cosas dice? -preguntó la mujer.

– No lo sé, signora. Esto es lo único que yo le he oído.

– Es fantástico, ¿verdad? -comentó ella, y cuando él vio su sonrisa de puro deleite, le pareció que le habían quitado años.

– Sí, fantástico -dijo, y la dejó delante de la tienda diciendo al pájaro:

– Ciao, ciao, ciao.

Brunetti cortó hacia Santi Apostoli y subió por Strada Nuova hasta San Marcuola, donde tomó el traghetto para cruzar el Gran Canal. Era tan brillante el reverbero del sol en el agua que Brunetti echó de menos las gafas ahumadas, pero ¿quién iba a pensar, una húmeda mañana de principios de primavera, con aquella niebla, que se le reservaba a la ciudad este esplendor?

Una vez en el otro lado, torció a la derecha, luego a la izquierda y otra vez a la derecha, siguiendo maquinalmente las instrucciones programadas en su cerebro durante décadas de caminar por las calles de la ciudad, para visitar a los amigos, acompañar a casa a las chicas, ir a tomar un café y los miles de cosas que hace un muchacho sin pensar en el punto de destino ni en el itinerario. No tardó en salir a Campo San Zan Degolá. Brunetti no sabía si lo que se veneraba en la iglesia era el cuerpo decapitado de san Juan o era la cabeza. Le parecía que lo mismo daba.

El Salviati con el que se había casado la muchacha era hijo de Fulvio, el notario, por lo que Brunetti sabía que la casa tenía que estar en la segunda calle de la derecha, la tercera puerta de la izquierda. Y así era: el número era el que indicaba la guía telefónica, aunque allí vivían tres Salviati distintos. El timbre de más abajo tenía la inicial E, y fue el que Brunetti pulsó, mientras pensaba si la familia iba mudándose a los pisos altos a medida que los viejos se morían y los dejaban libres.

La puerta se abrió con un chasquido y él entró. Delante suyo se extendía un sendero que cruzaba un patio interior hasta una escalera. Alegres tulipanes lo bordeaban y un atrevido magnolio había empezado a florecer en el centro del césped situado a la izquierda del sendero.

Brunetti subió la escalera y, al llegar a la puerta que había en lo alto, oyó abrirse la cerradura. Al otro lado, más escaleras conducían a un descansillo en el que había dos puertas.

La puerta de la izquierda se abrió y una muchacha salió al descansillo.

– ¿Es el policía? He olvidado el nombre.

– Brunetti -dijo él, acabando de subir la escalera. Ella estaba delante de la puerta, sin expresión alguna en una cara que, de otro modo, hubiera podido ser muy bonita. Si el niño era suyo, y si era tan pequeño como indicaba su llanto, ella se había dado buena prisa en devolver la esbeltez a su cuerpo joven, vestido con ajustada falda roja y jersey negro más ajustado todavía. Su cara insulsa estaba rodeada de una nube de pelo negro y rizado que le caía hasta los hombros. La muchacha lo miraba con una falta de interés sorprendente.