Al llegar arriba, él dijo:
– Gracias por acceder a recibirme, signora.
Ella no abrió la boca ni se dignó darse por enterada de sus palabras, y dio media vuelta para conducirlo por el apartamento, haciendo caso omiso de su «Permesso».
– Podemos hablar aquí -dijo por encima del hombro yendo hacia una gran sala de estar que se abría a su izquierda. En las paredes, Brunetti vio unos grabados que representaban escenas tan violentas que a la fuerza tenían que ser de Goya. Tres ventanas daban a un espacio interior que supuso sería el patio de la entrada. El muro que lo rodeaba quedaba excesivamente cerca. Ella se sentó en el centro de un sofá bajo, exhibiendo más muslo del que Brunetti estaba habituado a ver en una madre joven. Señalando el sillón que tenía delante, la muchacha preguntó:
– ¿Qué es lo que desea saber?
Brunetti trataba de descubrir la emoción que dimanaba de ella, consciente de que su instinto buscaba nerviosismo. Pero no encontraba nada más que irritación.
– Deseo que me diga cuánto tiempo hacía que conocía a Roberto Lorenzoni.
Ella se apartó un mechón de pelo con el dorso de la mano, probablemente, sin darse cuenta de la impaciencia que denotaba el movimiento.
– Todo eso ya se lo dije al otro policía.
– Ya lo sé, signora. He leído el informe, pero deseo oírlo con sus propias palabras.
– Espero que lo que está en el informe sean mis propias palabras -dijo ella secamente.
– Seguro que lo son. Pero prefiero oír por mí mismo lo que tenga usted que decir de él. Eso podría darme una imagen más clara de la clase de hombre que era.
– ¿Han encontrado a los que se lo llevaron? -preguntó ella, con la primera señal de curiosidad que había mostrado desde su llegada.
– No.
Pareció defraudada al oírlo, pero no hizo ningún comentario.
– ¿Podría decirme cuánto tiempo hacía que se conocían?
– Había salido con él cosa de un año. Es decir, hasta que ocurrió eso.
– ¿Qué clase de persona era él?
– ¿Qué quiere decir, qué clase de persona? Era una persona con la que había ido al colegio. Nos gustaban las mismas cosas. Me hacía reír.
– ¿Por eso pensó que el secuestro podía ser una broma?
– ¿Que pensé qué? -preguntó ella con verdadera extrañeza.
– Dice el informe que en un principio usted pensó que podía tratarse de una broma -explicó Brunetti-. En el momento de ocurrir los hechos.
Ella desvió la mirada, como si escuchara una música que estuviera tocándose en otra habitación tan suavemente que sólo ella pudiera oírla.
– ¿Eso dije?
Brunetti asintió.
Después de una pausa larga, ella dijo:
– Es posible. Roberto tenía amigos muy raros.
– ¿Qué clase de amigos?
– Pues… ya sabe, estudiantes de la universidad.
– No comprendo por qué tendrían que ser raros -dijo Brunetti.
– Bien, ninguno trabajaba pero todos tenían mucho dinero. -Como si se diera cuenta de lo vaga que era la explicación, agregó-: No; no es eso. Decían cosas extrañas, como que podían hacer lo que quisieran en la vida, o con su vida. Cosas así. Las cosas que dicen los estudiantes. -Al observar el gesto de cortés expectación de la cara de Brunetti, prosiguió-: Y les interesaba mucho el miedo.
– ¿El miedo?
– Sí; leían novelas de horror y siempre iban a ver películas de violencia.
Brunetti asintió e hizo con la garganta un sonido ambiguo.
– En realidad, ésta era una de las razones por las que estaba casi decidida a romper con Roberto. Pero entonces ocurrió aquello, y ya no tuve que decírselo. -¿Era alivio lo que notaba él en su voz?
Se abrió la puerta y entró una mujer de mediana edad con un niño en brazos que tenía la boca abierta para empezar a berrear. La mujer se detuvo cuando vio a Brunetti, y el niño, al notar la parada, cerró la boca y se volvió buscando la causa de la sorpresa de la mujer.
Brunetti se levantó.
– Es el policía, mamma -dijo la joven sin mirar siquiera al niño, y luego preguntó-: ¿Querías algo?
– No, Francesca, nada. Pero es su hora de comer.
– Pues tendrá que esperar, ¿no? -dijo la muchacha, como si la idea le causara satisfacción. Miró a Brunetti y a la mujer a la que había llamado mamma-. A no ser que quieras que le dé de mamar delante del policía.
La mujer hizo un sonido inarticulado y abrazó al niño con más fuerza. La criatura -Brunetti nunca distinguía si un bebé era niño o niña- siguió mirándolo, luego se volvió hacia su abuela y soltó una risita clara.
– Imagino que podemos esperar diez minutos -dijo la mujer y, dando media vuelta, salió de la habitación, dejando tras de sí la estela de la risa del niño.
– ¿Su madre? -preguntó Brunetti, aunque lo dudaba.
– La de mi marido-respondió ella secamente-. ¿Qué más quiere saber de Roberto?
– En aquel momento, ¿pensó que esto podían haberlo montado amigos de él?
Antes de contestar, ella volvió a apartarse el pelo de un manotazo.
– ¿Me dirá por qué quiere saberlo? -preguntó, suavizando el tono, y Brunetti recordó que aquella muchacha no podía haber cumplido los veinte años.
– ¿Eso la ayudaría a responder?
– No lo sé. Pero sé muchas cosas de esa gente y no quiero decir algo que pudiera… -Dejó la frase sin terminar, y Brunetti se preguntó cuál podría ser la respuesta.
– Hemos encontrado el que podría ser su cadáver -dijo sin dar más explicaciones.
– Entonces no fue una broma -dijo ella rápidamente.
Brunetti sonrió y asintió mostrándose de acuerdo y omitiendo decirle cuántas veces había visto las trágicas consecuencias de algo que había empezado siendo una broma.
Ella se miró la cutícula del índice derecho y empezó a frotarla con los dedos de la mano izquierda.
– Roberto decía que su padre quería más a su primo Maurizio que a él. Por eso hacía cosas que obligaran a su padre a prestarle atención.
– ¿Por ejemplo?
– Meterse en líos en el colegio, ser grosero con los profesores, cosas pequeñas. Pero una vez hizo que sus amigos le robaran el coche haciéndole un puente, mientras lo tenía aparcado delante de una de las empresas de su padre en Mestre y él estaba dentro, hablando con el conde. Así el padre no podría pensar que se había dejado las llaves puestas o que lo había prestado a alguien.
– ¿Qué pasó?
– Llevaron el coche a Verona, lo dejaron en un parking y volvieron en tren. Se tardó varios meses en encontrarlo, y entonces hubo que devolver el dinero a la compañía de seguros y pagar el aparcamiento.
– ¿Cómo sabe usted esto, signora?
Ella abrió la boca para contestar, se contuvo un momento y luego dijo:
– Roberto me lo contó.
Brunetti dominó el impulso de preguntar cuándo se lo había contado. La pregunta siguiente era más importante.
– ¿Eran los amigos que podían haber gastado una broma como ésta?
– ¿Como cuál?
– Un falso secuestro.
Ella volvió a mirarse el dedo.
– Yo no he dicho eso. Y, si han encontrado el cadáver, es señal de que no pudo ser. Quiero decir, una broma, ¿no?
Brunetti no se pronunció, y preguntó:
– ¿Puede darme los nombres?
– ¿Por qué?
– Me gustaría hablar con ellos.
Durante un momento, él creyó que se negaría, pero entonces ella cedió y dijo:
– Carlo Pianon y Marco Salvo.
Brunetti recordaba haber leído los nombres en el informe. Como eran los mejores amigos de Roberto, la policía pensó que podían ser las personas con las que los secuestradores habían dicho que se pondrían en contacto para utilizarlas de intermediarios. Pero los dos estaban siguiendo un curso de inglés en Inglaterra cuando Roberto fue secuestrado.