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– Pero supongo que él no llamaría trabajo a salir a cenar de vez en cuando, ¿verdad?

– A veces, si había que entregar o recoger algo importante, enviaban a Roberto, por ejemplo, llevar unos contratos a París o hacer llegar urgentemente un nuevo muestrario a las fábricas textiles. Roberto hacía la entrega, y luego pasaba un fin de semana en París, en Praga o donde fuera.

– Bonito trabajo -dijo Brunetti-. ¿Y la universidad?

– Era muy vago. O muy tonto -fue la concluyente explicación del conde.

Brunetti iba a comentar que, a juzgar por lo que Paola solía decir de sus universitarios, ni una cosa ni la otra debía de ser un grave impedimento, pero se contuvo al ver acercarse a la mesa a Valeria con dos platos llenos de sardinas relucientes de aceite y vinagre.

– Buon appetito -les deseó la mujer, y se alejó hacia una mesa en la que un cliente le había hecho una seña.

Ninguno de los dos hombres se entretuvo en quitar espinas, y empezaron a saborear enteros aquellos pescaditos bien aderezados con cebolla y pasas, que rezumaban aceite.

– Bon -dijo el conde. Brunetti asintió, pero no dijo nada, limitándose a deleitarse con el sabor de la sardina, realzado por la acidez del vinagre. Había oído decir que, siglos atrás, los pescadores de Venecia tenían que poner el pescado en vinagre, para que se conservara, como también le habían dicho que se echaba vinagre al pescado para prevenir el escorbuto. Él no sabía si eran ciertas estas razones, pero, por si acaso, daba gracias a los pescadores.

Cuando las sardinas hubieron desaparecido, Brunetti rebañó el plato con un trozo de pan.

– ¿Hacía algo más Roberto?

– ¿Quieres decir en el despacho?

– Sí.

El conde sirvió otras dos medias copas de vino.

– No; creo que eso es todo lo que era capaz de hacer, o todo lo que le interesaba hacer. -Bebió otro trago-. No era mal chico, sólo un poco tarambana. La última vez que lo vi hasta me dio pena.

– ¿Cuándo fue eso? ¿Y por qué, pena?

– Fue unos días antes del secuestro. Sus padres daban una fiesta para celebrar el treinta aniversario de su boda, y nos invitaron a Donatella y a mí. En la fiesta estaba Roberto. -El conde agregó al cabo de un momento-: Pero era casi como si no estuviera.

– No comprendo -dijo Brunetti.

– Parecía invisible. No; no es ésa la palabra. Más bien ausente. Estaba más delgado y hasta empezaba a clarearle el pelo. Era verano, pero te daba la impresión de que no había salido de casa desde el invierno. Él, que siempre estaba en la playa o jugando al tenis. -El conde desvió la mirada, recordando la cena-. No hablé con él, y no quise decir nada a sus padres. Pero estaba raro.

– ¿Enfermo?

– No exactamente. Pero sí muy pálido y muy delgado, como si hubiera estado demasiado tiempo a dieta.

En aquel momento, como respondiendo a un conjuro para poner fin a toda charla sobre dietas, llegó Valeria con dos grandes platos de espagueti, salpicados de varias docenas de chirlas. La precedía un aroma a ajo y aceite.

Brunetti hundió el tenedor en la pasta enrollando en él los gruesos hilos entrelazados. Cuando hubo acumulado lo que le pareció un bocado suficiente, se llevó el tenedor a la boca aspirando con fruición el perfume cálido y penetrante del ajo. Con la boca llena, hizo una señal de asentimiento al conde, que movió la cabeza de arriba abajo y empezó a comer a su vez.

Cuando ya casi había terminado la pasta y empezaba a comer las chirlas, Brunetti preguntó al conde:

– ¿Y el sobrino?

– Dicen que tiene talento natural para los negocios. Posee don de gentes para tratar a los clientes, vista para calcular presupuestos e intuición para contratar a gente capaz.

– ¿Cuántos años tiene? -preguntó Brunetti.

– Dos más que Roberto, unos veinticinco.

– ¿Sabes algo más de él?

– ¿Qué clase de cosas?

– Lo que sea.

– Eso abarca mucho. -Antes que Brunetti pudiera puntualizar, el conde preguntó-: ¿Te refieres a si él pudo hacer esto? Suponiendo que esto lo haya hecho alguien.

Brunetti asintió y siguió con las chirlas.

– Su padre, el hermano menor de Ludovico, murió cuando el chico tenía ocho años. Ya se había divorciado de la madre, que parece ser que no quería saber nada del niño, y a la primera ocasión lo cedió a Ludovico y Cornelia, que lo criaron como si fuera hermano de Roberto.

Pensando en Caín y Abel, Brunetti preguntó:

– ¿Esto te consta o te lo han contado?

– Las dos cosas -fue la escueta respuesta del conde-. Yo no creo que Maurizio estuviera implicado en eso.

Brunetti se encogió de hombros y dejó caer la última chirla vacía en el montón que se había acumulado en su plato.

– Ni siquiera sé todavía si los restos son del chico Lorenzoni.

– Entonces, ¿por qué tantas preguntas?

– Ya te lo dije: porque dos personas pensaron que era una broma. Y porque la piedra que impedía abrir la verja había sido puesta desde dentro.

– También pudieron saltar la tapia -apuntó el conde.

– Quizá -asintió Brunetti-. Pero hay en todo ello algo que no me gusta.

El conde lo miró con extrañeza, como si el combinado que formaban la intuición y Brunetti le pareciera insólito.

– Aparte de lo que acabas de decirme, ¿qué otra cosa no te gusta?

– Que nadie prestara atención al comentario de que les parecía una broma. Que en el expediente no haya constancia de una conversación con el primo. Y que no se hicieran preguntas acerca de la piedra.

El conde puso el tenedor atravesado encima de los espaguetis que quedaban en el fondo del plato, y al momento apareció Valeria, a retirar el servicio.

– ¿No le han gustado los espaguetis, señor conde?

– Estaban exquisitos, Valeria, pero quiero dejar un poco de sitio para el coda.

La mujer asintió, tomó su plato y luego el de Brunetti. El conde escanciaba más vino cuando ella volvió. Brunetti se alegró al comprobar que estaba en lo cierto respecto al coda. El plato estaba adornado con ramitas de romero y un rábano.

– ¿Por qué le hacen eso a la comida? -preguntó, señalando el plato del conde con el mentón.

– ¿Es una pregunta o una crítica del servicio? -preguntó el conde.

– Una simple pregunta.

El conde partió el pescado con la pala y el tenedor, para ver si estaba hecho por dentro. Al comprobar que así era, dijo:

– Recuerdo la época en que, por unos miles de liras, tenías una buena comida en cualquier trattoria u osteria de la ciudad. Risotto, pescado, ensalada y un buen vino. Nada sofisticado, sólo los buenos platos que el dueño comía en su propia mesa. Pero eso era cuando Venecia era una ciudad que estaba viva, que tenía su industria y sus artesanos. Ahora lo único que tenemos son turistas, y los ricos están acostumbrados a platos delicados como éste. Así, para satisfacer sus gustos, tenemos platos bonitos. -Probó el pescado-. Por lo menos, éste además de bonito es bueno. ¿Y el tuyo?

– Excelente -respondió Brunetti. Puso una espina en la orilla del plato y dijo-: ¿Querías hablarme de algo?

Con la cabeza inclinada sobre el plato, el conde dijo:

– Es sobre Paola.

– ¿Paola?

– Paola, sí. Mi hija. Tu mujer.

Brunetti se sintió invadido por un repentino furor ante aquel tono displicente, pero se contuvo, y repuso con una voz distante que tenía un frío reflejo del sarcasmo del conde.

– Y la madre de mis hijos. Tus nietos. No lo olvides.

El conde dejó los cubiertos sobre el plato y apartó éste a un lado.

– Guido, no he querido ofenderte…

Brunetti atajó:

– Entonces ahórrate el paternalismo.

El conde tomó la jarra de vino, echó la mitad del resto en la copa de Brunetti y acabó de vaciarla en la suya.