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– Lo suficiente como para obtener muestras de tejido y de sangre. Gran parte de los tejidos habían desaparecido: los animales, como le decía, pero algunos ligamentos y músculos largos, especialmente del muslo y de la pantorrilla, están en bastante buenas condiciones.

– ¿Cuándo tendrá los resultados, dottore?

– ¿Hay alguna prisa, comisario? Al fin y al cabo, llevaba allí más de un año.

– Estaba pensando en la familia, dottore, no en los trámites policiales.

– ¿Lo dice por el anillo?

– Sí; si se trata del chico Lorenzoni desaparecido, creo que deberíamos comunicarlo a los padres lo antes posible.

– Comisario, no dispongo de datos suficientes para poder ponerle nombre y apellido. Sólo sé lo que ya le he dicho. Mientras no obren en mi poder los informes médicos y dentales del chico Lorenzoni, no puedo estar seguro de nada que no sea edad y sexo y, quizá, causa de la muerte. Y de cuánto tiempo hace que ocurrió.

– ¿Tiene alguna idea?

– ¿Cuánto tiempo hace que desapareció el chico?

– Unos dos años.

Se hizo un silencio.

– En tal caso, es posible. Por lo que pude ver. De todos modos, para la identificación oficial, necesito esos datos.

– Hablaré con la familia y se los pediré. En cuanto los tenga, se los pasaré por fax.

– Gracias, comisario. Por las dos cosas. No me gusta tener que hablar con las familias.

Brunetti no imaginaba que pudiera haber alguien a quien le gustara eso, pero sólo, dijo al doctor que volvería a llamarle a última hora de-la tarde, para saber si la autopsia confirmaba sus primeras impresiones.

Después de colgar el teléfono, Brunetti se volvió hacia Vianello.

– ¿Ha oído?

– Lo suficiente. Si usted llama a la familia, yo llamaré a Belluno, para preguntar si los carabinieri han encontrado la bala. Si no, les diré que vuelvan al sitio y no paren de buscar hasta que la encuentren.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo en señal de afirmación y de agradecimiento a la vez. Cuando Vianello salió, Brunetti abrió el cajón de abajo del escritorio y sacó la guía telefónica, que abrió por la «L». Encontró tres entradas con el apellido de Lorenzoni, las tres, con la misma dirección de San Marco: «Ludovico, avvocato», «Maurizio, ingeniere», y «Cornelia», sin indicación de profesión.

Volvió a alargar la mano hacia el teléfono, pero, en lugar de levantarlo, se puso en pie y bajó a hablar con la signorina Elettra.

Cuando Brunetti entró en el pequeño antedespacho de su superior, el vicequestore Giuseppe Patta, la secretaria estaba hablando por teléfono. Al ver al comisario, sonrió y levantó un dedo con uña color magenta. Él se acercó al escritorio y escuchó el final de la conversación, al tiempo que miraba los titulares de la prensa del día leyéndolos del revés, habilidad que más de una vez le había resultado muy útil. L'Esule di Hammamet, proclamaba el titular, y Brunetti se preguntó por qué los políticos que huían del país para evitar el arresto eran siempre «exiliados» y no «fugitivos».

– Entonces hasta las ocho -dijo la signorina Elettra y agregó-: Ciao, caro -antes de colgar.

¿Qué galán había suscitado aquella provocativa risa final, y quién se sentaría esta noche frente aquellos ojos negros?

– ¿Un nuevo enamorado? -preguntó Brunetti, sin pararse a considerar la audacia de la pregunta.

Pero a la signorina Elettra no pareció incomodarle el atrevimiento.

– Magari -dijo con fatiga y resignación-. Ojalá. No; es mi agente de seguros. Nos reunimos una vez al año: él me invita a una copa y yo le proporciono el sueldo de un mes.

Brunetti, no por habituado a las exageraciones de la joven, dejó de encontrar sorprendente la frase.

– ¿Un mes?

– O casi -concedió ella.

– ¿Y qué es lo que le asegura, si me permite la pregunta?

– No la vida, desde luego -rió ella, y Brunetti, al darse cuenta de que éste era realmente su sentir, se guardó la galantería de que para una pérdida semejante no podía haber compensación-. El apartamento y lo que contiene, el coche y, desde hace tres años, un seguro médico privado.

– ¿Lo sabe su hermana? -preguntó él, curioso por saber lo que una médica de la sanidad nacional pensaría de una hermana que pagaba para no tener que utilizar el sistema.

– ¿Quién cree usted que me aconsejó que lo contratara? -preguntó Elettra.

– ¿Por qué?

– Seguramente, porque ella pasa tanto tiempo en los hospitales y sabe lo que pasa. -Se quedó un momento pensativa y agregó-: Mejor dicho, por lo que ella me ha contado, habría que decir, para ser más exactos, lo que no pasa. La semana pasada, una de sus pacientes estaba en una habitación del Civile con otras seis mujeres. Durante dos días nadie se preocupó de darles de comer, y aún esperan que alguien les explique por qué.

– ¿Qué pasó?

– Menos mal que cuatro de ellas tenían familiares que iban a visitarlas, y repartían la comida con las demás. De lo contrario, no hubieran comido.

La voz de Elettra había subido de tono mientras hablaba. Y siguió subiendo al decir:

– Si quieres que te cambien las sábanas, tienes que pagarles. O que te traigan un orinal. Barbara ya se ha dado por vencida, y me ha dicho que, si un día tienen que ingresarme, que vaya a una clínica privada.

– Tampoco sabía que tuviera coche -dijo Brunetti, a quien siempre sorprendía que alguien que viviera y trabajara en la ciudad tuviera coche. Él nunca lo había tenido, y tampoco su mujer, aunque los dos sabían conducir… mal, desde luego.

– Lo tengo en Mestre, en casa de mi primo. Él lo usa los días laborables y yo, los fines de semana, si quiero ir a algún sitio.

– ¿Y el apartamento? -preguntó Brunetti, que nunca se había preocupado de asegurar el suyo.

– Yo iba a la escuela con una chica que tenía un apartamento en Campo della Guerra. ¿Recuerda el incendio que hubo? Su apartamento fue uno de los que se quemaron.

– Creí que el comune había pagado la restauración -dijo Brunetti.

– Pagaron sólo el continente -puntualizó ella-, lo que no incluía minucias tales como ropa, muebles y otros enseres.

– ¿Y respondería mejor una aseguradora? -preguntó Brunetti, que había oído innumerables historias de horror acerca de las dificultades de conseguir dinero de una compañía de seguros, por legítima que fuera la reclamación.

– Prefiero probar con una empresa privada que con la ciudad.

– ¿Y quién no? -suspiró Brunetti con cansancio y resignación a su vez.

– Diga, comisario, ¿qué se le ofrece? -preguntó ella, haciendo a un lado la conversación y, al mismo tiempo, la idea de cualquier siniestro.

– Le agradecería que bajara al archivo a ver si encuentra el expediente del secuestro Lorenzoni -dijo Brunetti, poniendo sobre la mesa otro siniestro.

– ¿Roberto?

– ¿Lo conocía?

– No, pero mi novio de entonces tenía un hermano pequeño que iba al colegio con él. Vivaldi se llama. Pero de eso hace un siglo.

– ¿Le había hablado de él?

– No lo recuerdo con exactitud, pero tengo la impresión de que no le caía muy bien.

– ¿Sabe por qué?

Elettra levantó el mentón ladeando la cabeza y comprimiendo los labios en una mueca que hubiera desfigurado la belleza de cualquier otra. En su caso, lo único que hacía era realzar la delicada línea del mentón y acentuar el rojo de sus labios fruncidos.

– No -dijo finalmente-. Si algo supe, lo he olvidado.

Brunetti no sabía cómo formular la pregunta siguiente.

– Ha dicho su novio de entonces. ¿Todavía, hum, todavía está en contacto con él?