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Al enderezarse dijo:

– Voy a atarlos. ¿El cordel está en la cocina?

– Sí.

Ella asintió y salió de la habitación.

Brunetti se puso las gafas y siguió leyendo a Cicerón. Más de una hora después, sonó el teléfono, pero alguien contestó antes de que pudiera hacerlo él.

Esperó un minuto, pero Paola no lo llamó. Volvió a la lectura; no tenía ganas de hablar por teléfono con nadie.

A los pocos minutos entró Paola en el dormitorio.

– Guido, era Vianello -dijo.

Brunetti dejó el libro abierto cara abajo en la cama y miró a su mujer por encima de las gafas.

– ¿Qué hay?

– La condesa Lorenzoni -empezó Paola, que calló y cerró los ojos.

– ¿Qué?

– Se ha ahorcado.

Sin pensar en lo que decía, Brunetti suspiró:

– Ay, ese pobre hombre.

Donna Leon

***