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Ella sonrió ampliamente, tanto por la pregunta como por la curiosa manera de formularla.

– Soy la madrina de su primer hijo -dijo-. Nada más fácil para mí que llamarle para pedir que pregunte a su hermano si recuerda algo. Esta misma noche le llamaré. -Echó la silla hacia atrás-. Ahora bajaré a buscar esa carpeta. ¿Quiere que se la suba al despacho?

Él agradeció que no le preguntara por qué quería verla. Por una especie de superstición, Brunetti confiaba en que, no hablando de ello, podría impedir que el muerto resultara ser Roberto.

– Si es tan amable -dijo, y subió a esperar.

4

Porque también tenía hijos, Brunetti prefirió no llamar a los Lorenzoni hasta que se hubiera hecho la autopsia. Por lo que le había dicho el doctor Bortot y por el hallazgo del anillo, parecía improbable que se descubriera algo que permitiera descartar la posibilidad de que el muerto fuera Roberto Lorenzoni, pero mientras existiera tal posibilidad, Brunetti deseaba evitar a la familia lo que tal vez fuera un sufrimiento innecesario.

Mientras esperaba el expediente del crimen, trató de recordar lo que sabía de él. Puesto que el secuestro se había producido en la provincia de Treviso, se había encargado de la investigación la policía de aquella ciudad, a pesar de que la víctima era un veneciano. En aquel entonces, Brunetti llevaba otro caso, pero recordaba la difusa sensación de frustración que invadió la questura cuando la investigación se extendió a Venecia y la policía trató de encontrar a los hombres que habían secuestrado al muchacho.

A Brunetti el secuestro siempre le había parecido el más aborrecible de los crímenes, no sólo porque él era padre de dos hijos, sino también porque el secuestro denigraba al ser humano, al poner a una vida un precio totalmente arbitrario y destruir aquella vida si no se pagaba el precio. O, lo que era peor, como en tantos casos, llevarse a la persona, cobrar el rescate y luego no liberarla. Él estaba presente cuando se recuperó el cadáver de una mujer de veintisiete años, que había sido secuestrada y encerrada en un zulo un metro bajo tierra, en el que había muerto asfixiada. Todavía recordaba sus manos agarrotadas y tan negras como la tierra que la cubría, que asían la cara con desesperación.

No podía decir que él conociera a alguien de la familia Lorenzoni, aunque una vez había asistido con Paola a una cena de gala en la que también estaba presente el conde Ludovico. Como suele ocurrir en Venecia, él había visto varias veces en la calle a aquel hombre, que era mayor que él, pero nunca habían hablado. El comisario que se había encargado de la investigación en Venecia había sido trasladado a Milán hacía un año, por lo que Brunetti no podía preguntarle personalmente cómo se habían llevado las cosas ni cuál había sido su impresión de los hechos. Esos cambios de impresiones, hechos de viva voz, sin dejar constancia por escrito, solían ser útiles, especialmente cuando había que volver sobre un antiguo caso. Ahora bien, puesto que los restos que se habían hallado en el campo podían no ser los del joven Lorenzoni, Brunetti admitía la posibilidad de que no tuviera que volver a abrirse el expediente y que la investigación correspondiera a la policía de Belluno. Pero, ¿cómo se explicaba la presencia del anillo?

Antes de que Brunetti pudiera responder a su propia pregunta, ya estaba en la puerta la signorina Elettra.

– Pase, por favor -gritó-. Lo ha encontrado muy pronto. -No siempre ocurría así en los archivos de la questura, por lo menos hasta el bendito día en que llegó esta mujer-. ¿Cuánto hace que está con nosotros, signorina? -preguntó.

– Hará tres años este verano, comisario. ¿Por qué lo pregunta?

Él iba a decir: «Para poder contar mis alegrías», pero hubiera sonado como uno de los arrebatos retóricos a los que era tan dada la joven, por lo que respondió:

– Para celebrar el día encargando flores.

Ella se rió y los dos recordaron el asombro del comisario cuando se enteró de que, al ocupar la signorina Elettra el puesto de secretaria del vicequestore Patta, uno de sus primeros actos fue el de encargar a una floristería la entrega de dos ramos de flores a la semana, muchas de ellas espectaculares, y nunca en cantidad inferior a la docena. Patta, a quien sólo preocupaba que la asignación que le concedía la ciudad para gastos cubriera sus frecuentes almuerzos -la mayoría, tan espectaculares como las flores-, no chistó por el dispendio, por lo que su antedespacho se convirtió en fuente de satisfacción para toda la questura. Imposible determinar si la complacencia del personal se debía al modelazo que la signorina Elettra luciera aquel día, a la vista de las flores en el despachito o a la idea de que fuera el gobierno el que las pagaba. Brunetti, que disfrutaba por igual de las tres cosas, recordó entonces unos versos del Petrarca con los que el poeta bendecía el mes, el día y la hora en que vio por primera vez a su Laura. Sin referirse para nada a estas cosas, el comisario tomó la carpeta y la puso encima de la mesa ante sí.

Cuando ella se fue, Brunetti abrió la carpeta y empezó a leer. Sólo recordaba que el secuestro había ocurrido en otoño; 28 de septiembre, poco antes de las doce de la noche de un martes. La novia de Roberto había parado el coche (seguía la marca, modelo, año y número de matrícula) delante de la verja de la villa Lorenzoni, bajado el cristal y tecleado en la cerradura digital la clave numérica que la abría. Como la verja siguiera cerrada, Roberto se apeó del coche y fue a averiguar la causa. Una gran piedra bloqueaba la puerta por la parte interior.

Roberto, según la declaración de la muchacha, se había agachado para tratar de quitar la piedra y, en aquel momento, dos hombres salieron de entre los arbustos que había a su lado. Uno le acercó a la cabeza el cañón de una pistola y el otro se situó al lado del coche, junto a su ventanilla, apuntándola a ella con otra pistola. Los dos llevaban pasamontañas.

Había dicho la muchacha que, al principio, pensó que era un robo, y puso las manos en el regazo tratando de quitarse el anillo de esmeralda y dejarlo caer al suelo del coche, donde no pudieran verlo los ladrones. Estaba puesta la radio, por lo que la muchacha no pudo oír lo que decían los hombres, pero manifestó a la policía que se dio cuenta de que aquello no era un robo cuando vio a Roberto dar media vuelta y meterse entre los arbustos, caminando delante del primer hombre.

El segundo hombre se quedó unos momentos más junto a la ventanilla, apuntándola con la pistola, pero sin tratar de decirle nada, y luego, andando para atrás, fue hacia los arbustos y desapareció.

Lo primero que ella hizo fue poner el seguro de las puertas. Sacó el telefonino de entre los asientos, pero estaba sin batería. Esperó por si volvía Roberto. En vista de que no era así -no sabía cuánto rato había esperado-, hizo marcha atrás, dio media vuelta y fue hacia Treviso hasta encontrar una cabina telefónica en la autopista. Marcó el 113 y denunció lo ocurrido. Dijo que ni aun entonces se le ocurrió que pudiera tratarse de un secuestro. Incluso pensó que podía ser una especie de broma.

Brunetti leyó el resto del informe, para ver si el policía que le tomó declaración había preguntado por qué había pensado que aquello podía ser una broma, pero no aparecía la pregunta. Brunetti abrió un cajón, en busca de una hoja de papel y, al no encontrarla, se agachó y sacó un sobre de la papelera, le dio la vuelta e hizo una anotación al dorso. Luego, volvió al informe.

La policía se puso en contacto con la familia, sabiendo únicamente que se habían llevado al muchacho a punta de pistola. El conde Ludovico llegó a la casa a las cuatro de la madrugada, en un automóvil conducido por su sobrino Maurizio. Para entonces la policía trataba el caso como un posible secuestro, por lo que se había activado el dispositivo para bloquear los fondos de la familia. Ello afectaba sólo las cuentas que tenían en el país; de los fondos que poseían en bancos del extranjero aún podían disponer, por lo que el comisario de la policía de Treviso encargado de la investigación trató de hacer comprender al conde Ludovico la inutilidad de acceder a la petición de rescate. La única manera de evitar futuros crímenes era impedir que se cediera a las exigencias de los secuestradores. El policía dijo al conde que la mayoría de las veces la víctima no era liberada y muchas de ellas ni siquiera encontrada.