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El conde Ludovico insistía en que no había motivos para pensar que esto fuera un secuestro. Podía ser un robo, una broma, y hasta una confusión. Brunetti conocía bien esta resistencia a admitir el horror y había tratado con muchas personas a las que no había manera de convencer de que un familiar estaba en peligro o muerto. Así, la insistencia del conde en que aquello no era, no podía ser, un secuestro, era perfectamente comprensible. Pero a Brunetti le chocó, otra vez, la sugerencia de que pudiera tratarse de una broma. ¿Qué clase de persona debía de ser Roberto, para que quienes mejor lo conocían pudieran pensar tal cosa?

Que no era una broma se demostró dos días después, cuando llegó la primera carta. Enviada por correo urgente desde la oficina central de Correos de Venecia, probablemente, echada a uno de los buzones del exterior del edificio. En ella se exigían siete mil millones de liras, aunque no se especificaba cómo debía hacerse el pago.

Para entonces, el caso había saltado a las primeras planas de los diarios nacionales, por lo que a los secuestradores no podía caberles ni la menor duda de que la policía estaba al corriente. La segunda carta, enviada al día siguiente desde Mestre, rebajaba el rescate a cinco mil millones y decía que las instrucciones acerca de cómo y dónde pagarlos se darían por teléfono a un amigo de la familia, aunque no se daba ningún nombre. Fue al recibir esta segunda carta cuando el conde Ludovico hizo su llamamiento por televisión a los secuestradores para que liberasen a su hijo. El texto del mensaje estaba adjunto al informe. Explicaba el conde que no podía reunir el dinero, puesto que todos sus bienes habían sido bloqueados. Decía que, si los secuestradores se ponían en contacto con la persona a la que habían pensado llamar y le decían lo que tenía que hacer, él estaba dispuesto a entregarse para ocupar el lugar de su hijo, que él haría lo que dijeran. Brunetti hizo otra anotación en el sobre, para tratar de conseguir la cinta de la aparición televisada del conde.

Se acompañaba una lista con nombres y direcciones de todas las personas interrogadas en relación con el caso, la razón por la que la policía los había interrogado y su relación con los Lorenzoni. En hojas aparte se transcribían las conversaciones, literalmente o en extracto.

Brunetti repasó la lista. Vio los nombres de por lo menos media docena de delincuentes conocidos, pero no pudo descubrir un eslabón que los relacionara entre sí. Uno era ladrón de pisos, otro ladrón de coches y un tercero -a Brunetti le constaba porque lo había arrestado él- estaba en la cárcel por atraco a un banco. Quizá eran éstos algunos de los informadores que utilizaba la policía de Treviso. Los interrogatorios no habían dado resultado.

Otros nombres los reconoció no por su relación con la delincuencia, sino por su relevancia social. Eran éstos los del párroco de la familia Lorenzoni, el director del banco en el que estaba depositada la mayor parte de sus fondos, el abogado y el notario de la familia.

Brunetti leyó atentamente hasta la última palabra del expediente, examinó las notas de los secuestradores, impresas en mayúsculas y plastificadas, y los informes del laboratorio que las acompañaban, según los cuales no se habían encontrado huellas dactilares y el papel utilizado era muy corriente como para que pudiera dar pistas. Miró las fotos de la verja de la casa, abierta, tomadas a distancia y de cerca. En esta última se veía la piedra que había bloqueado la verja. Brunetti observó que era tan grande que no podía haber pasado por entre los barrotes, lo que indicaba que quienquiera que la hubiera puesto allí tenía que estar dentro del jardín. Brunetti tomó otra nota.

Los últimos papeles de la carpeta se referían a las finanzas de los Lorenzoni y comprendían la lista de sus valores en Italia y de los que se sabía que poseían en el extranjero. Las empresas italianas le eran más o menos familiares, como podían serlo para cualquier italiano. Decir «acero» o «algodón» era tanto como pronunciar el apellido de la familia. Los intereses en el extranjero estaban más diversificados: los Lorenzoni poseían una empresa de transportes en Turquía, plantas procesadoras de remolacha en Polonia, una cadena de hoteles de lujo en Crimea y una fábrica de cemento en Ucrania. Al igual que tantas industrias de la Europa Occidental, los intereses de la familia Lorenzoni se habían expandido más allá de los confines del continente, siguiendo la ruta del Este emprendida por el capitalismo triunfante.

Brunetti tardó más de una hora en leer toda la carpeta y, cuando hubo terminado, la bajó al despacho de la signorina Elettra.

– ¿Puede hacerme copia de todo lo que hay aquí? -preguntó poniendo la carpeta en la mesa.

– ¿De las fotos también?

– Sí, si puede ser.

– ¿Ya han encontrado al chico Lorenzoni?

– Han encontrado a alguien -respondió Brunetti y, consciente de la evasiva, agregó-: Seguramente, es él.

Ella comprimió los labios y levantó las cejas, luego meneó la cabeza y dijo:

– Pobre muchacho. Pobres padres. -Durante unos momentos, ninguno de los dos habló, y luego ella preguntó-: ¿Vio al conde en televisión?

– No lo vi. -Sabía que no lo había visto, pero no recordaba por qué.

– Lo habían maquillado a fondo, como si fuera un presentador. Yo me fijo en estas cosas. Recuerdo que entonces me chocó que tuvieran que hacerle eso a un hombre en sus circunstancias.

– ¿Cómo lo vio? -preguntó Brunetti.

Ella reflexionó un momento antes de responder.

– Fatalista, seguro de que, por más que rogara y suplicara, no iban a concederle lo que pedía.

– ¿Desesperado? -preguntó Brunetti.

– Es lo que uno imaginaría, ¿no? -Ella desvió la mirada e hizo otra pausa. Finalmente, contestó-: No; desesperado, no. Con una especie de fatiga y resignación, como si supiera lo que iba a ocurrir y que él nada podía hacer por evitarlo. -Miró de nuevo a Brunetti, mientras se encogía de hombros con una sonrisa-. Lo siento, no sé explicarlo mejor. Quizá si usted mismo lo viera, comprendería lo que quiero decir.

– ¿Cómo podría conseguir una copia de la cinta? -preguntó él.

– Imagino que la RAI la tendrá en el archivo. Llamaré a un conocido mío en Roma, a ver si puedo conseguir una copia.

– ¿Un conocido? -A veces, Brunetti se preguntaba si había en Italia un solo hombre entre veintiuno y cincuenta años al que la signorina Elettra no conociera.

– Bueno, en realidad se trata de alguien a quien conoce Barbara, un antiguo amigo. Trabaja en el departamento de informativos de la RAI. Estudiaban juntos.

– ¿Entonces es médico?

– Es licenciado en Medicina, pero no creo que haya ejercido. Su padre trabaja en la RAI y le ofrecieron empleo nada más salir de la facultad. Como pueden decir que es médico, lo ponen a contestar preguntas de medicina… ya sabe, cuando hablan de dietas o de cómo hay que tomar el sol y quieren estar seguros de lo que dicen, hacen que Cesare se documente. A veces, hasta lo entrevistan, y el dottor Cesare Bellini explica a los telespectadores los últimos conceptos de la ciencia médica.

– ¿Cuántos años estuvo en la facultad?

– Siete, supongo, los mismos que Barbara.

– ¿Para explicar cómo hay que tomar el sol?