Sergio, que trabajaba en un laboratorio de radiología médica, había estado hablando de esta conferencia desde hacía años o, por lo menos, eso le parecía a Brunetti, aunque en realidad no hacía sino unos meses. El daño causado por la incompetencia de otro sistema estatalista no podía permanecer oculto por más tiempo, lo que había dado lugar a infinidad de conferencias sobre los efectos de la explosión y subsiguiente contaminación, y la próxima debía celebrarse en Roma dentro de una semana. Brunetti, en sus momentos de cinismo, pensaba que nadie se atrevía a sugerir que dejaran de construirse centrales nucleares -aquí maldecía en silencio a los franceses-, pero todo el mundo se apresuraba a acudir a aquellas conferencias a retorcerse las manos de angustia e intercambiar información horripilante.
– Me alegro de que tengas ocasión de asistir, Sergio. ¿Irá contigo Maria Grazia?
– Aún no lo sé. Ya ha terminado con lo de la Giudecca, pero ahora le han pedido proyecto y presupuesto para la completa restauración de un palazzo de cuatro pisos en el Ghetto, y si no lo ha terminado para entonces, no creo que pueda venir.
– ¿Te dejaría ir a Roma solo? -preguntó Brunetti, advirtiendo ya antes de terminar lo tonta que era la pregunta. I fratelli Brunetti, parecidos en muchas cosas, se distinguían por estar locamente enamorados de sus respectivas mujeres, lo que con frecuencia era causa de comentarios humorísticos de las amistades.
– Si consigue ese contrato, podría irme a la Luna y ni se enteraría.
– ¿De qué va el trabajo? -preguntó Brunetti, a sabiendas de que difícilmente entendería la respuesta.
– Pues cosas técnicas, acerca de fluctuaciones en los hematíes y los leucocitos durante las primeras semanas que siguen a la exposición a la contaminación o a la radiación intensa. En Auckland hay personas con las que hemos estado en contacto que trabajan en lo mismo, y parece ser que los resultados que han obtenido son idénticos a los nuestros. Es una de las razones por las que yo quería asistir a la conferencia. Battestini hubiera ido de todos modos, pero ahora alguien nos paga el viaje y nosotros podremos hablar con ellos y comparar resultados.
– Bueno, me alegro por ti. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
– La conferencia dura seis días, de domingo a viernes, pero yo podría quedarme dos días más y no regresar hasta el lunes. Un momento, ahora te doy las fechas. -Brunetti oyó ruido de papeles y otra vez la voz de Sergio-: Del ocho al dieciséis. Tendría que estar de vuelta el dieciséis por la mañana. Oye, Guido, los dos domingos siguientes iré yo.
– No seas tonto, Sergio. Son gajes del oficio. Mientras estés fuera, iré yo, luego tú vas el domingo siguiente y al otro voy yo. Otras veces lo has hecho tú por mí.
– No vayas a creer que no quiero ir a verla, Guido.
– No hablemos de eso, ¿de acuerdo, Sergio? -dijo Brunetti, sorprendido de lo doloroso que todavía le resultaba pensar en su madre. Durante todo un año, había procurado, en vano, convencerse a sí mismo de que su madre, aquella mujer alegre y vivaz que los había educado y amado con fervor, se hallaba en algún lugar, aún con la mente entera y la sonrisa pronta, aguardando la llegada de su cuerpo, aquella envoltura vacía, para, juntas, ir en busca del descanso definitivo.
– No me gusta tener que pedirte esto, Guido -insistió su hermano, con lo que recordó a Brunetti lo escrupuloso que siempre había sido Sergio en no aprovecharse de su condición de hermano mayor ni de la autoridad que ésta le infundía.
Brunetti desvió la conversación.
– ¿Cómo están los chicos, Sergio?
Sergio se echó a reír por la manera en que habían vuelto a seguir el patrón habituaclass="underline" por un lado, su necesidad de justificarse y, por el otro, la resistencia de su hermano menor a admitir tal necesidad.
– Marco está a punto de terminar el servicio militar, vendrá a fin de mes con cuatro días de permiso. Y Maria Luisa se pasa todo el día hablando inglés, por lo que este otoño estará preparada para ir a la Courtauld. ¿No parece un disparate que tenga que ir a Inglaterra para estudiar restauración?
Paola, la esposa de Brunetti, enseñaba Literatura Inglesa en la Universidad de Ca Foscari, por lo que muy poco podía descubrirle su hermano sobre el aberrante sistema universitario italiano.
– ¿Crees que su nivel de inglés será suficiente? -preguntó.
– Eso espero. Si no, la enviaremos a pasar el verano en vuestra casa.
– ¿Y qué quieres que hagamos nosotros? ¿Hablar inglés a todas horas?
– Por ejemplo.
– Lo siento, Sergio, nosotros sólo hablamos inglés cuando no queremos que los chicos sepan qué decimos. Pero ahora, con lo que han aprendido en el colegio, ya ni eso.
– Probad con el latín -rió Sergio-. Siempre fuiste muy bueno en latín.
– De eso hace mucho tiempo -dijo Brunetti tristemente.
Sergio, siempre perceptivo para cosas a las que no podía dar nombre, captó el ánimo de su hermano.
– Te llamaré antes de irme, Guido.
– De acuerdo, stammi bene -dijo Brunetti.
– Ciao -respondió Sergio, y colgó.
Cada vez que oía decir a alguien: «De no haber sido por él…», Brunetti no podía menos que pensar en Sergio. Cuando Brunetti, que siempre había sido el intelectual de la familia, cumplió dieciocho años, se concluyó que no había dinero para enviarlo a la universidad y demorar el momento en que pudiera empezar a contribuir a los ingresos de la familia. Él deseaba estudiar con el mismo afán con que algunos amigos suyos deseaban a las mujeres, pero acató la decisión de la familia y se puso a buscar trabajo. Fue Sergio, recién comprometido para casarse y recién contratado por un laboratorio en calidad de técnico, quien se ofreció a aumentar su aportación a la familia, para que su hermano pudiera estudiar. Ya entonces, Brunetti sabía que lo que él deseaba estudiar era Derecho, no tanto su aplicación como su historia y las razones que habían determinado su desarrollo. Como no había facultad de Derecho en Ca Foscari, Brunetti tendría que estudiar en Padua, y los gastos de desplazamiento gravaban más aún la responsabilidad que Sergio estaba dispuesto a asumir. La boda de Sergio se retrasó tres años, durante los cuales Brunetti se situó en cabeza de su clase y empezó a ganar dinero con la tutoría de estudiantes más jóvenes.
De no haber ido a la universidad, Brunetti no hubiera conocido a Paola en la biblioteca, ni se habría hecho policía. A veces, se preguntaba si hubiera sido el mismo hombre, si las cosas que había en su interior y que él consideraba vitales hubieran evolucionado del mismo modo si se hubiera hecho, por ejemplo, agente de seguros o funcionario municipal. Pero, al llegar a este punto, Brunetti, que era perfectamente capaz de detectar las especulaciones gratuitas, alargó el brazo para atraer hacia sí el teléfono.
6
A Brunetti siempre le había parecido una indiscreción preguntar a Paola cuántas habitaciones tenía el palazzo de su familia, por lo que ignoraba el número. Por un escrúpulo análogo tampoco sabía el número exacto de líneas telefónicas del palazzo Falier. Él conocía tres de los números: el más o menos público que se daba a todos los amigos y relaciones profesionales, el que se daba a la familia y el número privado del conde, que él nunca había creído necesario utilizar.
Marcó el primero, ya que no se trataba de una emergencia ni de un asunto confidencial.
– Palazzo Falier -contestó a la tercera señal una voz masculina que Brunetti no había oído nunca.
– Buenos días. Soy Guido Brunetti. ¿Podría hablar con…? -aquí titubeó un momento, indeciso entre referirse al conde por el título o por el parentesco.
– Está hablando por la otra línea, dottor Brunetti. ¿Quiere que le llame dentro de…? -Ahora se interrumpió el otro-. Acaba de colgar. Le paso.