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Rolf completó por fin su salto y agarró a Marcus del brazo.

– ¿Qué estás diciendo? -rugió.

Marcus no se dejó inmutar ni por el dolor en el brazo ni por la violenta explosión de Rolf.

– ¡No encargaste un jodido asesinato, Marcus!

– Me lo iba a quitar todo. Niclas Winter iba a robarme todo de lo que me he hecho acreedor. Todo. La fortuna de Anine. La de Mathias. La nuestra. Todo lo que será del pequeño Marcus.

La voz era ahora totalmente monótona, inexpresiva, como si cada palabra estuviese siendo leída por separado en una grabación, para después unirlas todas en oraciones. Rolf levantó la otra mano y apretó el puño hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Era más alto que Marcus. Más fuerte. Estaba mucho más en forma.

– ¡Si me dices que pagaste por un asesinato, te mato! ¡Te mato, Marcus, te lo juro! ¡Dime que mientes!

– Dos. Millones. Dólares. Por dos millones de dólares, mi problema desaparecería. Pagué. El hombre de Lehman Brothers se ocupó del resto. Todo fue tan… impersonal. Una transferencia a las islas Caimán y ni el dinero ni el… encargo tuvieron que ver conmigo nada más.

Rolf le soltó el brazo de pronto.

– Esta noche -siguió Marcus sin notar que el perro había comenzado a dar vueltas emitiendo gemidos y ruidos-, obtuve la confirmación que necesitaba. Ahora se escribe sobre The 25'ers, y mucho de lo que se dice no es fiable. Pero los sitios serios de Internet me dieron la confirmación que necesitaba.

– ¿De qué? -sollozó Rolf, retrocediendo despacio como si no quisiese a estar más al lado de Marcus, o como si no se animase a ello-. ¿Qué te confirmaron?

– The 25'ers realizan asesinatos por encargo, a cambio de dinero. Exactamente como el Ku Klux Klan y La Orden y… -Aspiró con fuerza-. Ganan dinero matando a personas que liquidarían de todos modos – susurró-. Así es como yo los traje aquí. Mi contacto, o ese al que él contactó, debe de haber descubierto que la persona que yo quería ver muerta era homosexual, y debe de haber puesto a The 25'ers en el caso. Tan fácil. Tan… clínico. Es como si yo hubiese financiado el asesinato de seis noruegos. Yo ni siquiera sabía que Niclas Winter…, mi hermano…, también era homosexual. Liberé un monstruo. Yo…

Se tambaleó hacia atrás cuando el enorme ventanal panorámica se abrió con un estruendo. El viento helado irrumpió dentro de la habitación. Había cristales por todas partes, como grandes pedazos de hielo. Los perros aullaban. Rolf estaba todavía con la lámpara de pie en las manos, listo para levantar la pesada base para asestar un nuevo golpe.

– ¿Mataste a alguien por eso? -gritaba-¿Elegiste contratar a un asesino por dinero? ¿Por una puta y rejodida madriguera nazi en Holmenkollen? ¿Por tus coches caros y una ridícula cava de vinos? ¡Te has convertido en eso, Marcus! ¡Te has convertido en un maldito avaricioso!

Con un rugido, levantó la lámpara de dos metros de altura con seis kilos de plomo en la base y la arrojó con todas sus fuerzas contra la ventana vecina.

– ¡Podríamos habernos arreglado sin nada de esto! ¡Yo soy veterinario, coño! ¡Tú tienes una educación! Hubiéramos estado igual de bien sin…

Estaba a punto de emprenderla contra la otra ventana cuando sonó el timbre de la puerta.

Se quedó como congelado.

El timbre sonó otra vez.

Marcus no oyó nada. Se había desplomado sobre el sillón, entre los trozos de cristal y los pedazos de una pantalla de lámpara rota. Los perros corrían ladrando hacia la puerta. Uno se había lastimado seriamente una pata. La sangre dibujó una línea discontinua sobre el suelo cuando el aterrado animal desapareció hacia la entrada.

– Liberé un monstruo -susurró Marcus cerrando los ojos.

Oyó voces en la entrada, pero no oía lo que decían.

– Un monstruo -susurró otra vez, y comenzó a caminar.

– Es la Policía -gritó Rolf desde la puerta-. ¡Marcus! La Policía está aquí.

Pero Marcus ya no estaba allí. Había caminado hasta su oficina y se había sentado en la silla tapizada en piel de becerro, detrás del escritorio de abedul pulido. La puerta estaba cerrada, pero sin llave. Cuando oyó a Rolf, que lo llamaba otra vez, abrió el cajón superior, donde esa misma noche había colocado la pistola que había sacado del armario de las armas.

Quitó el seguro y se dirigió el cañón a la sien.

– Cuéntales toda mi historia -dijo sin que nadie lo oyese-. Y cuida bien de nuestro hijo.

Lo último que Marcus Koll junior escuchó fue el grito de Rolf y el comienzo, apenas, de un estallido súbito.

Un hombre pequeño seguido por un afroamericano enorme se aproximó a Richard Forrester cuando éste se acercaba al control de pasaportes en el Aeropuerto Internacional John F. Kennedy. La cola parecía no terminar nunca y, por un momento, se le ocurrió que quizá le ofrecerían algún servicio especial como pasajero de primera clase. Hacerlo pasar por delante de todos los demás viajeros, probablemente. Sonrió animadamente cuando el más bajo lo miró y preguntó:

– ¿Richard Forrester?

– ¿Sí?

El hombre extrajo un comprobante de identificación que era fácilmente reconocible. Comenzó a hablar. La voz desapareció para Richard; le silbaban los oídos y sintió calor. Demasiado calor. Se aflojó la corbata y le costaba respirar.

– … the right to remain silent. Anything you say can and will be used against you in…

Tiene derecho a permanecer en silencio. Richard Forrester cerró los ojos y escuchó el Miranda warning monástico como si estuviese siendo emitido desde un lugar muy lejano. Algo había salido mal, y por su vida que no podía entender qué había sido. No había huellas de él en ningún lado. Nada. Ninguna foto. Había estado solamente en Inglaterra, de viaje por cuenta de su pequeña pero bien manejada agencia de viajes.

– Do you understand?

Abrió nuevamente los ojos. Era el más alto quien preguntaba. La voz era potente y profunda, y los ojos lo miraban desconfiados cuando repitió:

– Do you understand?

– No -dijo Richard Forrester, que alargó las manos como el más bajo le pedía-. No entiendo nada.

– Yngvar -susurró Inger Johanne trepando sobre el cuerpo dormido-, ¿no hay nada que pudiéramos haber hecho para evitar ese suicidio?

– No -murmuró él, y se dio la vuelta-. ¿Qué podríamos haber hecho?

– No sé.

Eran las dos y treinta y cinco, la noche del domingo 18 de enero de 2009. Yngvar chasqueó un poco la lengua y se sentó a medias para beber agua.

– No puedo dormir -susurró ella.

– Me doy cuenta -sonrió él-. Ha sido un día bastante intenso.

– Estoy tan contenta de que hayas podido coger el último vuelo de regreso a casa.

– Yo también.

Ella lo besó en la mejilla y se acurrucó en el hueco de su brazo. El pequeño y gastado libro de cuero reposaba todavía en la mesita de noche de Yngvar. Se lo había mostrado sin que ella pudiese leer nada. Nadie más, aparte de ella, sabía que existía. El contenido profundamente personal lo había impresionado. Especulaciones religiosas, reflexiones filosóficas e historias cotidianas. Relatos de cómo un hombre homosexual había tenido un hijo con una mujer lesbiana, de la alegría de ello, del dolor. De la vergüenza. Todo en una caligrafía elegante, pequeña, casi femenina. Apenas aterrizó en Gardermoen, Yngvar decidió escribir un informe personal sobre los aspectos más relevantes relacionados con el asesinato de Eva Karin; lo redactó como si Erik Lysgaard se lo hubiese contado todo. Nadie tendría ese libro.

– No creo que se convierta después de esto -dijo despacio.

Ya en su segundo encuentro, Lukas le había hablado de la fascinación de Erik por el catolicismo. De hecho, el joven había sonreído un poco cuando le habló del viaje de sus padres a Boston el otoño anterior. Mientras Eva Karin era delegada ante un congreso ecuménico mundial, Erik había recorrido las iglesias católicas de la ciudad. Lo que ni Eva Karin ni Lukas supieron era que se había confesado. Había sido educado de un determinado modo y podía hacerse pasar por católico cuando quería. La conversación con el padre en el confesionario estaba reproducida con detalle en el librito de cuero marrón. Había sido la primera conversación sincera de Erik acerca de la gran mentira de su vida.