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– ¡Un poco más de paciencia, pequeño Marcus! ¡Paciencia! Querías esto como regalo de Navidad, ¿no?

– No me llames así, te lo dije. Y además no soy yo quien está haciendo algo mal. Hay algún fallo en las instrucciones.

Markus Koll acercó una silla, se sentó y extrajo las gafas del bolsillo delantero. El muchacho se sentó a su lado, entusiasta. El cabello rubio y ensortijado cosquilleó la cara del padre cuando el hijo se inclinó sobre las instrucciones. El débil aroma a jabón y galletitas de jengibre hizo que se sonriera y hubo de contenerse para no abrazar al muchacho, apretarlo contra sí y sentir el calor de ese hijo que había logrado tener a pesar de todo y de todos.

– Tú eres lo mejor que tengo -dijo despacio.

– Sí, sí, ¡qué pesado! ¿Qué quiere decir esto? «Pase la varilla más larga a través del anillo recortado en el extremo inferior del aspa número cuatro.» ¡Si hay una sola varilla! ¿Por qué pone «la más larga»? ¿Y dónde está ese condenado anillo?

El sol de diciembre arrojaba una luz blanca y silenciosa dentro de la sala. Fuera el día era claro y frío. Los árboles estaban cubiertos de cristales de escarcha, como si los hubiesen laqueado con aerosoles para la Navidad. El podía ver el fiordo de Oslo entre las ramas blancas más allá de la ventana, gris azulado y quieto, sin un signo de vida. El chisporroteo del fuego que ardía en el hogar se mezclaba con los ronquidos de dos setter ingleses que estaban echados juntos dentro de un cesto enorme, al lado de la puerta. Empezaba a percibirse el olor a pavo que salía de la cocina; una costumbre sobre la que Rolf había insistido una vez que finalmente se dejó persuadir para mudarse a vivir en aquella casa, hacía ya cinco años.

Marcus Koll junior vivía su vida en un cliché, y la adoraba.

Cuando nueve años atrás murió su padre, poco antes de que él mismo cumpliese los treinta y cinco, al principio se negó a aceptar la herencia. Georg Koll nunca había procurado a su hijo otra cosa que un buen nombre. El nombre era el de su abuelo, y eso hizo posible que Marcus Koll junior decidiera que no tenía padre; de muchacho no podía entender que éste no quisiera verlo más que los fines de semana. Ya a los doce años comenzó a entender que su madre no recibía ni siquiera la manutención que le correspondía por él y sus hermanos menores. Cuando cumplió quince años, decidió no hablar jamás con quien era su padre. El tipo había tenido su oportunidad. Fue el año que Marcus recibió por correo y como regalo de cumpleaños cien coronas dentro de una tarjeta plegada, con cinco palabras escritas con una caligrafía que sabía que no era la de su padre. Marcus metió ese dinero en un sobre y lo envió de vuelta con la tarjeta.

Cortar toda comunicación fue sorprendentemente fácil. Se veían tan poco que le fue posible evitar las dos o tres visitas anuales. Sentimentalmente, ya se había decidido por otro padre: Marcus Koll senior. Cuando logró comprender que su padre real simplemente no quería serlo y que no cambiaría nunca de parecer, se sintió aliviado. Liberado. Mejorado.

Y no aceptaría la herencia.

Era significativa.

Georg Koll había ganado mucho dinero con propiedades durante los años sesenta y setenta. Mucho antes del gran derrumbe del mercado inmobiliario, durante la última crisis financiera del siglo xx, movió la mayor parte de su fortuna a otras áreas más seguras. Utilizó con creces y para hacer dinero el talento del que tanto carecía como padre y sostén de familia. Contrariamente a otros, aprovechó el periodo de los yuppies pava asegurar sus inversiones en lugar de arriesgarlas tratando de obtener posibles beneficios a corto plazo.

Cuando murió, dejó tras de sí una empresa naviera de mediano porte y seis edificios céntricos de oficinas con una situación financiera óptima, además de unas acciones reunidas con celo que representaban la mayor parte de sus beneficios en los últimos cinco años. Sin duda, la muerte lo sorprendió; tenía solamente cincuenta y ocho años, era delgado y estaba bien entrenado cuando sufrió un infarto cerebral masivo camino de su casa viniendo desde la oficina, un tardío día de agosto. Como no se había vuelto a casar y tampoco dejó testamento, la fortuna fue a parar entera a manos de Marcus Koll, de su hermana, Anine, y de su hermano menor, Mathias.

Marcus no quería saber nada de la herencia.

A los quince años había devuelto el dinero a su padre, y a los veinte obtuvo su respuesta. Una carta. Había llegado a oídos del padre que su hijo mayor era homosexual. Marcus había dejado que su mirada corriese sobre la misiva y comprendió demasiado rápido lo que su padre deseaba. Por un lado tomaba distancia de su modo de vida explícitamente; un proceder no poco común en el ambiente de 1984. Peor fue que su padre, que nunca tuvo nada que ver con ningún dios, dibujase, no obstante, un cuadro de su futuro parecido a los relatos más siniestros de Sodoma y Gomorra. Además, le recordaba una nueva y terrible peste que venía de América y que atacaba sólo a los homosexuales. Llevaba a una muerte dolorosa, con abscesos y sufrimientos iguales a los de la peste negra. Por supuesto que Georg Koll no creía que esto fuera un castigo divino. No, era la propia naturaleza la que reaccionaba. Esta enfermedad fatal era una manifestación de la selección natural; dentro de un par de generaciones, aquellos que eran como su hijo habrían desaparecido. A menos que plegaran velas. Una vida como homosexual era una vida sin familia, sin seguridades, sin vínculos ni deberes y sin la alegría que surge de ser un buen ciudadano y una persona de provecho. Hasta que no comprendiese esto y pudiese garantizar que había cambiado de parecer, su hijo quedaría desheredado.

Como la legítima de sus hijos era insignificante en relación con la fortuna total de Georg Koll, había algo de trasfondo en la amenaza. A Marcus no le importó. Quemó la carta e intentó olvidar todo el asunto. Y cuando la herencia se hizo finalmente efectiva quince años más tarde, en 1999, salió a la luz que su padre, convencido de su propia inmortalidad, se había olvidado de redactar un testamento.

Marcus siguió en sus trece: no quería saber nada del dinero de su padre.

Sólo suavizó su postura cuando su abuelo, que generalmente nunca hablaba de su primogénito Georg, lo convenció de que él era el único de los tres hermanos que podía hacerse cargo de la fortuna familiar de una manera profesional. Su hermano era maestro y su hermana trabajaba como empleada en una librería. Él mismo era economista, y cuando sus hermanos insistieron en que lo mejor era formar una nueva empresa que incluyese los valores de todos los bienes paternos y cuya propiedad se repartiese entre los tres, manteniendo a Marcus como jefe y administrador, se dejó convencer. «Al final esto parece un jodido chiste -había bromeado Mathias-. El miserable regateó nuestro dinero y el de mamá durante todo este tiempo, y seremos nosotros quienes disfrutaremos de la fortuna de la que tanto trató de alejarnos.»

«Irónico», pensó Marcus. Una magnífica ironía.

– Papá -dijo el pequeño Marcus, impaciente-. ¿Qué pone aquí? ¿Qué significa esto?

Marcus Koll sonrió distraído y apartó la mirada del paisaje de la colina, del fiordo y del cielo blanco. Tenía hambre.

– Así -dijo colocando en su lugar un tornillo pequeño-. Ahora el rotor está terminado. Entonces podemos hacer simplemente así… ¿Quieres hacerlo tú?

El muchacho asintió con la cabeza y ensartó las cuatro aspas en sus lugares.

– ¡Lo hicimos, papá! ¡Lo hicimos! ¿Podemos salir y hacer que vuele? ¿Podemos ahora mismo?

Cogió el control remoto en una mano y en la otra el helicóptero, con cuidado, como si no pudiese creer que se mantuviera de una pieza.

– Hace mucho frío. Demasiado frío. Como te dije ayer, es posible que tengamos que esperar unas semanas antes de sacar el aparato al aire libre.

– Pero, papá…

– Lo prometiste, Marcus. Prometiste no insistir. ¿No podrías, en cambio, llamar a Rolf y averiguar si vendrá al gran almuerzo?