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¡Feliz Navidad!

Bengt

P.S. Ayer hablé con Medicina Forense. Las cosas apuntan a que fue asesinado con un objeto parecido a un garrote. «Una maravilla que la cabeza esté todavía entera», dijo la médica con quien hablé. Quizá deberíamos considerar mandar el caso al Departamento de Delitos Violentos.

D. S

Silje Sørensen cerró la carpeta y se recostó en la silla. Estaba sudando. El buen humor que tenía camino de la oficina había desaparecido del todo y se arrepintió de no haber dejado la carpeta ahí, sin mirarla.

Ahora sintió un intenso deseo de abrirla nuevamente, sólo para ver a ese joven; a ese huérfano sin raíces, a ese muchacho kurdo sin techo, con un diente plateado y los carrillos brillantes. No importaba cuántas veces asistiese a esos niños, y los dioses sabían que era muy a menudo, que nunca lograba tomar distancia con ellos. De vez en cuando, por la noche, cuando aparecía ante sus propios dos hijos, que ya opinaban que eran demasiado mayores como para que les diera un beso de buenas noches, pero que de todas maneras no se dormían hasta que ella los había arropado, podía sentir un punto de culpabilidad.

Quizás hasta de vergüenza.

Un bocinazo atravesó el silencio e hizo que su corazón se sobresaltase. Abrió la ventana y miró hacia abajo, a la rotonda frente a la entrada y a la Guardia de Homicidios.

– ¡Mamá! ¿Mamá, vienes proooonto?

Su hijo menor colgaba fuera de la ventanilla y gritaba. Sil-je Sørensen se enojó súbitamente. Con manos rápidas, colocó la carpeta de Hawre Ghani arriba de la bandeja de entrada, antes de arrancar la nota amarilla con el número de Harald Bull y ponérsela en el bolsillo.

Cuando echó el cerrojo a la puerta y se apresuró hacia el vestíbulo para ir hasta el coche a tiempo para evitar que su hijo gritase otra vez, olvidó por qué había pasado por la oficina temprano, aquella tarde de Navidad, camino de una cena en casa de sus suegros.

Los esquíes.

Todavía estaban detrás de la puerta de la oficina. Cuando finalmente recordó que los había olvidado, ya era demasiado tarde.

No era tan tarde, concluyó el jefe de guardia. La noticia saldría al aire al cabo de sólo dos minutos, pero como éste no era de ninguna manera un asunto muy importante, sería suficiente con un breve mensaje del estudio y un retrato de la obispo al final de la transmisión. Con la rapidez de un rayo, tecleó un mensaje al productor.

– Envíale de inmediato un mensaje de texto a Christian -ordenó dirigiéndose a la joven suplente-. Bien escueto. Y verifica con la agencia NTB que esté correcto. No necesitamos anuncios fúnebres falsos, especialmente en un día pobre en noticias.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Mark Holden, uno de los pesos pesados de la cadena NRK en política internacional-. ¿Quién se ha muerto?

Cogió el papel que la suplente tenía en la mano y lo leyó en un segundo y medio antes de devolvérselo a la chica, que no alcanzó a darse cuenta del todo de que él se lo había cogido.

– Lamentable -dijo Holden, sin ningún atisbo de empatía en la voz-. No puede haber sido muy mayor. ¿Sesenta? ¿Sesenta y dos? Algo así. ¿De qué ha muerto?

No dice nada -dijo distraído el jefe de guardia-. No escuché nada acerca de que estuviera enferma. Ahora tengo que concentrarme en la transmisión. Si pudieras…

Alejó con un gesto al reportero, que era mucho mayor que él. Tenía la mirada fija en uno de los muchos monitores del cuarto oscuro. Llegó la viñeta. Todos los títulos aparecieron como debían. La presentadora estaba más elegante de lo normal, en honor a las fiestas.

El jefe de guardia se recostó en la silla y acomodó las piernas sobre la mesa.

– ¿Estás todavía ahí? -preguntó a la joven-. ¡La idea es que el anuncio de esta muerte salga hoy! No la semana que viene.

Entonces se percató de que los ojos de la joven estaban llenos de lágrimas. Le temblaban las manos. Tomó aliento con brusquedad y forzó una sonrisa.

– Por supuesto -dijo ella-. Lo hago enseguida.

– ¿Acaso la conocías?

Todavía no había ninguna calidez en la voz de Mark Holden. Sólo una profunda curiosidad, una necesidad casi automática de formular preguntas a todos y acerca de todo.

– Sí. Ella y su marido eran amigos de mis padres. Pero también es cierto que…

Le falló la voz.

– Era realmente…, realmente muy popular -la cortó el jefe de guardia, que siguió con lo suyo.

Mordió un lápiz y puso los pies otra vez en el suelo.

– Déjame -dijo alargando la mano para tomar la notita-. Deja que yo escriba el mensaje, así tú empiezas a trabajar para la foto de archivo de las noticias de las nueve. Un minuto. Más o menos, ¿vale?

La joven asintió con la cabeza.

– La obispo de Bjørgvin, Eva Karin Lysgaard, nos dejó de repente ayer, el día antes de Navidad, a los sesenta y dos años.

El jefe de guardia redactaba en voz alta mientras los dedos corrían sobre el teclado.

– La obispo Lysgaard era de Bergen, y fue seminarista en la ciudad antes de ser capellán de la cárcel. Durante un largo periodo fue párroco en la parroquia de Tjensvoll en Stavanger. En 2001 Fue nombrada obispo. Se distinguía como… -dudó, chasqueó los labios y de pronto siguió escribiendo-: una personalidad conciliadora en la Iglesia, especialmente entre las líneas opuestas en la activa discusión sobre la homosexualidad. Eva Karin Lysgaard era una figura popular en su ciudad natal, algo que sin ir más lejos se hizo muy evidente cuando celebró un servicio religioso en el estadio del Brann, después de que este equipo ganase su primer campeonato desde hacía 44 años, en 2007. La sobreviven su marido, un hijo y tres nietos.

– ¿Es necesario mencionar eso del campeonato de fútbol? -preguntó Mark Holden-. Es algo poco serio dadas las circunstancias, ¿no?

– De ninguna manera -se rio el jefe de guardia, restándole importancia y enviando el mensaje al productor con un golpe de tecla-. Va bien. Pero Mark…

Mark Holden deambulaba con una fuente enorme repleta de golosinas Twist.

– Mmm.

– ¿De qué se muere uno a esa edad?

– No jodas. De cualquier cosa, por supuesto. No tengo ni idea. Es raro que no diga nada al respecto. Ningún «tras una larga enfermedad», o algo por el estilo. De un ataque cerebral, se me ocurre. O de un infarto. O de otra cosa.

– Tenía sólo sesenta y dos años…

– Sí. ¿Y? Hay gente que se muere mucho antes. ¡Yo bendigo cada día que sigo aquí, en el mundo! En todo caso cada vez que me invitan a algún chocolate o a algo así.

Mark Holden no encontraba ningún bombón que le gustara. Al lado del plato había tres bombones de regaliz rechazados, y dos de coco.

– Ya has cogido los mejores -murmuró de mal humor.

El jefe de guardia no contestó. Se había quedado pensando en algo y mordió el lápiz con tanta fuerza que lo quebró. Sus ojos descansaban en los monitores que tenía frente a sí, aunque parecía que no les prestaba atención.

– ¡Oye, tú! -llamó de pronto a la joven suplente-. ¡Beate! ¡Ven aquí!

Ella dudó un instante antes de incorporarse y se acercó.

– Cuando termines con el pequeño aviso para la transmisión de las nueve -dijo el jefe de guardia apuntándola con el lápiz roto-, haces unas llamadas, ¿vale? Averigua de qué murió la dama. Huelo algo… -Frunció la nariz como un conejo-. Una historia. Quizá.