– ¿Llamar después? ¿A esta hora, en Navidad?
El jefe de guardia aspiró ruidosamente.
– ¿Quieres o no quieres ser periodista? Vamos. Ponte manos a la obra.
Beate Krohn no hizo un solo gesto.
– Dijiste que tus padres la conocían -insistió el jefe de guardia-. ¡Pues llámalos! Llama a quien quieras, pero averigua de qué murió la obispo, ¿de acuerdo?
– Vale -murmuró la joven, ya temerosa por lo que se le venía encima.
A Inger Johanne nunca le fallaba el ánimo. Pero a veces era muy difícil ponerse en marcha. Desde que acabó su doctorado en Criminología en la primavera de 2000, había completado dos proyectos. Después de lidiar con su tesis Violencia y sexualidad: un estudio comparativo de las condiciones vitales y experiencia temprana en los autores de delitos sexuales y delitos contra la propiedad, obtuvo una beca posdoctoral que le permitió escribir un estudio casi tan extenso como el primero sobre la condena de inocentes. Ragnhild llegó al final de ese proyecto. Acordó con Yngvar que ella se quedaría en casa con la niña durante dos años, pero empezó su último proyecto antes que el permiso por maternidad finalizara. Era un estudio sobre prostitutas menores de edad, su origen, sus circunstancias y las posibilidades que había de que se rehabilitaran.
En verano, la Dirección de Policía le encomendó una tarea.
Fue la misma Ingelin Killengreen quien contactó con ella. La directora de Policía había recibido claras señales de los políticos sobre la necesidad de poner los llamados «delitos de odio» en la agenda.
El problema era que ese tipo de delitos casi no existía. Los había, pero no aparecían en las estadísticas. La Dirección de Policía ya había puesto en marcha, junto con el distrito policial de Oslo, el registro de todas las denuncias hechas en 2007 en las que la motivación para los delitos cometidos tuviese relación con diferencias de raza, pertenencia étnica o religiosa, u orientación sexual. El informe final estaba a punto de aparecer e Inger Johanne ya había visto la mayor parte del material.
La cantidad era ínfima.
En 2007 se habían registrado en toda Noruega trescientos noventa y nueve casos de delitos de odio. De ese número, más del treinta y cinco por ciento fueron simplemente mal codificados en el registro policial de casos penales, STRASAK. En otras palabras, podía hablarse de delitos de odio en poco más de doscientos cincuenta casos.
En todo un año. En una sociedad con casi cinco millones de habitantes.
En comparación con la totalidad de denuncias policiales, doscientos cincuenta y seis casos eran tan pocos que el asunto resultaba claramente irrelevante.
Sin embargo, no lo era, por lo menos no en el terreno político. Como cada uno de los ataques motivados por el odio era definitivamente uno más que lo aceptable, como las cifras en negro para este tipo de crímenes debían de ser claramente mayores y como el Gobierno de coalición rojiverde quería llegar a las elecciones de 2009 con un triunfo en la manga sobre cualquiera de las minorías que aullaban cada vez que un homosexual era golpeado en la ciudad o si alguien cometía algún acto vandálico contra la sinagoga en St. Hanshaugen, le encargaron a Inger Johanne que estudiara el fenómeno más de cerca.
La tarea estaba formulada tan vagamente que empleó todo el otoño en definir y limitar el trabajo que tenía por delante. Por otro lado, había comenzado a reunir una cantidad bastante extensa de datos provenientes de otros países. En primer lugar de Estados Unidos, pero también descubrió que varios países europeos ya habían sistematizado desde hacía tiempo esta forma especial de delito y habían trabajado parcialmente con ella. La cantidad de material creció antes de que hubiese podido comprender completamente lo que debía o lo que quería hacer.
Entonces llegó la crisis financiera.
Y todos los millones públicos.
En Noruega, gran parte de las áreas de investigación se vieron inundadas de recursos. La Policía también resultó muy favorecida, como una precaución más para mantener las ruedas en marcha y evitar el colapso económico, e Inger Johanne se encontró administrando una cantidad de dinero cuatro veces mayor que lo que tenía tan sólo semanas atrás. Eso abrió nuevas posibilidades, entre otras la de utilizar investigadores más jóvenes y la asistencia de científicos. A la vez, estos recursos generaron nuevos problemas. Estaba a punto de terminar la definición del marco del proyecto cuando tuvo que reorganizar de nuevo todo el rompecabezas.
Era un trabajo pesado, por lo que siempre le costaba empezar.
Pero se alegraba.
Había anochecido. Kristiane había estado inusualmente dócil en casa de los padres de Isak, y Ragnhild lloriqueó hasta que cada una de ellas recibió una bolsa grande con golosinas. Después, como Kristiane se quedaría con sus abuelos para pasar tres días de las vacaciones con su padre, Ragnhild insistió en quedarse también. Como de costumbre, Isak sonrió con holgura y dijo que no había ningún problema. Seguramente hacía tiempo que había entendido lo mismo que Yngvar e Inger Johanne: Kristiane estaba más tranquila, dormía mejor y se divertía más cuando Ragnhild estaba cerca.
La casa estaba en silencio. Los vecinos del piso de abajo debían de haberse ido de viaje. Cuando Inger Johanne regresó a casa a eso de las ocho, toda la planta baja estaba a oscuras. Fue encendiendo las luces cuarto por cuarto. Dejó la puerta abierta; el perro tenía por costumbre andar entre las habitaciones si no se quedaba encerrado por la noche en el cuarto de Kristiane. El arrastrar de patas y el golpeteo juguetón sobre el suelo cada vez que Jack se acomodaba la hacía sentirse siempre menos sola, durante las pocas veces en que, de hecho, lo estaba. Al final decidió llevar el ordenador portátil a la sala, se acomodó en el sofá con el aparato sobre la falda y bebió a pequeños sorbos de una copa de vino mientras navegaba por la Red sin concentrarse mucho. Acababa de decidirse a visitar ordspill.no para jugar una especie de Scrabble cuando sonó el teléfono.
– Hola, soy yo.
Hacía tiempo que no se alegraba tanto de oír su voz.
– Hola, mi vida. ¿Cómo va todo por allí?
Yngvar rio un poco.
– Realmente le he complicado las cosas a la Policía de Bergen. La he liado al visitar al viudo en su propia casa, sólo horas después de que se enterase de que su esposa había muerto. Creo que he avanzado con el hijo de la víctima, y además he cenado tanto que me siento mal.
Ella le correspondió riéndose.
– No suenas muy bien. ¿Dónde te quedas?
– Hotel SAS en Bryggen. Una habitación muy bonita. Me llevaron a una suite cuando se enteraron de dónde venía. Esto no está precisamente lleno en Navidad.
– Entonces, ¿sabían por qué estabas allí?
– No. Es un milagro. Ya han pasado unas veinticuatro horas desde que mataron a la obispo Lysgaard, y hasta ahora ningún jodido periodista ha olfateado el asunto. Deben de estar empachados con tanta comida navideña.
– O puede que sea el aguardiente. O quizás es simplemente que los policías de Bergen son mejores cerrando la boca que sus colegas de Oslo. Acabo de ver las noticias. Mencionaron brevemente el asunto. Pero no dijeron nada, aparte de que había fallecido.
Podía oír ruidos en el auricular, que le indicaban que Yngvar se estaba quitando la corbata. Aquello casi la emocionó: lo conocía tan bien que podía escuchar algo así a través del teléfono.
– Espera un segundo -dijo él-. Sólo quiero sacarme los zapatos y quitarme del cuello esta maldita soga. Así. ¿Cómo va todo por allí? ¿Qué tal esta mañana, con las niñas dando vueltas y todo eso? Debes de estar agotada. Lamento…
– Está todo bien. Como sabes, no me afecta mucho una noche sin dormir. Las niñas salieron a jugar al jardín un par de horas y no fue peor que yo…