Durante toda la tarde y la noche, había logrado quitarse de la cabeza el pensamiento del hombre desconocido. Ahora la traspasó una punzada de angustia y se quedó callada.
– ¿Hola? ¿Inger Johanne?
– Sí, sí. Aquí estoy.
– ¿Sucede algo, cariño?
Yngvar no le daría importancia, soltaría un suspiro de desaliento y le aconsejaría no estar siempre tan preocupada por las niñas. Él no comprendería en absoluto que se aferrase a que un desconocido supiese el nombre de su hija mayor. Si le contaba algo del episodio, él insistiría en que el hombre estaba tan cubierto por su abrigo, su gorro y su bufanda que podía tratarse perfectamente del vecino; y eso haría que se diera otra vez ese breve y desagradable enfriamiento entre ellos, y luego sería más difícil dormir sola, sin otro ruido alrededor que los resoplidos y las constantes ventosidades de Jack.
– Nada -dijo tratando de poner una sonrisa en la voz-. Tal vez sea que no estás aquí. Jack y yo estamos solos. Ragnhild quiso quedarse en casa de los padres de Isak.
– Qué bien. Ahora resulta que Isak es también generoso. Ayuda…
– ¡Como si tú no fueses igual con su hija! Como si…
– Bueno, no lo he dicho en ese sentido. Me alegra que haya sido un buen día para vosotras, y que tengas toda la noche para ti solita. No sucede a menudo.
Ella puso el ordenador sobre la mesita y se arropó mejor en la manta.
– Tienes razón -dijo, y sonrió-. De hecho la soledad es bastante agradable. Salvo por Jack, claro. A propósito, debe pasar algo con su comida. No hace más que tirarse pedos.
Yngvar se rio.
– ¿Qué haces?
– Trabajo un poco. Navego por Internet. Bebo un poco de vino. Te echo de menos.
– Pues yo te veo bien. Aparte de eso del trabajo. ¡Es Navidad! Por mi parte he decidido tomarme la noche libre. Estoy cansadísimo. Mañana espero obtener una declaración del hijo de la obispo. Los dioses saben cómo saldrá, ya le desagrado intensamente.
– Seguro que no. Tú le caes bien a todo el mundo, Yngvar. Eres el mejor, el mejor policía del mundo. Todo saldrá bien.
Yngvar volvió a reírse.
– ¡No vayas diciéndole eso a las niñas! Justo antes de Navidad estábamos haciendo cola frente a la cajera de Maxi cuando Ragnhild se paró de pronto en el carrito de compras y anunció a los cuatro vientos que su papá era el mejor, mejor, mejor, mejor…, creo que dijo «mejor» unas diez veces…, policía del mundo. Fue un poco incómodo. Todos se echaron a reír.
– Tiene razón -dijo Inger Johanne, y sonrió-. Eres el mejor de los mejores del mundo.
– Tontita. Buenas noches.
– Buenas noches, mi vida.
La voz de Yngvar se cortó. Inger Johanne miró el teléfono por un momento, como esperando que él estuviera todavía ahí y la pudiese consolar diciéndole que el hombre de la cerca no era peligroso. Se incorporó despacio, dejó el teléfono y se acercó a la ventana. La luna colgaba torcida sobre la casa vecina. Todavía había escarcha. El frío se había aferrado a Oslo con fuerza, pero el cielo estaba claro día tras día y había ofrecido las puestas de sol más espectaculares durante toda la semana. Los pocos copos de nieve que habían caído durante la mañana cubrían el césped como un velo de tul. El cielo estaba otra vez despejado, oscuro. Finalmente sintió que estaba lista para irse a dormir.
Una mujer miró a través de una ventana sin saber si podría volver a dormirse. Quizá ya estaba dormida. Todo era irreal y extraño, como si lo estuviese viendo en un sueño. Había nacido en esta casa, en este cuarto; había vivido siempre aquí y había observado a través de esta ventana con travesaños en cruz que dividían el paisaje en los cuatro rincones del mundo, tal como su padre le decía gastándole bromas cuando ella era pequeña y creía todo lo que él le contaba. Ahora todo estaba cambiado y distorsionado. Estaba acostumbrada a la lluvia en los vidrios, llovía en Bergen, y ella lloraba y no sabía lo que veía. La vida estaba hecha pedazos. El paisaje que se descubría desde la casita ya no le pertenecía.
Había esperado un día entero, una larga noche y un día todavía más largo, en una incertidumbre con la que no se podía hacer nada. Como su vida seguía un trayecto definido por condiciones fuera de su control, aquellas eternas horas de espera eran algo que tenía que aceptar. No había habido forma de evitarlas; no antes de que la mujer en el televisor hubiese dicho lo que ella comprendió cuando se despertó sobresaltada en la mecedora frente al aparato, hacía exactamente veinticuatro horas, con una angustia que le atragantó la garganta y le hizo temblar las manos.
Porque ella había estado esperando.
Había esperado toda su vida y se había acostumbrado a esperar.
Esta vez, todo fue diferente. Comprendió algo que no podía ser cierto, que no debía ser cierto, pero que, sin embargo, sabía, porque había vivido tanto tiempo de aquella manera, sola, completamente sola.
Llamaron al timbre, tan tarde y tan inesperadamente que ella dejó escapar un pequeño grito.
Abrió la puerta y lo reconoció. Hacía una eternidad desde que se habían visto por última vez, pero sus ojos eran los mismos. Estaba llorando, como ella, y le pidió entrar. Ella no quería. No era él a quien quería ver. No quería ver a nadie.
Cuando lo dejó entrar y cerró la puerta detrás de él, rogó a Dios que la dejase despertar.
«Por favor, Dios mío, ten piedad de mí. Deja que me despierte ahora.»
– Carece que no hay nadie despierto a esta hora…
Beate Krohn miró con desaliento al jefe de guardia. Se acercaba la medianoche. Estaban solos en la redacción, rodeados de pantallas mudas y centelleantes, del murmullo de los ordenadores y los sistemas de ventilación. Alguien había colgado adornos navideños aquí y allá. Una guirnalda con brillos rojos por aquí, una cadena de banderitas noruegas por allá. Sobre una banqueta había un arbolito ralo con la estrella torcida. La mayoría de los bombones y golosinas que se habían colocado para consuelo de los que tenían que trabajar esa Navidad eran historia. Había papeles y periódicos viejos por todas partes.
– ¿Y tus padres?
El tipo no aflojaba. Encendió un cigarrillo, una transgresión tan flagrante de las reglas que ella se impresionó, muy a su pesar.
– También están durmiendo -dijo-. Por otro lado, les daría un buen susto si llamo a esta hora. En nuestra familia hay reglas: nunca antes de las siete y media de la mañana ni después de las diez de la noche. A menos que alguien se haya muerto.
– Pero alguien «se ha muerto».
– No así. Quiero decir…
La interrumpió con una enérgica inhalación y un movimiento impaciente de la mano.
– Ahora verás cómo se hace esto -sonrió él con el cigarrillo entre los dientes-. Mira y aprende.
Sus dedos juguetearon en el teclado del móvil antes de llevárselo al oído derecho.
– ¡Hola, Jonas! ¡Soy Sølve!
Un silencio de tres segundos.
– ¡Sølve Borre, joder!… ¡En NRK! ¿Dónde estás tú?
Beate había leído una vez que la frase inicial más corriente en todas las conversaciones a través del móvil se centraba en averiguar dónde se encontraba el receptor de la llamada. Desde entonces intentaba no preguntarlo.
– Escucha, Jonas. La obispo Lysgaard murió anoche, como ya sabrás. Es…
Evidentemente lo interrumpieron, y aprovechó la oportunidad para dar otra poderosa calada al cigarrillo.
– Sí, claro. Pero mira, sólo quiero saber de qué murió. Sólo por interés. Tengo esta sensación, ¿sabes?, algo…
Pausa.
– Pero ¿no puedes hablar con uno de ellos? Seguro que hay alguien allí que te debe un favor. ¿No podrías…?
Lo interrumpieron otra vez. Lo envolvía una nube de humo, y Beate Krohn temió que la alarma de incendio se activara. Retrocedió un poco para evitar que la ropa se le impregnase con el olor a cigarrillo.