– ¡Bien hecho, Jonas, bien hecho! ¡Me llamas entonces! ¡Da igual la hora que sea!
Cortó.
– Bien -dijo, y dejó que sus dedos saltasen sobre el teclado-. Ven aquí, que te enseñaré algo. Mira este mensaje.
Beate se inclinó titubeante sobre el hombro y leyó el mensaje de NTB que informaba sobre el deceso de la obispo Lysgaard. No había cambiado desde la última vez.
– ¿Algo que te llame la atención? -preguntó el jefe de guardia.
– No.
Tosió con discreción y se enderezó.
– No tengo idea de cuántos mensajes como éste he leído en mi vida -dijo él sin afectación-. Pero deben de ser muchos. Son todos idénticos. Algo solemnes en la forma, si bien, por otra parte, bastante anodinos. Pero casi siempre dicen poco más aparte de que el sujeto está muerto: «NN murió inesperadamente en su domicilio»; «ZZ falleció después de una corta enfermedad»; «XX murió en un accidente de coche en Drammen anoche». Algo así.
Los dedos dibujaron tantas comillas en el aire que la ceniza cayó en el teclado. Las teclas estaban tan gastadas que las letras ya casi ni se distinguían.
– Pero aquí -señaló él-, aquí sólo dice: «La obispo Eva Karin Lysgaard falleció anoche. Tenía 62 años…». Y después bla, bla, bla.
– No tiene que «significar» necesariamente algo -contestó ella.
– No, claro -dijo el jefe de guardia, todavía con una amplia sonrisa-. Probablemente no. Pero, aun así, hay que verificarlo, ¿no? ¿Cómo crees que un tipo como yo llegó a periodista de NRK antes de cumplir los veintidós y sin ningún tipo de educación?
Señaló su nariz con elocuencia.
– Lo tengo, ¿sabes?
El teléfono sonó. Beate Krohn miró al aparato con asombro, como si el jefe de guardia acabase de llevar a cabo un truco de magia.
– Aquí Sølve -ladró él, y arrojó la colilla en una botella de Farris-. Ya veo. Entiendo.
Durante unos segundos se quedó sentado y en silencio. La expresión burlona desapareció. Los ojos se le achicaron. Cogió una pluma y escribió unas notas ilegibles en el margen de un periódico.
– Gracias -dijo al fin-. Muchas gracias, Jonas. Owe you big time, ¿vale?
Permaneció sentado durante un momento mirando su teléfono. Cuando levantó la vista de pronto, parecía otra persona.
– La obispo Lysgaard fue asesinada -dijo despacio-. La mataron en la misma jodida Nochebuena.
– ¿Cómo…? -empezó Beate Krohn mientras se dejaba caer sobre una silla-. ¿Cómo puedes saberlo? ¿Con quién hablabas?
El jefe de guardia se recostó en el respaldo de la silla y la miró a los ojos.
– Espero que hayas aprendido algo esta noche -dijo en voz baja-. Y lo más, lo más importante con lo que debes quedarte es lo siguiente: no eres nada como periodista si no tienes buenas fuentes. Trabaja mucho e intensamente para obtenerlas y nunca las delates. Nunca.
Beate Krohn luchó para no sonrojarse, en vano.
– Y ahora -dijo el jefe de guardia, que esbozó una sonrisa encantadora mientras encendía otro cigarrillo-, ahora vamos a empezar a llamar en serio. ¡Ahora «sí» que vamos a despertar a gente!
Llaves pequeñas, habitación grande
– ¡Caray! -dijo Yngvar Stubø, y se detuvo en la puerta-. ¿Lo he despertado?
Lukas Lysgaard pestañeó y sacudió la cabeza.
– No, no -murmuró-. O sí. Casi no pude dormir anoche, entonces me senté aquí, y luego…
Levantó la cabeza y le sonrió, pálido. Yngvar casi no lo reconoció. Los amplios hombros estaban encorvados. El cabello empezaba a estar graso y la piel le colgaba en bolsas flácidas y oscuras alrededor de los ojos. Tenía los ojos enrojecidos, y una vena se le había roto en el izquierdo.
– Lo comprendo -dijo Yngvar, que cogió una silla del lado opuesto de la mesa.
Lukas Lysgaard se encogió de hombros. Yngvar no supo bien si el gesto significaba que no le importaba nada que él lo entendiese o si era una especie de disculpa por haberse quedado dormido.
– Los lobos ya han salido de su guarida -dijo Yngvar, que se sentó-. Era simplemente una cuestión de tiempo hasta que la prensa oliera el asunto.
El otro asintió con la cabeza.
– ¿Han estado por aquí? -preguntó Yngvar mirando el reloj, que indicaba que faltaban unos minutos para las ocho y media.
Su interlocutor asintió con desgana.
– En todo caso yo estoy muy agradecido de que haya venido -dijo Yngvar, e hizo un gesto con la mano-. Veo que mi colega ya se ha encargado de las formalidades. ¿Le ofrecieron algo de beber? ¿Café? ¿Agua?
– No, gracias. ¿Por qué está usted aquí?
– ¿Yo?
– Sí.
– No le entiendo.
Lukas se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa.
– Usted trabaja en Kripos.
Yngvar asintió con la cabeza.
– Kripos ya no es lo que era antes.
– No…
Yngvar no podía imaginar qué era lo que aquel hombre quería.
– Hasta donde yo sé, ahora Kripos es principalmente una entidad nacional para luchar contra el crimen organizado. ¿Creen ustedes que la mafia mató a mi madre?
– ¡No, no, no!
Por un momento, Yngvar creyó que el hombre hablaba en serio. Una sonrisa triste, casi imperceptible, lo convenció de que no era así.
– Nuestros mejores medios se han volcado en este caso -dijo, y se sirvió café de un termo-. Y algunos me cuentan entre ellos. ¿Cómo va con su padre?
No hubo respuesta.
– En todo caso, pensé en darle un poco de información antes -dijo Yngvar, y empujó una delgada carpeta a través de la mesa.
Lukas Lysgaard no dio señales de querer abrirla.
– Su madre murió de una puñalada. En el corazón. Eso implica que murió muy rápido.
Yngvar observó el rostro que tenía enfrente en busca de un signo que le dijese qué debía esperar.
– No tiene ninguna otra herida, a no ser por un par de rasguños que casi con seguridad se deben a la caída. Tampoco parece que haya tratado de ofrecer ninguna resistencia.
– Tenía… -Lukas se llevó un puño a la boca y carraspeó-. Tenía sesenta y dos años. No puede esperarse que tuviera mucho que oponer a un asesino. -Tosió otra vez, antes de añadir rápidamente-: O asesina. Me imagino que también existen.
– Sí, claro.
Yngvar inclinó la cabeza y se pasó una mano por la cara mientras consideraba si debía recuperar la carpeta. Se hizo un largo silencio. Era embarazoso, e Yngvar percibió que la actitud poco amistosa de Lukas Lysgaard no había cambiado en veinticuatro horas. Con los brazos cruzados, miraba fijamente a la mesa.
– Mi esposa es criminóloga -dijo de pronto Yngvar-. Abogada, también. Y además estudió Psicología.
Ahora por lo menos Lukas levantó la vista. Una arruga de asombro apareció sobre las cejas.
– Es mucho más joven que yo -agregó Yngvar.
Ni el testigo más obstinado ni el detenido más hostil lograba permanecer impasible cuando Yngvar, sin preámbulos, comenzaba a hablar de su familia. Parecía tan poco profesional que la persona interrogada, o bien se enojaba, o se asombraba, o se interesaba.
– De vez en cuando, ella dice… -Yngvar se enderezó y bebió un trago largo y bien audible-. Ella piensa que es mejor que los que uno quiere se mueran después de una larga y penosa enfermedad que víctimas de un asesinato, aunque en ese último caso sea, por lo general, un final muy rápido.
No había terminado de decir esto cuando sintió el típico aguijón de la conciencia, por abusar de Inger Johanne al endilgarle puntos de vista que no sostenía. La molestia desapareció en cuanto vio la reacción de Lukas.
– ¿Qué quiere decir? ¿Y qué quiere decir usted con eso? Es terrible desear algo así para alguien que uno quiere, y…