– ¿Cómo estás? -sonrió acariciando la mejilla de su sobrina mientras su hermana pasaba por su lado.
– Tía -sonrió Kristiane-. ¡Tía novia! ¡Qué guapa estás!
– Es más de lo que se puede decir de tu madre -murmuró ella.
Sólo Kristiane la escuchó. Inger Johanne ni siquiera miró a su hermana. Siguió adelante trastabillando hacia el calor. Quería subir a su habitación y meterse bajo la colcha con su hija. Quizá tomaría un baño, un baño caliente. Su hija estaba fría como el hielo y tenía que calentarse tan pronto como fuese posible. Tropezaba y tenía problemas para respirar. Pese a que Kristiane, que pronto cumpliría catorce años, pesaba apenas más que una niña de diez, su madre estaba a punto de desfallecer por el esfuerzo de llevarla en brazos. Además, la falda de su traje regional colgaba tan torcida que la pisaba a cada paso. Su cabello, que antes llevaba recogido en el rodete de una trenza, se había soltado. El tocado era una sugerencia de Yngvar, y horas antes de la boda ella se esforzó para darle ese gusto. A los pocos minutos de empezar la fiesta se sentía como Brunilda en una representación de la época de entreguerras.
Un hombre voluminoso bajó corriendo desde el segundo piso.
– ¿Qué ha sucedido? ¿Qué…? ¿Está bien? ¿Estás bien?
Yngvar Stubø trató de contener a su esposa. Ella lo apartó apretando los dientes:
– Una idea estúpida. Estamos a diez minutos en taxi de casa. ¡Diez minutos!
– ¿Qué es lo estúpido? ¿Qué vamos a…? Déjame que la coja, Inger Johanne. Tu vestido está roto, y sería…
– ¡No es un vestido! ¡Es un traje regional! ¡Se llama falda! ¡Y fue idea tuya! ¡Este espantoso peinado y este hotel, y el que Kristiane viniese! ¡Podía haber muerto!
El llanto la dominó y aflojó con desgana el abrazo que la unía a la niña. Yngvar la tomó con cuidado y juntos ascendieron las escaleras. Ninguno de ellos dijo nada. Kristiane seguía cantando, con voz aguda y clara:
– ¡Hei sann, hopp san, fa-lle-ra-lle-ra, Nochebuena y todos van a disfrutar!
– Duerme, Inger Johanne. El doctor dijo que está bien. No hay razón para ir a casa ahora. Son las… -miró el oscurecido aparato de televisión, que todavía daba la bienvenida a los señores Yngvar Stubø- las tres y cuarto. Pronto serán las tres y media de la mañana, Inger Johanne.
– Quiero ir a casa.
– Pero…
– No debimos aceptar nunca este arreglo. Kristiane es demasiado pequeña.
– Pronto cumplirá catorce años -dijo Yngvar, que se frotó la cara con las manos-. Que una niña de catorce años participe en la boda de su tía no puede considerarse una irresponsabilidad. De hecho fue muy generoso que tu hermana corriese con el gasto de una suite y una niñera para nosotros.
– ¡Una broma de niñera! -Gruñó la frase soltando una fina nube de saliva.
– Albertine se durmió -dijo Yngvar con abandono-. Se recostó en el sofá una vez que Kristiane se había acostado. ¿Qué otra cosa podía hacer? Para eso estaba aquí. Kristiane conoce bien a Albertine. No podíamos esperar que hiciese otra cosa que lo que se le pidió. Se retiró de la mesa con Kristiane después del postre y vino a la habitación. Lo que pasó fue un accidente. Sólo un accidente, tienes que aceptarlo.
– ¿Accidente? ¿Es un accidente que una criatura como… Kristiane logre atravesar una puerta de hotel cerrada sin que nadie se percate? ¿Que la niñera, a quien por otro lado Kristiane no conoce aún más que como para llamarla «señora», durmiese tan profundamente que la niña creyó que estaba muerta? ¿Que la niña haya empezado a ir de aquí para allá en un edificio lleno de gente? ¡De gente borracha! Y que luego salga confundida, a la calle y en medio de la noche, sin ropas, sin zapatos y sin…
Se llevó las manos a la cara y sollozó con fuerza. Yngvar dejó la silla y se sentó pesadamente a su lado, al borde de la cama.
– ¿No podríamos, simplemente, acostarnos? -preguntó en voz baja-. Mañana lo veremos todo con más claridad. Al fin y al cabo todo ha salido bien. Alegrémonos por eso. Vamos a dormir.
Ella no contestó. La espalda encorvada temblaba con cada aspiración.
– Mamá.
Se secó la cara rápidamente y se volvió hacia su hija con una sonrisa amplia.
– ¿Dime, mi vida?
– A veces soy totalmente invisible.
Se podían escuchar las risas que procedían de la entrada. Alguien gritó: «¡Salud!», y una voz masculina preguntó dónde se encontraba la máquina de hacer hielo.
Inger Johanne se recostó con cuidado en la cama. Acarició despacio el cabello rubio y fino de la niña y acercó su boca al oído de su hija.
– No para mí, Kristiane. Nunca eres invisible para mí.
– Sí, sí -dijo Kristiane, y rio brevemente-. También para ti. Soy la niña invisible.
Y antes de que su madre pudiese protestar, en el momento en que las campanas del Ayuntamiento anunciaban que otra media hora de ese vigésimo día de diciembre había pasado, Kristiane se durmió profundamente.
Una habitación con vistas
En cuanto el campanario del Ayuntamiento anunció que eran las tres y media, decidió que ya era suficiente.
Estaba de pie frente a la ventana y observaba el paisaje.
Que no era gran cosa.
Diez horas antes, la nieve caía espesa sobre Oslo, y limpiaba la ciudad y la volvía luminosa. Se había sumido en el trabajo con tanta intensidad en el silencio vacío de la oficina que no reparó en el cambio de tiempo. Debajo de él, la ciudad yacía oscura y sin contornos. Aunque no llovía, el aire estaba tan húmedo que los vidrios de las ventanas goteaban. Apenas podía adivinarse la fortaleza de Akershus, como una sombra vaga al otro lado de la bahía. Las grises y perezosas olas de espuma eran todo lo que indicaba que la superficie negra entre el muelle del ayuntamiento y Hurumlandet era de hecho el fiordo y el mar.
Pero las luces eran bellas; a través de las ventanas húmedas, las lámparas de la calle y las farolas parecían pequeñas estrellas brillantes.
Todo estaba preparado sobre el escritorio.
Los regalos de Navidad.
Un crucero por el Caribe para su hermano, su hermana y sus familias. Ciertamente en uno de los buques de la empresa, pero, de todos modos, era generoso.
Una joya para su madre, que esa Nochebuena andaría por los sesenta y nueve y nunca se cansaba de los diamantes.
Un helicóptero a control remoto y una nueva tabla de esquiar para su hijo.
Nada para Rolf, tal como acordaban siempre e invariablemente lamentaban.
Y veinte millones para caridad.
Eso era todo.
Obtener los regalos personales fue una cosa rápida. Le había llevado poco menos de media hora con su joyero habitual en Ámsterdam, en noviembre; después, una vuelta por el centro comercial de Boston, la misma semana, y veinte minutos con el ordenador ahora, por la noche, para componer una nota simpática con que acompañar los regalos de su familia política. La página de Internet de la empresa estaba llena de atrayentes fotos de Martinica y de Aruba, y la composición salió bien y con el justo toque personal, una vez que hubo logrado poner a toda la parentela a bordo del MS Princess Ingrid Alexandra bajo la brisa del amanecer.
Lo que le llevó tiempo fue el dinero de la beneficencia.
Marcus Koll junior ponía el alma en cada donación. Repartir regalos caritativos era su propio regalo de Navidad. Siempre le hacía sentirse bien, además de recordarle a su abuelo. El anciano, que era lo más cerca que el pequeño Marcus había estado de Dios, le planteó en una ocasión: «Un hombre ayuda a otro en su necesidad y reclama el reconocimiento que se le debe. Otro hombre ayuda a otro que lo necesita, pero no se lo dice a nadie y nunca recibe un agradecimiento. ¿Cuál de ellos es mejor persona?».