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El local era casi rectangular, dieciséis metros por casi dieciocho. Todo el desorden se concentraba cerca de las paredes, un marco de trastos y cosas necesarias que rodeaban un área grande en medio del cuarto. Ahí estaba siempre limpio y vacío, a no ser por la instalación en que Niclas Winter trabajaba entonces. A lo largo de una de las paredes más cortas había además cuatro instalaciones que estaban terminadas, pero que todavía no había mostrado a nadie.

Bebió un sorbo de champán, que era un poquito dulzón y además no estaba del todo frío.

Esto era lo mejor que había hecho.

El trabajo se llamaba I was thinking of something blue and maybe grey, darling, y lo había comprado StatoilHydro.

En el centro de la obra de arte se levantaba un monolito de maniquíes. Estaban entrelazados, como en el original en Vigelandsaparken, pero debido a la rigidez de los muñecos en todo lo que no fuera rodillas, codos, caderas y hombros, la figura de seis metros de altura resultaba manifiestamente espinosa. Cabezas montadas en cuellos casi quebrados, dedos erectos y pies con las uñas pintadas; todos apuntaban muertos hacia el espacio. El conjunto estaba envuelto en un delgado y brillante alambre de púas hecho de plata. Plata verdadera, por supuesto; sólo ese alambre había costado una pequeña fortuna. Si uno se acercaba, podía ver que los muñecos desnudos y sin vida tenían costosos relojes en las muñecas y que casi todos llevaban joyas en el cuello. En realidad, cuando los compró, los maniquíes carecían de sexo. Tan sólo los hombros anchos y la ausencia de pechos distinguían a los hombres de las mujeres, además de una protuberancia sin contornos entre las ingles. Niclas Winter acudió en su ayuda. Compró tantos penes en una tienda de artículos eróticos que obtuvo un importante descuento. Después los montó en los muñecos castrados. Esos dildos se presentaban como «naturales», algo que Niclas Winter sabía que era un disparate. Eran colosales. Los pintó con aerosoles de colores fluorescentes y los hizo más llamativos.

– Perfecto -dijo para sí, y vació la copa de un trago.

Se alejó unos pasos y ladeó la cabeza.

La última exposición de Niclas Winter había sido un éxito gigante. Se expusieron tres instalaciones al aire libre durante cuatro semanas en Rådhuskaia. El público estaba encantado. Los críticos también. Lo vendió todo. Por primera vez en su vida no tenía casi deudas. Lo mejor era que StatoilHydro, que ya había comprado Vanity Fair, reconstruction, había encargado I was thinking… basándose en un boceto. El precio era de dos millones. Recibió medio millón como adelanto, pero tanto ese dinero como bastante más ya había desaparecido con los materiales.

Y entonces los jodidos cambiaron de opinión.

Él no sabía de contratos, y cuando acudió indignado a un abogado con la carta que había recibido en octubre, entendió que era el momento de contratar a un agente. StatoilHydro estaba en su pleno derecho. El contrato incluía una cláusula de suspensión del encargo. Niclas Winter apenas lo había leído cuando lo firmó, mareado por el éxito.

«En el actual clima financiero», decían disculpándose en la carta. «Desafortunada señal para los empleados y los dueños», peroraban más abajo. «Moderación.» «Cierta restricción en el consumo innecesario.»

Bla, bla, bla. ¡Había que joderse!

La maldita carta llegó cuatro días antes de que su madre muriese.

Cuando se sentó a su lado en las últimas horas, más por un sentimiento de culpa que porque realmente se sintiese triste, todo cambió. Niclas Winter salió del cuarto de su madre moribunda en el hospicio Lovisenberg con una sonrisa en los labios, con una esperanza renovada y con un enigma que resolver.

Y lo había logrado.

Le llevó su tiempo, por supuesto. Su madre había sido tan poco clara que él tuvo que emplear varias semanas hasta dar con la oficina correcta. Se estresó, y en el camino se había hecho dos ampollas, pero ahora estaba todo resuelto. La entrevista estaba programada para el primer día hábil después del Año Nuevo. El tipo con el que se tenía que encontrar iba a convertir a Niclas Winter en un hombre riquísimo.

Se sirvió más champán y lo bebió.

La ligera embriaguez le sentó bien. Además, su trabajo estaba terminado. Si StatoilHydro dejaba pasar la oportunidad, habría otros compradores. Con el dinero que tendría ahora, podía aceptar el ofrecimiento de organizar una muestra en Nueva York para otoño. Podría terminar con todo el trabajo extra sin sentido, que le robaba energía y vitalidad. También dejaría las drogas. Y la bebida. Trabajaría las veinticuatro horas, sin preocupaciones.

Niclas Winter estaba casi feliz.

Le pareció oír un ruido. Un «clic» casi inaudible.

Se volvió a medias. La puerta tenía la llave puesta, y allí no había nadie. Bebió un poco más. Un gato en el tejado, quizá. Levantó la vista.

Alguien lo cogió por detrás. No entendió nada cuando una mano y después otra envolvieron su cara y le forzaron a abrir la boca. Cuando la aguja penetró en la mejilla izquierda le provocó más sorpresa que miedo. La punta le rozó la lengua y el dolor que sintió cuando la jeringa se vació sobre la delicada mucosa fue tan intenso que le hizo gritar. El hombre estaba todavía detrás de él y le apresaba las manos. Un calor intenso se esparció rápidamente desde su boca. Le costaba respirar. El extraño lo sostuvo mientras caía. Niclas Winter sonrió y trató de parpadear fuera del velo que se extendía como grasa sobre su mirada. No podía respirar. Sus pulmones no podían más.

Apenas se dio cuenta de que le arremangaban la parte izquierda del jersey. La nueva inyección se cebó en la vena azul, en el lado interno del codo.

Era el 27 de diciembre de 2008, tres minutos después de las once y media de la mañana. Cuando Niclas Winter murió, a los treinta y dos años y justo antes de su debut internacional como artista de éxito, todavía sonreía por la sorpresa.

Ragnhild Vik Stubø se rio con entusiasmo. Inger Johanne le sonrió como respuesta, recogió todos los dados y los arrojó nuevamente.

– No eres muy buena jugando al Yatzy, mamá.

– Desafortunada en el juego, afortunada en el amor, ya sabes. Eso me consuela.

Los dados cayeron mostrando dos unos, un tres, un cuatro y un cinco. Inger Johanne dudó un instante antes de dejar los unos y lanzar por última vez.

Sonó el teléfono.

– No hagas trampa mientras estoy lejos -ordenó, y se puso de pie juntando fuerzas.

El móvil estaba en la cocina. Pulsó la tecla verde.

– Inger Johanne -dijo.

– Hola, soy yo.

Sintió un asomo de irritación porque Isak nunca se presentara mencionando su nombre. Debía ser privilegio de Yngvar el dar por entendido que ella reconocería su voz de inmediato. Al fin y al cabo ya hacía más de diez años que se habían divorciado. Claro que él era el padre de su hija mayor, y era una suerte para todos que pudieran entenderse. Pero por el momento él ya no era un miembro cercano de la familia, pese a que se comportaba como si lo fuera.

– Hola -dijo con indiferencia-. Gracias por traer a Ragnhild a casa ayer. ¿Cómo va con Kristiane?

– Sí, bueno, por eso llamo. Pero me tienes que…, me tienes que prometer que no vas a…

Inger Johanne sintió que se le contraía la piel entre los omóplatos.

– ¿Qué sucede? -le cortó.

– Bueno, el caso es que… estoy en las Galerías Sandvika. Tenía que cambiar algunos regalos, entonces…, Kristiane y yo. Ahora el problema es que…, que si te enfadas no vas a ayudar en lo más mínimo.

Inger Johanne trató de tragar saliva.

– ¿Qué pasa con Kristiane? -preguntó, tratando de mantener bajo el volumen de la voz.

Escuchó cómo Ragnhild arrojaba los dados en la sala una y otra vez.